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jueves, 25 de junio de 2020

WARMA KUYAY, cuento de José María Arguedas

WARMA KUYAY




     Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita, por donde has venido, buscando la arena, por Dios, por los suelos.
     -¡Justina! ¡Ay, Justina!
     En un terso lago canta la gaviota, memorias me deja de gratos recuerdos.
     -¡Justinay,  te pareces a las torcazas de Sauciyok’!
     -¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
     -¿Y el kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
     -¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
     La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeantes como dos luceros.
     -¡Ay Justinacha!
     -¡Zonzo, niño zonzo! –habló Gregoria, la cocinera.
     Caledonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa, gritaron a carcajadas.
     -¡Niño zonzo!
     Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
     Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas de Chawala. Los eucaliptos de la  huerta sonaban  con ruido largo e intenso: sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del “Chawala”: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo  por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches  claras conversaban siempre dando la espalda al cerro.
     -¡Si te cayeras de pecho, tayta “Chawala”, nos moriríamos todos!
     Al medio del Witron  Justina empezó otro canto:

                    Flor de mayo, flor de mayo,
                    flor de mayo, primavera,
                    por qué no te libertaste
                    de esa tu falsa prisionera.

     Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.

     -Ese puntito negro que está al medio es Justina, y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?

     Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimo, gritando como porto enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del Witron.
     -¿Largo! ¡A dormir!
     Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
     -¡A ese le quiere!
     Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda y don Froylán entró al patio tras de ellos.
     -¡Niño Ernesto! –llamó el Kutu.
     Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
     -Vamos, niño.
     Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del Witrón; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas, enmohecidas, que fueron de las minas  del padre de don Froylán.
     Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
     La hacienda era de don Froylán y de mi tío; y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
     Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera, entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados  por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
     -¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
     -¡Don Froylán le ha abusado, niño Ernesto!
     -¡Mentira, Kutu, mentira!
     -¡Ayer no más le ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!
     -¡Mentira, Kutullay,  mentira!
     Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa quebrada oscura.
     -¡Déjame,  niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abogau”, vas a fregar a don Froylán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
-¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía; tienes miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al “Chawala” que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
-¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!
-¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí, mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como maullido del león  que entraba hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
-Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vemos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
-¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
-¡Sus hijitos, niño!  ¡Son nueve! Pero cuando seas abogau ya estarán grandes.
-¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo como mujer!
-No sabes nada niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.
-¡Don Froylán! ¡Es malo! ¡Los que tienen hacienda son malos hacen llorar a los indios como tú; se llevan las  vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral! ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! ¡Mátale, no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
-¡Endio no puedes niño! ¡Endio no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquillas de los potros cholos cuando encontraba a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Lo miré de cerca; su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A este le quiere! Y ella era bonita, su cara rosada siempre estaba limpia, sus ojos negros quemaban, no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.
-¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
-¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente; estaba húmeda de sudor.
-¡Verdad! Así quieren los mistis.
-Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
-¡Cómo no,  niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira en Weyrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con voz áspera.
Yo despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
     -¡Indio, muérete mejor. O lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro!
     Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al Witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán, al principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía las manos, empuñaba duro el zurriago, y rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban, y el indio seguía encorvado, feroz. Y yo me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
     -¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
     Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.
     Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma, y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacito abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba “Zarinacha”, la víctima de esa noche, echadita sobre la bosta seca con el hocico en el suelo ; parecía desmayada; me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
     -¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
-Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu, canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
-¡Yo te quiero, ninacha; yo te quiero! Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarme contra ellos.
-Kutu vete de aquí . En Viseca ya no sirves. Los comuneros se ríen porque eres maula.
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
-¡Asesino también eres, Kutu! ¡Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
-¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido un hijo. Kutu tenía sangre de mujer; le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondando; Chacrilla … ¡Eres cobarde!
Yo sólo me quedé junto a don Froylán , pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas  y de las tuyas , yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido; contemplando sus ojos negros oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un Warma kuyay y yo creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales.
Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con  música y harawi, vivía alegre en esa quebrada verde y llena de calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento, en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.

                                                            (José María Arguedas) 

jueves, 4 de junio de 2020

EL CABALLERO CARMELO


ABRAHAM VALDELOMAR

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
–¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.
–¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:
–¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de piedra de Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:
–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…
–¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada…
–¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo
–¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
–¡Cocorocóooo!…
–¡Para papá! – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos capachos de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas…
Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral “el Pelado”, un pollo sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el Pelado”, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral, y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
–Nos lo comeremos el domingo…
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al “Pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
–¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplasto a un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas, que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos.
El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo:
– No llores; no nos lo comeremos…

III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los toñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que al madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.
En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas...

IV

Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?...
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.
–¡Qué crueldad! – dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:
–Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.

V

Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.
Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
– ¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo:
– ¡El Ajiseco y el Carmelo!
–¡Cien soles de apuesta!…
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todo los aires de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que tal cosa es cobardía–, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante…
–¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
–¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de Caucato. Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo, que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
–¡Viva el Carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía.

VI

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.
"EL CONDE DE LEMOS" 
Abraham Valdelomar (Ica). 
Cuento escrito en Roma

viernes, 22 de febrero de 2019

PARA SITUAR AMÉRICA LATINA



Escribe: Alberto Gálvez Olaechea

Alberto Gálvez Olaechea


América Latina sigue siendo territorio de cambios dramáticos de todo calibre. Desde el inicio republicano el siglo XIX se exploraron rutas y se desplegaron iniciativas, en gran medida activadas por las oscilaciones del mercado mundial. En momentos estelares surgieron proyectos que sacudieron al continente pero tarde o temprano fueron cercados y/o reabsorbidos. Pese a todo, el nuestro sigue siendo un espacio de aventuras y esperanzas.
A lo largo del siglo XX en América Latina se desarrollaron al menos cuatro revoluciones: la mexicana (1910), la boliviana (1952), la cubana (1959) y la sandinista (1979). Su común denominador fueron los cambios motorizados por la acción política de los sectores sociales históricamente excluidos. A su manera, produjeron repercusiones en los países aledaños, aunque solo fuera como reacción. De este modo a lo largo del siglo XX y de lo que va del presente, la corriente política llamada “izquierda” cumplió un rol esencial en la configuración del continente, como postura crítica, como expresión social o como proyecto estatal.
Sin embargo, la ola de gobiernos progresistas iniciada a fines del siglo pasado en varios países es un acontecimiento completamente inédito pues, no obstante sus diferencias, cambiaron el rostro de una región manejada por las derechas desde los albores republicanos, mostrado un nuevo talante que, pese a sus diferencias, mostraba similitudes en sus preocupaciones por lo social, la afirmación soberana y la recuperación del sentido de lo público, a contracorriente del privatismo neoliberal. Al entronizarse en países como Brasil, Argentina y Venezuela (un país petrolero), el progresismo de izquierdas tiñó al continente, compulsando a la potencia hegemónica y abriendo espacios de autonomía.
Sin embargo todo indica que el periodo está llegando a su fin. La victoria de Macri, el proceso destituyente de Dilma Rouseauff y la crisis venezolana dan cuenta de esto. Situar los acontecimientos en perspectiva histórica puede ayudar a comprender las limitaciones de hoy y a explorar posibilidades para el porvenir.
I
La Revolución mexicana de 1910 introdujo al continente en la geografía de las revoluciones del siglo XX. Combate democrático a la tiranía de Porfirio Díaz, devino en levantamiento agrarista. Con avances y retrocesos políticos y diversidad de actores sociales, fue una sucesión de alzamientos resultado de conflictos arrastrados desde el siglo XIX. El campesinado y los sectores rurales del sur y el norte fueron protagonistas en los ejércitos de Emiliano Zapata y Pancho Villa. Dirá Octavio Paz: La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado.
A pesar de las ondas sísmicas y su significación, J. C. Mariátegui enunciará sus límites: Y ningún crítico circunspecto se arriesgaría hoy a suscribir la hipótesis de que los caudillos y planes de la Revolución Mexicana conduzcan al pueblo azteca al socialismo.
Sus ecos dieron impulso a la corriente nacional popular, del Apra a Sandino, configurando el triángulo Revolución Mexicana, Revolución Rusa y Reforma Universitaria, que produjo en los años veinte un ambiente sensible para imaginar sociedades más justas y soberanas.
II
La primera guerra mundial quebró no solo la Pax europea, sino que destruyó la idea de “progreso” sobre la que se había sostenido la civilización burguesa. Hija de esta guerra, la revolución bolchevique (1917) además de crear un estado que declaraba representar a los trabajadores, aspiraba a un nuevo orden mundial alternativo al capitalismo.
La ruptura en el socialismo internacional no fue solo entre reforma y revolución. La III Internacional significó la extensión de la mirada hacia el mundo colonial, a lo que se llamó la “cuestión de oriente”. Asia y América Latina entraron en este nuevo horizonte. Por eso la década de 1920 surgirían los Partidos Comunistas (México 1918, Brasil 1921, Chile 1922, Cuba 1927 y Perú 1928). Concebida como partido mundial, la III Internacional disciplinaba a sus miembros al libreto de Moscú. Perdida la idea de diversidad y originalidad de cada formación social, a pesar de su entrega y hasta de su heroísmo, los comunistas fracasaron en convertirse en fuerza de masas en casi toda América Latina.
III
La crisis de 1929 produjo una onda sísmica que sacudió todo el capitalismo, precipitando tensiones acontecimientos políticos de diverso signo, que fueron del triunfo del nacional socialismo en Alemania a las insurrecciones del tercer mundo. La caída brutal los precios de las materias primas y el colapso del comercio internacional alteró todos los anteriores equilibrios.
En América Latina, la década de 1930 se produjeron las insurgencias populares encabezadas por comunistas como las de Farabundo Martí en el Salvador y Luis Carlos Prestes en Brasil. En otros países los liderazgos correrán por cuenta de las corrientes nacional-populares, como el APRA, que encabezaría la insurrección de Trujillo de 1932.
En América Latina, entre los años treinta y cuarenta, lo crucial fue el surgimiento y consolidación de los nacionalismos populistas como movimientos de masas. El Apra en el Perú, el peronismo en Argentina (1946–1955), Getulio Vargas en el Brasil (1930–1945 y 1951 -1954), Rómulo Betancourt en Venezuela (1945–1948 y 1959 -1964), Rojas Pinilla en Colombia (1953–1957), desencadenaron procesos que, sea desde los movimientos sociales, sea desde el Estado, abrieron espacio a las clases subalternas movilizadas, primero por la crisis y luego por la coyuntura favorable que produjo la segunda guerra mundial, que tuvo a los imperios enfrentados entre sí.
(Chile es un caso excepcional. El fin de la táctica “clase contra clase” y la aprobación en el VII Congreso de la III Internacional (1935) de la política de Frentes Populares contra el fascismo, exitosa en Francia y España, permitió el triunfo del Frente Popular de Aguirre Cerda en 1938).
El populismo, que fue un intento de afirmación de soberanía y respuesta a las demandas populares sin cuestionamiento del capitalismo, significó un reconocimiento de derechos y redistribución, sin cambio radical de estructuras, lo que, a la vez permitía el empoderamiento popular, frenaba su desarrollo. El populismo hizo parte de la constitución de las identidades de los sectores subalternos y les abrió canales en las disputas por el poder, fue el modo de constitución de ciudadanía en América Latina la primera mitad del siglo XX y la manera de incorporación económica y política de la población, confrontando estructuras oligárquicas excluyentes.
IV
La revolución Boliviana de 1952 hija de la guerra del Chaco con Paraguay, fue un proceso del que surgieron medidas como el control obrero y derecho a veto en las minas, milicias armadas de campesinos y trabajadores, la destrucción del ejército (y la creación de uno nuevo), la reforma agraria, etc.
La Revolución es el hecho decisivo en la historia contemporánea de Bolivia, que hizo que surgiera una economía con gran peso estatal y una burguesía con tibios afanes por industrializar, pues su línea central fue la intermediación financiera y el comercio importador. Permitió una mayor articulación de la geografía nacional: el desarrollo del oriente boliviano es su producto. La reforma agraria (1953) eliminó el latifundio e inició la integración del campesino a la vida nacional, alterando las relaciones de poder en el campo. En lo político el voto universal cambió las reglas abriendo una mayor participación y una nueva composición social en la representación. Dio una legislación del trabajo y avanzadas leyes sociales. En lo cultural, clave fue el surgimiento una fuerte corriente indigenista aimara y quechua, que propugnó el respeto a la diversidad. Cambios que no llegaron a su plenitud, quedando truncos por sus limitaciones y la corrupción, pero el empoderamiento del campesinado y los trabajadores nunca pudo ser revertido del todo.
Dado el escaso desarrollo y su mediterraneidad, su repercusión internacional fue limitada. Sin embargo los primeros años, intelectuales progresistas del mundo visitaron el país interesados por la experiencia, especialmente la reforma agraria. Entre quienes asistieron a este país en ebullición, curioso y expectante, estuvo el joven Ernesto “Che” Guevara.
V
El otro acontecimiento que presenció el joven “Che”, que marcó la historia del continente y la suya, fue el golpe contra el presidente de Guatemala Jacobo Arbens, promovido por los EEUU en 1954.
En 1945 había sido electo presidente de Guatemala Juan José Arévalo, a quien los Estados Unidos, en los albores de la “guerra fría”, acusó de procomunista. En 1951 Jacobo Arbenz (ex ministro de Arévalo) lo relevó en el cargo y dió una tibia ley de Reforma Agraria. En este período de efervescencia social surgieron el Partido Guatemalteco del Trabajo y la Confederación General de Trabajadores de Guatemala, lo que era totalmente inaceptable para los gringos.
La aplicación de Reforma Agraria a terrenos apropiados por la United Fruit convirtió el conflicto larvado en guerra abierta. El Departamento de Estado convocó a la agresión a sus cómplices de Nicaragua y Honduras. El 18 de junio de 1954 Carlos Castillo Armas, financiado por la CIA, invadió Guatemala desde Honduras y Arbenz fue violentamente derrocado. El Che debió partir a México con la lección aprendida: para los EEUU democracia y la soberanía son meramente instrumentales, apelan a ellas conforme sus intereses. En México conoció a Fidel Castro y se embarcó en el Granma.
VI
En Cuba, lo que comenzó en 1953 como una rebelión anti-dictatorial, culminó con el ingreso de los rebeldes a la Habana en enero de 1959. Luego, la dinámica de la polarización interna y la confrontación al intervencionismo de los EEUU, iría radicalizando un proceso de democratización que devino en revolución socialista. Corrían tiempos de “guerra fría”, cuando enfrentar a uno de los poderes empujaba hacia el otro polo.
La Revolución aplicó medidas de gran implicancia social y política: reforma agraria, nacionalización de empresas estadounidenses y campañas de alfabetización, etc. Las agresiones agigantaron el liderazgo de Fidel y radicalizaron a las masas. Cuba se la jugó como solo lo hizo antes la naciente revolución de octubre. Fidel Castro en la ONU y el Che en la OEA fueron imagen y verbo inflamado, desafiante, de una revolución joven y hecha por jóvenes. El intento de invasión de Bahía Cochinos fue aplastado, pero persistió el afán desestabilizador y el sabotaje. El ciclo guerrillero que propiciaron en el continente, fue parte de una grandilocuente vocación heroica, que entraría en crisis con la muerte del Che en Bolivia en 1967.
El poderoso del norte nunca perdonó la insolencia. Cuba devino en nación acorralada y acosada. Mal ejemplo de dignidad y soberanía que debía ser castigado. Se le impuso el bloqueo económico y el aislamiento político, por el que paga aún hoy altísimo precio. Solo México y Canadá resistieron la presión de romper relaciones diplomáticas. La Alianza para el Progreso fue una de las respuestas para frenar revoluciones, la otra fue el encuadramiento de las FFAA de los países, adiestrándolas en la Escuela de las Américas instalada en el Canal de Panamá.
Cuba fue la línea demarcatoria en muchos sentidos. Políticos e intelectuales debían condenarla para obtener la credencial “democrática”. Cuestionada desde la democracia liberal, nadie, sin embargo, puede negar las formidables conquistas sociales en campos como la salud, la educación o la seguridad. No obstante las críticas que puedan hacerse, el saldo es positivo y un balance cabal de la revolución solo será posible cuando se tenga suficiente perspectiva histórica.
VII
Entre tanto, en Brasil el general Castelo Branco dio un golpe de estado al populista Joao Goulart en 1964. El general Juan Carlos Onganía hizo lo propio en Argentina contra Arturo Illia en 1966. Se inició así un ciclo de dictaduras militares que asolaría el continente los siguientes tres lustros. Con ellos se ejecutó la doctrina de “seguridad nacional” de la Escuela de las Américas: desarrollismo económico y políticas de contención social con represión y autoritarismo.
Esta orientación se desplegó en otros países. En Bolivia en agosto de 1971 el general Hugo Banzer Suarez (apoyado por el MNR) derrocó al general Juan José Torres y empezó un régimen militar y represivo que acabó en 1978. En Uruguay en junio de 1973 el entonces presidente Juan María Bordaberry disolvió las Cámaras de Senadores y Representantes y dio su auto-golpe en alianza con los militares.
VIII
Juan Velasco, Salvador Allende, Omar Torrijos, Héctor Cámpora y Juan José Torres inauguraron gobiernos que iban contra la corriente. Pero mientras los dos últimos fueron episodios de transición más o menos efímeros, los tres primeros marcaron la historia de sus países y del continente.
Velasco significó un corte decisivo en la historia de la república peruana; quebró la hegemonía oligárquica, su reforma agraria empezó el proceso de ruptura de la servidumbre rural, y sus otras reformas fueron un intento de soberanía y autonomía del Perú. Para Panamá, Torrijos representó el gran momento de afirmación nacional de este pequeño país desgajado de Colombia a inicios del siglo XX por los EEUU (para apropiarse del Canal), el cual pudo recuperar gracias al tratado con Carter en 1977. En Chile, Salvador Allende llevó hasta sus últimas consecuencias el proyecto de una vía pacífica al socialismo, el cual fue contestado por la derecha alentada por los EEUU, desencadenándose un intenso proceso político que concluyó con el golpe de estado de Augusto Pinochet el año 1973.
IX
Mientras el cono sur del continente americano entraba en la noche oscura de las dictaduras, en América Central el movimiento revolucionario ganaba impulso. El Frente Sandinista de Liberación Nacional derrocó en 1979 al dictador Anastacio Somoza, aprovechando el momento de incertidumbre de los EEUU tras su derrota en Vietnam en 1975. El gobierno revolucionario impulsó medidas como la alfabetización, la reforma agraria, etc. La victoria sandinista incentivó a otras insurgencias centroamericanas, especialmente en El Salvador y Guatemala, donde años después se producirían procesos de negociación para la paz.
Sin embargo “la contra”, movimiento armado que actuaba desde Honduras y era financiado por los EEUU, gobernado desde 1980 por Ronald Reagan, prolongó el conflicto. Una larga guerra de desgaste al “sandinismo” que lo forzó a convocar a unas elecciones que perdería en 1990.
La derrota electoral del sandinismo coincidió con otro hecho crucial para las izquierdas: el fin de los “socialismos reales”. Se alteraba el equilibrio mundial y la correlación de fuerzas de modo estratégico, se rompían paradigmas y el sentido común progresista hasta entonces hegemónico era desplazado por el nuevo consenso neoliberal.
X
El trauma de la derrota de Vietnam había impuesto al imperio norteamericano la urgencia de redefiniciones. Aquí es cuando aparece Jimmy Carter (1977) y su discurso sobre derechos humanos y democracia, que reorienta la política de los EEUU en América Latina. Empieza el fin de las dictaduras, debilitadas sin el patronazgo yanqui.
Pero la década del ochenta fue también escenario de la crisis de la deuda externa, cuando los organismos internacionales imponían políticas de ajuste para asegurar que países en bancarrota siguieran pagando a los bancos a costa del sufrimiento de sus pueblos. Así se construyó la década perdida.
Las democracias volvieron en el continente y con ella las viejas elites políticas expulsadas por los militares recuperaron el poder e impusieron el proyecto neoliberal emanado del consenso de Washington. Pero ¿cómo combinar un modelo político de derechos con un modelo económico social de exclusiones? Es difícil construir un sistema democrático cuando al mismo tiempo se margina y empobrece a amplios sectores de población.
No perdamos nunca de vista, y esto es clave, que fue el fracaso del neoliberalismo en América Latina, el que abrió el camino a una izquierda a la que, tras el derrumbe del muro de Berlín, se consideraba definitivamente inviable.
XI
La izquierda latinoamericana que ganó protagonismo desde inicios del nuevo siglo asumió formas específicas en cada país: a partir de la peculiaridad de las herencias neoliberales, del lugar más o menos protagónico de los movimientos sociales y de la trayectoria histórica de sus izquierdas. La diversidad de izquierdas y discursos políticos y los subsecuentes regímenes, resultaron de amplias convergencias político-sociales que articularon movilización popular con la asunción de vías electorales.
De regreso del radicalismo insurreccional de los 60s y 70s, nuevas estrategias empezaron a formularse con éxito. Estas izquierdas asumieron la dimensión nacional como punto de partida para la inserción negociada en lo global. En nombre del interés nacional reivindicaron los recursos naturales. Revalorizaron al Estado como ordenador de la diversidad social y factor clave de la articulación externa. También regulador de aquello que el mercado ni resuelve ni es competente.
En 1998 irrumpió Hugo Chávez. Ganó ampliamente las elecciones y asumió el gobierno en febrero de 1999. Lo hizo a su estilo pugnaz y confrontacional. El chavismo como huracán tropical sacudió Venezuela y el continente. La experiencia nacionalista bolivariana fue producto de la revuelta popular contra el viejo régimen corrupto, y Chávez fue su expresión política. El antecedente crucial fue el “Caracaso” de 1992 de resistencia al plan de ajuste neoliberal implementado por el régimen corrupto de Carlos Andrés Pérez.
El proyecto bolivariano, el llamado socialismo del siglo XXI, desplegó una política que cuestionó la forma excluyente de reparto de la renta petrolera, permitió el despliegue de una amplia movilización social popular, la politización de las FFAA y tuvo una enorme vocación de incidencia en la política continental, apostando por la soberanía frente al imperio. La apuesta y sus alcances continentales eran enormes, lo eran por lo tanto también los riesgos.
Tempranamente se desató contra Venezuela una guerra de baja intensidad. El 11 de abril del 2002 un intento golpista de la cúpula militar, la derecha política y el empresariado, proclamó presidente de la República a Pedro Carmona, el cual fue reconocido de inmediato por los EEUU. Derrotado por la movilización popular, el golpe fue más bien un detonador que permitió al chavismo pasar a la contraofensiva. Fue el momento de quiebre, aún más importante que la propia victoria electoral de 1999 iniciándose la etapa de auge del chavisno, que se vio favorecida con el alza de los precios del petróleo.
Pero la derecha golpista se reorganizó y, con el auspicio de los EEUU, empezó la larga marcha del desgaste económico y la presión política que, sumados a los propios errores del proceso, condujeron a Venezuela a la crisis económica y política.
En similar perspectiva se sitúan Evo Morales, quien recupera la tradición nacionalista y popular de Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, quien logró sacar a su país de una inestabilidad política arraigada. Sus apuestas son por la transformación en democracia, capitalizando el desgaste de las viejas clases políticas y la dinámica de los movimientos sociales, asumiendo la democracia más como una forma de organización social igualitaria que como mecanismo institucional. Aceptan los riesgos de la globalización, refuerzan el rol Estado en la producción y la redistribución, y reivindican los recursos naturales para financiar las políticas públicas.
De otro lado, el PT brasileño, el socialismo chileno, el Frente Amplio uruguayo y el peronismo argentino, venían de luchas contra dictaduras militares, lo que los distanció del viejo discurso de izquierda, internalizando la democracia como eje central. Su apuesta era configurar alternativas al neoliberalismo hegemónico, en un contexto de globalización. Pragmatismo en lo económico y énfasis en lo social: políticas de crecimiento para asegurar programas sociales. Aprovecharon el ciclo de alza de precios de las materias primas que produjo bonanza fiscal. Una nueva visión de los procesos de regionalización e inserción de América Latina en el mundo globalizado, les hizo impulsar mecanismos de integración regional, la complementación energética y productiva y la coordinación de la política exterior. Asumieron la lucha contra la exclusión social evitando — no siempre con éxito- el choque frontal con la derecha. Aceptaron las reformas neoliberales reconociendo sus limitaciones y propusieron programas contra la pobreza y la exclusión. Si un logro de esta izquierda fue reconocer la complejidad de los escenarios en que debían aplicarse las grandes ideas, el precio de dejar el ideologismo fue abandonar principios esenciales, pasando del pragmatismo al oportunismo.
Por su significación, el PT merece mención aparte. De sus banderas y luchas originarias de un perfil más socialista, queda poco, consumidas entre acuerdos con el gran capital, medidas de ajuste y burocratización. El PT se asoció a corporaciones petroleras, constructoras, capitales agroindustriales y entidades financieras para afianzar el liderazgo de Brasil en América Latina. Su crisis empieza el 2013 con movilizaciones juveniles y las huelgas que mostraban un descontento social que la derecha aprovechó. El PT jugó a la negociación por arriba y una de las consecuencias de esta política fue bajar la intensidad de la movilización social y política por abajo. Salpicado por la corrupción, el PT enfrenta hoy el cerco de una ofensiva mediático-jurídica de la poderosa derecha brasileña y que es auspiciada desde los EEUU, que sabe que para desmontar el entramado progresista construido en América del Sur, Brasil es la pieza clave.
XII
Tras una década a la defensiva las derechas del continente rearticularon sus fuerzas a partir de los bastiones de poder que conservaron casi intactos, particularmente en los grandes medios de comunicación, desde los cuales fueron estableciendo agendas, deformando realidades y preparando el terreno para la contraofensiva.
La crisis del 2008 precipitó los reacomodos de fuerzas. La economía mundial se ralentizó, y aunque el gigante chino mantuvo un tiempo capacidad de arrastre respecto a América Latina difiriendo la caída, la disminución de la demanda mundial de materias primas golpeó nuestras economías, cuyas matrices productivas no han sido modificadas en sus fundamentos. El problema fue entonces cómo redistribuir en economías que no crecían. Venezuela entró en trompo y Brasil empezó a tener problemas serios. La crisis erosiona al gobierno de turno, sea cual fuere su signo ideológico.
De otro lado, los Estados Unidos no podían permitir que el Mercosur se afirmara como proyecto sub-regional autónomo. Sus TLC o TPPs, diseñados en favor de las transnacionales y los estados poderosos, no armonizan con los proyectos de soberanía económica. Por eso promovieron un Acuerdo del Pacífico contrapuesto al Mercosur en el cual alinearon a sus Estados incondicionales, México, Colombia, Chile y (lamentablemente) Perú. Obviamente tampoco les agradaba UNASUR como espacio de soberanía política.
América Latina, convertida en otro territorio de la disputa hegemónica entre EEUU y China, exigía a los primeros socavar los proyectos autónomos, pues su diseño estratégico, al haber perdido la batalla comercial, se concentra en lograr los posicionamientos y alineamientos político-militares geoestratégicos. Para lograrlo alienta a las derechas retrógradas y sin proyecto nacional a recuperar el control de los estados.
Un tema que requeriría de análisis aparte es el de las clases medias. En Venezuela estuvo opuesta casi desde los inicios al chavismo, pero fue radicalizando su rechazo, conforme la situación económica las empobrecía. En Argentina en cambio, el Kitchnerismo dio oxígeno a una clase media en cuidados intensivos, la que, una vez salida del coma al que la llevó el neoliberalismo, se puso de a la cola de la derecha macrista.
Un último y crucial problema es el de la corrupción. Real y contundente, fue resultado no solo y no tanto de las vocaciones de enriquecimiento de los individuos, como de la misma naturaleza de la democracia liberal, anclada en costosas campañas, maquinarias publicitarias y clientelaje, todo lo cual requieren ingentes recursos. Convenientemente publicitada por los medios de comunicación de la derecha, la corrupción produjo el desgaste de gestiones de gobierno prolongadas y que pasaban por dificultades.
XIII
Al reflexionar sobre el ciclo que parece llegar a su fin y lo que nos dejan como grandes lecciones, es bueno tener en cuenta algunos elementos.
El primero es que se trató de exploraciones sobre nuevas vías más no recetarios o modelos a ser aplicados. Es fácil ahora señalar sus limitaciones e incongruencias respecto a eventuales paradigmas ideológicos, pero es indiscutible que permitieron la construcción de sujetos sociales, empoderaron a los de abajo y variaron los sentidos comunes. Podría decirse que adquirió sentido aquello anunciado por Fidel Castro en la II Declaración de la Habana: “Ahora sí la historia tendrá que contar con los pobres de América”.
Lo segundo es que el cambio se da en medio de una crisis capitalista, con otra situación de los aparatos estatales y regímenes poco sólidos económicamente y con menor control sobre los movimientos sociales. Desmontar lo avanzado por los años de gobiernos progresistas no será fácil ni sin resistencias. Si la derecha gana las elecciones en Brasil ¿Cómos sería ese régimen? Débil, inestable, enfrentando luchas sociales. La fuerza social que dio sustento al progresismo y los sectores populares que buscan el cambio siguen actuando, y continuarán expresándose en los mismos u otros proyectos políticos.
Lo tercero es que no solo se trata de la disputa entre modelos económicos. El capitalismo imperialista es mucho más que una economía. En su etapa actual de crisis hegemónica y de acumulación expoliadora es un sistema que funciona como una guerra contra los pueblos, como un modo de acumulación por exterminio, basta ver como ha dejado el oriente medio para entender de lo que hablamos. Ese futuro no nos es ajeno. México es un espejo en el que deberíamos mirarnos. Los miles de muertos y desaparecidos no son una desviación, sino su núcleo, cuyas partes integrantes, de la justicia al aparato electoral, de la escuela a la academia, le son funcionales. Los hechos de Ayotzinapa y Nochixtlán muestran cómo funciona hoy el sistema.

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