sábado, 27 de marzo de 2021

PETER PAN

Cada vez que hay luna llena yo cierro las ventanas de casa, porque el padre de Mendoza es el hombre lobo y no quiero que se meta en mi cuarto. En verdad no debería asustarme porque el papá de Salazar es Batman y a esas horas debería estar vigilando las calles, pero mejor cierro la ventana porque Merino dice que su padre es Joker, y Joker se la tiene jurada al papá de Salazar. Todos los papás de mis amigos son superhéroes o villanos famosos, menos mi padre que insiste en que él solo vende seguros y que no me crea esas tonterías. Aunque no son tonterías porque el otro día Gómez me dijo que su papá era Tarzán y me enseñó su cuchillo, todo manchado con sangre de leopardo. A mí me gustaría que mi padre fuese alguien, pero no hay ningún héroe que use corbata y chaqueta de cuadritos. Si yo fuera hijo de Conan, Skywalker o Spiderman, entonces nadie volvería a pegarme en el recreo. Por eso me puse a pensar quien podría ser mi padre. Un día se quedó frito leyendo el periódico y lo vi todo flaco y largo sobre el sofá, con sus bigotes de mosquetero y sus manos pálidas, blancas como el mármol de la mesa. Entonces corrí a la cocina y saqué el hacha de cortar la carne. Por la ventana entraban la luz de la luna y los aullidos del papá de Mendoza, pero mi padre ya grita más fuerte y parece un pirata de verdad. Que se cuiden Merino, Salazar y Gómez, porque ahora soy el hijo del Capitán Garfio. FERNANDO IWASAKI PERUANO 2004.

ES QUE SOMOS MUY POBRES

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan reciente cortada. Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río. El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño. Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca…Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta. A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen La Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder en algún lugar donde no les llegara la corriente. Y por otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quien sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años. Mi hermano ya yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y solo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a La Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos. No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen. Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua nueva y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que la ayudaran. Bramó como solo Dios sabe cómo. Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río, si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Solo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba. Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos. La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con mucho trabajo había conseguido a La Serpentina desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes. Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que le enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces cuando uno menos se lo esperaba, allí entraban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima. Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas. Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere que vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, solo por llevarse también aquella vaca tan bonita. La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere. Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos”. Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de acote, crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención. - Sí - dice- , le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal. Esa era la mortificación de mi papá. Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella. Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición. JUAN RULFO (Mexicano) 1953

lunes, 1 de marzo de 2021

LA OTRA CARA DE HUAMÁN




No vale la pena esperanzarse de lo que viene fácil; porque como vino, se puede ir. Me ha sucedido con las vasijas y la antara, tomadas de quien tal vez, un día, fue un bravo guerrero.
Hace seis noches, cuando volvía de haber ayudado a limpiar el canal de regadío comunal, por el atajo a Copara, chispearon lucecitas en el cerro, como señalando mi destino. Sin dudarlo, me acerqué a localizarlas. Cuando tuve los destellos bajo mis pies, excavé con pico y pala, seguro de que algo encontraría. La luna reveló los adobes, que contorneaban un entierro. Esperé que los gases se disiparan, mientras saboreaba los beneficios del hallazgo. Siempre hay quienes buscan antigüedades y ofrecen buen precio por ellas. Seguí cavando hondo, hasta palpar bultos. Se trataba de restos.
Un par de cabezas de rivales degollados, cosidas las bocas con espinas y las frentes traspasadas por una cuerda, homenajeaban al guerrero; una porra y una guaraca, conformaban sus pertrechos. Nada de eso toqué, para que tuviera aquel con qué hacerse respetar en el otro mundo. Solo retiré los dos ceramios, pidiendo su perdón y su permiso. De uno pendía la antara de carrizo adornada con un penacho y moldeaba el rostro de un combatiente, tatuado en cada pómulo, con una cabeza de halcón. El otro, en forma de pez con dentadura terrible, provocaba sobresalto a la primera mirada. Cuando los vendiera, compraría instrumentos para iniciar con ellos mi propio quehacer. Como dicen mis padres, ya tengo la edad en que uno debe hacerse de familia y buscar su propio camino.
Había planeado trabajar como peón en alguno de los frutales de la comarca, ahorrar algo de dinero y, de ese modo, comenzar mi independencia, cuando los destellos pusieron en mis manos el pequeño tesoro nasca.
Será que ofrecí las piezas a las personas menos indicadas, o que Ruperto Anaya, huaquero empedernido, me delató para que no le hiciera competencia. Hoy me encuentro en la comisaría, acusado de traficar con los patrimonios culturales de la nación, bajo la presión de firmar un acta y pagar un rescate.
De no hacerlo, el comisario me asegura que iré directo a la cárcel.
No he firmado el acta, porque solo indica la incautación de una vasija —la del guerrero tatuado—, y nada más. ¿Y dónde fue a parar la otra, de temible aspecto? ¿Y el instrumento de cañas, que taladra melodías en el viento? En efecto, si tengo que suscribir la verdad, es que fueron tres objetos. El monto del rescate «para soltar al indio traficante» —según remarca el comisario— asciende a cinco mil soles. Se lo acabo de contar a mi padre, que me ha visitado y se ha puesto triste; pues no tenemos dinero, apenas unos pocos animales.
—¿Cómo te atreves a estar rebuscando y vendiendo cosas de antepasados, hijo? —me ha regañado.
No he tenido excusa con qué apelar. El mal está hecho, lo sé. A mi favor, pesa el haber cerrado la tumba; aunque del castigo, todo indica que no escaparé, sobre todo por el pez dentado, el mismo que el comisario ha ocultado o vendido, quién sabe. Se trata de Boto —la orca—, advirtió pálido mi padre, y aseguró que tiene poder: es «el devorador de hombres».
Si algo me espera como un animal hambriento, es el presidio. Hasta he pensado escapar a la primera oportunidad, pero ellos no han aflojado la guardia durante el par de días en el calabozo, un hueco al fondo de un pasadizo, desde donde puedo escuchar lo que se habla arrimándome a las rejas, y así estar al corriente de lo que ocurre en la recepción misma. La gente viene a presentar sus denuncias: que le robaron tal cosa, que en una riña perdieron los dientes, que el ganado del vecino estropeó el cultivo. El comisario no hace sino tratarlos con desprecio. Destaca en eso. A la plata, no la desprecia para nada. En cada ocasión, está viendo cómo sacarle algo a cada demandante.
En una esquina del calabozo, haciendo mis necesidades, reviso las inscripciones de los detenidos en las paredes: «Aquí estuvo Juan Domínguez, Retaco, y paró su goma», «El corazón de Jesús llora por mí», «Caí al hoyo por una puta», «La envidia nos corroe», «Dame otra oportunidad, Señor», «El comisario es un chuchasumadre, se quiso montar a mi mujer», «No retes al destino». Son las expresiones más notorias.
La única persona que viene sin ánimo de denuncia, es la chica que vende tamales para el desayuno. Me gusta la forma como sus ojos bailan, cuando los guardias la dejan por un momento para atender otros asuntos. Observa dónde se encuentra cada uno, el despacho del comisario, las ventanas, la armería, el dormitorio, y hasta mi calabozo. Cuando se va, ellos la miran y celebran: «¡Buen culo tiene la chola!». Incluso han apostado a quién se la tirará primero. Ella se muestra coqueta. Si les sigue dando confianza, pronto la van a confundir y acosar; para eso son buenos, aunque no es una muchacha lugareña.
El comisario ha ordenado verme. Fumaba sentado detrás de su escritorio, con aires de importante. La antigua pieza de alfarería —sobre la mesa— pareció querer decir algo, y, en cada pómulo del guerrero, vi refulgir los ojos de los halcones.
—Para que veas que soy buena gente contigo —inició el comisario—, te la pongo fácil: pórtate con mil quinientos, firmas, y te suelto.
—Pero falta la orca…
—¡Firma callado, Huamán, que el resto no te importa! —vociferó. Luego, escrutándome, humeando como chimenea, soltó su burla—: ¡Míralo, hasta parece tu retrato!
Venancio Huamán es mi nombre y mis raíces se afincan en estos parajes; en cambio él, dizque limeño es.
—Déjeme pensarlo —le propuse para ganar tiempo, con la esperanza de que mi padre lograse juntar el dinero.
—¡Conchetumadre, piensa rápido; porque mañana mismo te remito a la carceleta, y de ahí para la cana hay solo un paso! —amenazó, colérico—. ¡Regresen esta mierda al calabozo!
Desde entonces, todos permanecemos en silencio. La tensión domina cada espacio del edificio. La prisión me llama con su resonancia de rejas y candados. Ellos han recibido una alerta por radio y, a la sazón, el comisario ordena limpiar las armas y montar la vigilancia. Es más difícil que pueda escapar. Tampoco puedo dormir, de pura ansiedad. Salir de la cárcel siempre es más difícil que entrar en ella. Boto devora al hombre, por bocados. Cuando te das cuenta, eres otro; los sueños, los proyectos, han sido arrancados a puras dentelladas.
Veo un guardia vigilando por la ventana. El comisario ronca. Un búho cruza el cielo lanzando un alarido prolongado. Oigo un objeto pegar en el tejado, como si fuera una piedra lanzada desde muy lejos con una guaraca. El guardia, que hace de centinela, exclama un ‹‹¡carajo!››. Desde el dormitorio, alguien despierta y demanda: ‹‹¿Qué pasa?››.
Me aferro a los barrotes.
No puedo continuar detallando los sucesos, porque un estruendo tira abajo el tejado. Me arrojo al piso, cubriéndome del granizo de fragmentos de maderos y tejas. Los tiros sueltos y las ráfagas anticipan el rugido: «¡Ríndanse! ¡Entreguen las armas!». Los guardias todavía responden el fuego. Una mujer grita: «¡Ríndanse o lanzamos otra carga!». Los efectivos se desconciertan, un silencio de duda los atrapa, no hay tejado que les proteja de nada. El castigo de Boto ha llegado.
—¡Levántese! —me ordena una voz de mujer joven.
Reconozco en ella la mirada que me place. En lugar del canasto con tamales, porta una metralleta.
Salgo por las descalabradas rejas, avanzo por las ahuecadas paredes del pasadizo, choco con los escaparates caídos y el escritorio del comisario, aplastado. Sobre el piso, entre los residuos de una gaveta, diviso la antara y la tomo. Afuera, el comisario y su tropa, sobre el pavimento, en ropa interior y con los grilletes puestos, apenas levantan la mirada. Un grupo de jóvenes traslada la armería completa hacia una camioneta estacionada. Busco el Boto, entre los escombros, y no lo hallo. El huaco de los halcones se ha quebrado en dos piezas. Lo recojo. La muchacha, que parece comandar el grupo, con un movimiento del brazo, me incita a ir con ellos. Dudo.
—¡El miserable abusivo, párese! —ordena ella, apoyada por otros.
Entre los rendidos, se percibe un aire de confusión, un rumoreo parco, sin que alguno decida levantarse.
—¿Es necesario que le llame, capitán Aguirre? —señala.
No puedo decir que me alegra, pero siento un fresquito en el pecho, una emoción escondida y lejana. Ahora pues, señor comisario. ¿Por qué el rostro deformado? ¿Por qué apenas oímos la solicitud de perdón que balbucea su boca? Es conducido al interior de la comisaría.
Desde la camioneta, jóvenes menores que yo, insisten:
—¡Venga, incorpórese a la lucha!
—¡Vamos, compañero!
¿Compañero? Apenas soy un muchacho buscando un camino. Alguien rescatado de una mazmorra, quien solo cuenta con una antara y un ceramio roto, al que ustedes remiran con asombro.
—¿Por qué no dejas eso y vienes con nosotros ahora mismo? —me propone un chiquillo, de baja estatura, ofreciéndome en alto uno de los fusiles capturados.
—Cada cosa tiene un valor distinto —reconozco.
Cuando se dispone a responderme, oímos una descarga que nos silencia a todos.
La joven todavía se da un tiempo para reprender a los donjuanes aplanados. Es una mujer distinta. No tengo memoria de haber visto ni oído algo semejante.
¿Boto me ha de absolver o devorar, según el camino que tome?
El discurso ha terminado.
—¡Venga con nosotros, compañero! —insiste ella, con un pie en el vehículo.
Comienzo a soplar las cañas de la antara. El instrumento vibra conmigo. Una melodía, como venida del mar embravecido, nos envuelve. Subo trenzando a la camioneta, resoplando, con el ceramio fracturado a mi costado.


ÓSCAR GILBONIO


EL DIOS DEL REVÓLVER

 



Era la época del bandolerismo iqueño. De Lima venían refuerzos para proteger la escasa dotación de gendarmes acantonados en la Provincia. El tren era resguardado por parejas de guardias a fin de impedir los asaltos que constantemente se sufría. Los camioneros se juntaban para trasladarse en convoy y así hacer frente a cualquier agresión. Era la etapa de la ley del revólver. Del revólver que imponían esos fieros hombres marginados de la sociedad y que contestaban, sin contemplaciones, los agentes del orden. Un policía muerto hoy en Chanchajalla, otro en Guadalupe, dos por la pampa de Los Castillos y al mismo tiempo, represalias y muerte de un asesino y cuatro o cinco campesinos inocentes.
Dícese que José Morón, el bandolero más famoso de toda la comarca, había decretado el exterminio de los custodios del orden, saqueo, y la captura vico de “Llamita” Campos, un soplón de la policía uniformada. Había ofrecido Morón, no solamente cincuenta reses del mejor ganado, cereales, vino y carneros de su majada, sino además mil pesos de plata, al integrante de su banda, o al de cualquier otra, que se lo diera vivo.
¿Quién era Llamita Campos? ¿Qué había hecho para merecer tanto, siendo apenas un detestable soplón como cualquier otro? ¿Qué significaba para Morón, si era solo otra pieza más del ajedrez de sus perseguidores? Cierto que Llamita – un repugnante hombrón, inescrupuloso, cobarde y vil – era conocido por sus bajezas, sensualidades y atropellos; pero, ¿podría Morón tirar la primera piedra de inocencia en esto mismo? Claro que él se envanecía de ser un valiente, de esos que matan de frente, de esos que afrontan el peligro, de esos que roban de día y luchan contra el fuerte y protegen al débil, de esos que no abusan de niños ni mujeres… ¡sobre todo de mujeres!...
Y es que ha oídos del rey del desierto, del amo de caminos, del Dios del revólver, había llegado la noticia que, durante el allanamiento por la policía, de una de sus casas en Ica, un hombre gordo y salvaje, al que apodaban Llamita, había abusado de Narda una de sus mujeres, después de golpearla brutalmente al negarse a sus requerimientos. Esta mando a decírselo y desde entonces el perseguido decretó esa siniestra, terrible, implacable orden.
II
“La Voz de Ica”, diario regional, no cesaba en noticiar de los frecuentes asaltos que eran víctimas, en el trayecto a la ciudad, tanto para Lima como para Nasca, innumerables arrieros, camioneros que se quedaban aislados debido a un desperfecto mecánico, o ricos hacendados de la zona. Sobre todo éstos. Habían hecho causa común frente al peligro, organizando sus resistencias y formando una bolsa de muchos pesos, a fin de colaborar con la policía en los gastos que demandase la represión. Se daba cuenta asimismo, del curioso hecho que durante algunos asaltos, los bandidos no robaran nada, pudiendo hacerlo, y solo se conformaban con comprobar la identidad de la gente que viajaba. Evidentemente estaban tras las huellas de alguien. Olfateaban a alguien…
Y el hallazgo no se hizo esperar mucho. “La Voz de Ica” volvió a noticiar diciendo que un grupo de dos policías uniformados y dos civiles, habían sufrido una emboscada de los bandoleros sureños y tras de una feroz refriega, fueron muertos dos policías y capturado uno. Se trataba del investigador Campos, conocido con el apelativo de Llamita.
Y en efecto en dicha emboscada había caído el hombre tan buscado, ese sobre el que se otorgaba grande gratificación. Vendado y con los brazos atados a la espalda, fue conducido a un solitario paraje, disimulado entre las primeras estribaciones de los contrafuertes andinos. Era una covacha miserable, más de cubil que de casa. Una palmera vencida por las hojas la cubría en buena parte y un montículo, que daba paso a una pampa arenosa, le servía también de camuflaje.
Puesto ahí desvendado pero con ataduras, un bandido le dijo:
- Duerme, mañana temprano te verás con Morón.
III
- Escoge – le dijo Morón, mostrándole sobre la mesa dos revólveres.
- Uno tiene tres balas, el otro ninguna.
Llamita vaciló, ojeó con reticencia las armas cachas blancas, cuyos tambores estaban cubiertos por pañuelos, y lanzándole una mirada de crudelísima ironía, exclamó:
- ¿Y desde cuándo un bandido es caballero?
Morón rugió:
- ¡Desde hoy! ¡escoge si no quieres que te mate como un perro! ¡No me dará lástima tu cobardía!
Campos dudó, tentó, cogió tras brevísimo palpar un arma, y la señaló:
- ¡Esta!
- Tienes suerte… es el revolver cargado, bien sal a la pampa ahora, y si disparas antes de que estemos al frente morirás. Pero si luchando me matas, he dispuesto que te dejen libre.
Y salieron. Era un mediodía esplendente, sobre el yermo, el sol se fundía en un abrazo de lascivia, quemaba la arena. No había “paraca”, pero en cambio se erizaban los pelos y la sangre. Como a diez metros de separación, dos hombres, revolver en mano, se retaban. No habían defensas. La arena tan solo. En el centro dos guardaespaldas, también armados, esperaban dar la señal. De pronto…
- ¡Fuego!
Campos se lanzó hacia Morón. Apuntándole, disparó su primer tiro. Dio este un salto tigresco y escapó al balazo. Lo persiguió Llamita. Morón corría en semicírculo, como una danza macabra, evitando ser blanco fijo. Y sonó el segundo balazo. ¡Nada!. El móvil blanco seguía rodando sobre la arena, adonde se habría tirado, ágil como un puma para evitar el plomo. Y cuando Campos se aprestaba a dispararle el tercero, un hondo dolor sintió en la mano a punto que le hizo arrojar el arma. Morón le había lanzado como artero proyectil su propio revolver. Y al advertir que su contrincante quedaba ahora inerme, se lanzó sobre él trenzándose en singular combate cuerpo a cuerpo.
Era ahora la lucha de dos colosos. Campos pugnaba por aprehender su revólver. Estaba a menos de un metro. El otro el vacío, a treinta centímetros, pero ese no importaba. El brazo de Campos se alargaba hacia su ansiado medio, arañando tan solo la arena caliente. La potente fuerza de Morón se lo impedía. Lograron erguirse. Morón cogió a sus contendor, y con suprema fuerza lo arrojó en la tierra, luego se abalanzó sobre Campos. Rodaron. Y al rodar lo hicieron sobre ambos revólveres. Sonó un disparo. El cuerpo de Campos se empapó de sangre.
Los bandidos allí presentes se miraron vis a vis. Nadie había disparado el tiro. El asombro cundió en todos los ojos, cuando al incorporarse Morón, unas volutas de humo aún enroscaban su Smith Wesson cacha blanca.
- El arma se ha disparado sola – dijo uno.
- ¡Asombroso! – replicó el otro.
- ¡El dios del revolver! – corearon todos.
Cuento de: RAÚL ESTUARDO CORNEJO
(Del libro Sangre en el Yermo, Ica 1971)

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