miércoles, 14 de agosto de 2019

Alqu Mayo (cuento de Jordan Suarez Huarcaya)




Muy temprano Aurelio Cusi despertaba con el primer lucero que aparecía en el cielo, daba la voz a toda la familia e iniciaba el día siempre en la compañía de Alqu Mayo, su perro. Con él iba a ordeñar las vacas, para esperar el suero y alimentarse bien en los años buenos, ya que cuando había sequía el pobre disputaba los granos de trigo con las palomas y envejecía mucho caminando hacía lugares que tengan agua o verde, de esta forma poder sobrevivir en los andes peruanos. Un día, su dueño no despertó y el animal intrigado por la interrupción de la vida cotidiana, lo fue a buscar dentro de la casa, casi nunca lo hacía, desde muy pequeño lo adiestraron a cuidar las vacas y carneros, por lo tanto, debía dormir en el corral e ir a donde ellos vayan, algunos días se divertía; pero los otros días la pasaba preocupado ya que el semblante de don Aurelio y la de su hijo Jacinto le decían que estaban en apuros.
Al entrar en la habitación, miró hacia arriba y no vio estrellas, el lugar era pequeño de estatura, la pequeña puerta, el pequeño banco de piedra, una cama hecha de palos, tendida con sabanas de cuero, era lo único grande que existía en ese lugar oscuro, lleno de muerte, le pasó la lengua por su rostro y se estremeció por lo helado de su cara, era su dueño, no pudo hacer nada, tal vez la luz y la vida se apagan casi siempre de noche, sin que nos demos cuenta, se nos van nuestros seres queridos. El perro entendió allá arriba, que existen momentos de dolor y todos nos vestimos de negro en un largo momento de tristeza.
Jacinto llegó como a las diez de la mañana. A una distancia considerable pudo ver la estancia de papá, se preocupó porque los animales aún estaban en el corral, pudo percibir un silencio como si los cerros hubiesen callado para siempre, apuró el paso, dejando parte del equipaje al lado del camino debido a que pesaba mucho, silbó a Alqu Mayo.
-       Fui, fuiju, juiiiii
El perro abandonando el pequeño recinto, sale a la parte exterior y lanza aullidos estremecedores, corre hacia el río, en dirección de Jacinto. Dejaba momentáneamente a la muerte para ir donde estaba el sonido, la palabra, la voz, el llanto. Jacinto ya imaginaba el desenlace de su padre, había partido hacía Samaca en busca de medicinas. Los pueblos son muy dispersos, la gente se agrupa para afrontar la muerte en Distritos, son muy pocos los que tienen la suerte de contar con un Puesto de Salud, pensar en hospitales es un sueño. El año pasado las lluvias torrenciales y el helado viento, dejaron muy débil a un hombre de 70 años de edad, sin contar con la furia del sol que quemó las hojas de los alfalfares, de verde que era el pueblo se volvió amarillo, la naturaleza nos castiga pensó Jacinto después de ver a su padre tendido en el piso cubierto con frazadas, el tigre dibujado en el abrigo rugía muy amargo. Ahí en el patio, lugar donde tendieron boca arriba a Don Aurelio, estaba su perro y fiel compañero Mayito, como el difunto lo llamaba cariñosamente, el alqu, escondía sus orejas y cuando escuchaba algún ruido, las paraba y las movía de norte a sur.
Pasado una semana, Jacinto con la ilusión de estudiar decide tomar el rumbo de los ríos, aquellos que bajan con dirección al oeste, los que últimamente ya no braman sino gritan, no entendemos por qué ellos también han cambiado el tono de su canto, antes era dulce, tocaban con ternura sus riberas, jugaban con los niños, daban de beber a los animales, tenían su andar tranquilo hasta llegar al mar. Papá ya no estaba en casa y él se encontraba muy solo. En la tarde, mientras divisaba la muerte del sol en el horizonte se puso a cavilar: “Lo único que me dejó fueron estás dos botas, del tiempo de la guerra interna, un oficial llegó por la estancia, según me contó mi viejo, estos terrenos no eran de la comunidad, eran de su tío que se encontraba en Estados Unidos, le pidió que cuidara sus bienes, nunca hemos tenido nada, estos zapatos son los único que me acompañan en el camino”. Ya se había echado a andar un buen trecho por la quebrada, mientras tanto desde el cerro más elevado escucha ladridos, no quería continuar su vida llevando a un perro a la costa, tendría más problemas, sobretodo en su alimentación, su mochila contenía unos trozos de queso y dos bolsas de cancha, en dinero tenía más suerte, él vendió algunas inyecciones que no usó su padre y pudo obtener 30 soles. Nunca le dijo ven o vámonos, tampoco pensó que lo iba a seguir, ya que no se apartaba del lugar que servía como cementerio en el anexo de Llautacha, sin duda extrañaba mucho a su dueño.
Ambos continuaron por el curso del río que servía de camino, las cuencas hidrográficas también tenían compañía, eran las carreteras que como serpientes se enroscaban por todas las laderas de los cerros, sean grandes o pequeños, también servían para llevar personas, y algunos productos en los buenos años a los mercados de la capital Lima. Pasaron dos días bajando y subiendo cerros, en la tercera tarde los andenes desaparecieron, la costa les mostraba una inmensa pampa, campos eriazos, el color verde ausente, un rostro pálido muy parecido a la chicha de maíz se apoderaba de su visión, el perrito que había batallado con don Aurelio (diez años en los andes) ahora empezaría una nueva vida en lugares cálidos, su lengua siempre paraba botando agua, olfateando la ropa de las personas, quizá sonriendo al no tener que trepar largas distancias, caminar era demasiado fácil.
Subieron a un camión, pues los ómnibus no dejaron subir al animalito, casi se queda en Palpa, le querían dar un poco de ciruelas a cambio. El trayecto y las peripecias presentadas en cada kilómetro unieron mucho a Jacinto y Mayito, ya encima del ocasional medio de transporte ambos se quedaron dormidos, fueron despertados por el ayudante del vehículo de carga cuando estaban estacionados en un garaje cerca de un río lleno de basura, el lugar era conocido como Acomayo, la urbe tenía el nombre de Ica. Un señor de tez blanca era el dueño del corralón, ni bien logró ver al chiquillo lo interrogó.
-       ¿De dónde eres makta?
-       Soy de Llautacha señor
Ya no quería responder, tuvo cierta desconfianza, dudó mucho al ver un señor hablando quechua en plena costa, es blanco todavía pensó. Entró en confianza cuando observó a Mayito jugar con los galgos del estacionamiento, una señora les trajo algo de comer para él y su perro, el can ya había compartido con sus pares unos buenos trozos de pollo. Le propusieron que se quedará administrando y cuidando el local, ya que su hijo no podía estar mucho tiempo en casa, pues estudiaba en la Universidad la carrera de Ingeniería Ambiental, aunque la zona era muy peligrosa, también albergaba a gente buena. Por aquí las palabras discriminación, delincuencia y corrupción eran el pan de cada día; pero con mucha suerte pudo empezar a estudiar la primaria en una Institución Educativa cercana, gracias a la comprensión y apoyo de un desconocido.
Una noche de fiesta en la ciudad, los perros no cesaban de ladrar, los delincuentes al no poder ingresar a robar las pertenencias de los transportistas, lanzaron panes con veneno, Mayito de alma noble, nunca imaginó de la existencia de gente mala, los otros perros no comieron el bocado, pues se habían criado toda una vida en la ciudad, el animalito aunque viejito dormía de día y conservaba la atención de los peligros por las noches, cuidaba de sus amos todo el tiempo, daba amor a la persona que le brindaba cariño y atención. Jacinto y el hijo del dueño al volver lo vieron con vida, comenzaron a darle agua con jabón, ya era demasiado tarde, falleció con la boca llena de espumas. A lo lejos se escucharon como nunca el sonido de las campanas, la ciudad fue sorprendida con la muerte del pequeño animal.


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