domingo, 15 de enero de 2017

ENÓLOGO, cuento de Darío Vásquez Saldaña


                                                                             A José Hernández Calderón

Todos los profesores de la Universidad asistieron a la reunión. La convocatoria tuvo el objeto de dar la bienvenida al nuevo catedrático, José Hernández Calderón. A la salida, el doctor Alejandro Pezzia Assereto lo abordó:
—¿Es usted de Tate, profesor Hernández?
El recién incorporado docente contestó afirmativamente.
—¿Pariente de don José Pasión Hernández Ascencio?
—Soy su nieto.
—Es un placer para mí, saber que un descendiente de mi gran amigo José Pasión Hernández, sea ahora mi colega. ¿Me acepta un pisco sour, profesor?
El doctor Alejandro Pezzia Assereto, conferencista nacional e internacional, enseñaba Historia y Antropología en la Universidad. Era un autodidacta, nada más ni nada menos, como nuestra grande María Rostworowski.
No fue un pisco solamente, debieron ser innumerables. Detrás de cada chascarrillo, la palabra se remojaba jubilosamente con tan agradable ambrosía. Los vapores del licor, al parecer, tuvieron el efecto de estimular la memoria de don Alejandro, que se puso a relatar a su colega, una sarta de anécdotas que había compartido con don José Pasión.
—Tuve la suerte y el honor de ser uno de los amigos de tu abuelo —dijo el arqueólogo— y, sin ningún ánimo pretencioso, puedo afirmar que llegó a considerarme su mejor amigo. A pesar de ser mucho mayor que yo, su confianza y su sincera amistad, me hacían sentir su yunta, como dicen los jovencitos de ahora. 
“Esa amplia casona —si existe todavía— me trae muchos recuerdos. Las paredes altas de enormes adobes, parecían dar pábulo a la leyenda muy difundida en la comunidad, de que fueron construidas por esos hombres extraordinarios, a quienes la gente los menciona como gentiles. Las puertas eran de madera, de corazón de huarango, y las llaves tan grandes que parecían sopletes, como los que usan en los talleres de ahora para pintar vehículos. 
“Las ventanas, construidas junto al techo, mantenían en perfecta iluminación y ventilación la espaciosa vivienda. 
“Si no iba a visitarlo, tu abuelo me hacía llegar la invitación, para probar sus nuevos productos. ¡Qué deliciosos piscos y vinos se tomaba en la bodega grande, que quedaba junto a la casona! Estas visitas terminaban, generalmente, en unas infernales borracheras. Muchas veces tuve que regresar a mi casa después de dos o tres días. Los vinos de don José Pasión debieron ser comparables o tal vez superiores, a los que bebía el dios Baco, aquel borracho empedernido de la mitología, o a los que se ofrecían a los dioses griegos del Olimpo.
“Era comentario general de que, a pesar del rechazo de los lugareños, el ejército invasor de Chile llegó a establecer un improvisado cuartel en esa vieja mansión”. 
—Sí es cierto —dijo el profesor Hernández—. Y esos miserables no dejaron ni una gota de licor.
—No quiero dejar de contarte —dijo el arqueólogo— que hace tiempo, con el propósito de pasar unas cortas vacaciones, viajé a Estados Unidos de Norteamérica, para visitar a un hermano mío que radicaba en el Estado de Florida. En dicha ocasión me presentó a un europeo de vasta cultura y, sobre todo, muy versado en licores. Era un verdadero placer escucharlo hablar en torno a los licores famosos de países del viejo mundo, especialmente los vinos que se producían en Italia, Francia, Portugal, Islas Canarias y los pueblos griegos. 
“El enólogo francés trabajaba en el país del norte, para un consorcio exportador de licores de gran calidad y fama. Tales licores iban a parar a diferentes países del mundo, para satisfacer los más finos gustos y apetencias. Su especialidad lo llevó a conocer numerosos países fuera del territorio yanqui. Hablaba a la perfección varios idiomas y era muy aficionado a contar chistes de todos los colores.
“En una de las tantas reuniones que tuve con el europeo, le comenté acerca de la bondad del pisco acholado iqueño y, sobre todo, de nuestro vino, cuyo inigualable y portentoso aroma provine de la uva moscatel. Él me contestó que mi hermano le dio muy buenas referencias acerca de nuestros vinos, y, habiendo tomado algunas botellas con él, podía afirmar que su calidad calificaba para venderse en todo el mundo. Si en algún momento le permitiese la oportunidad, tenía el firme propósito de catar esos vinos en las mismas bodegas iqueñas.
“Muy pronto había de llegar la buena amistad y la confianza mutua con el gringo. En cierta ocasión quiso confirmar si era yo peruano, a lo que le contesté que sí, pero que mis abuelos fueron italianos.
“Yo soy parisino. Mi nombre es François Mérimée —dijo el enólogo.
“Cuando le comuniqué que pronto regresaría al Perú, el francés me propuso su deseo de conocer el país. Especialmente Ica, de cuya producción vitivinícola, tenía acertada información. Me pidió mi dirección, solicitud a la que accedí gustoso, para que se sintiera comprometido a cumplir con su deseo. 
“Dentro de tres meses, a más tardar, estaré en Ica —dijo el parisino. 
“Pero yo nunca pensé que un hombre dedicado a los viajes de negocios, por varios países del mundo, con agenda comprometida con cinco o seis meses de anticipación, habría de disponer de su tiempo para venir a visitar nuestra tierra. 
“Pasaron varios meses. “Qué va a venir al Perú este colorado”, decía yo. Pero un día menos pensado, tocaron la puerta de mi casa, y ¿sabe quién fue, profesor?, mi amigo François Mérimée. ¡Adelante! —le dije entusiasmado—, está usted en su casa”. 
Don Alejandro, mostrando una sonrisa contagiosa, que parecía querer soltarla en risa abierta, se quedó callado por el tiempo que le duró tomarse dos copas más.
—¿Y qué pasó después, don Alejandro? —preguntó el profesor Hernández.
—Tengo una anécdota de tu abuelo, que la guardo por mucho tiempo aquí en esta masa gris —dijo el arqueólogo, tocándose la frente con el índice derecho—. Espero que no te vaya a incomodar.
—De ninguna manera. Continúe usted.
—Tan pronto le acondicioné su alojamiento —dijo don Alejandro—, decidí llevarlo a la estancia de tu antepasado, porque consideraba que era el lugar más adecuado para que, un señor de señores, catador de los mejores vinos del mundo, pudiese apreciar los afamados vinos de Ica. ¿Visitamos la campiña? —le pregunté al francés.
—A eso he venido —contestó el enólogo.
Se dirigieron a la plaza de armas de Ica. Ahí se encontraban los automóviles de servicio público. Había que verlos en esa época: los vehículos, los choferes y la atención eran impecables. Un teléfono empotrado en un añejo y grueso tronco de ficus, sonaba continuamente requiriendo los servicios de taxi.
—Llévame a Tate, al pueblo de los colunchos —dijo don Alejandro al chofer—. A la bodega de mi amigo José Pasión Hernández.
—A sus órdenes, patrón —contestó el taxista.
Después de veinte minutos llegaron a la bodega del campesino tateño. Don José Pasión se encontraba parado al final de su casona. La tremenda mansión era bien segura. En su interior, enormes troncos de huarango artísticamente labrados, sostenían las grandes vigas del techo. Habría que imaginarse, ¿cuántos años tendría la casona? Contaba don José Pasión que ahí vivieron sus padres, sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, venidos de Pongo Grande.
Cuando bajaron del taxi, don José Pasión, reconoció de inmediato a su amigo, el arqueólogo, don Alejandro Pezzia. Su rostro cargado de años y de arrugas se sonrojó de alegría. Aquel hombre añoso y fuerte como un huarango, con sus callosas manos de curtido chacarero, apretaron alborozados de emoción, las manos de los recién llegados.
—Es una alegría tenerlos en casa —dijo don José Pasión —. Pasen, pasen adelante. Tomen asiento —les invitó, señalándoles unos antiguos sillones, hechos de madera de sauce.
—El enólogo François Mérimée es francés —dijo don Alejandro, presentándole al extranjero, a su amigo José Pasión—. Distinguido profesional en catar licores. Ha viajado por todo el mundo, durante muchos años, como catador internacional del néctar de los dioses.
Don José Pasión no entendió lo que significaba la palabra enólogo. Sin embargo, hizo una elocuente mueca como si dijera “qué cojudez significará enólogo”.
Don Alejandro Pezzia, al darse cuenta de la preocupación que mostraba el rostro de su amigo, se acercó a él. Cuando le explicó el significado de la palabra enólogo, don José Pasión exhibió de inmediato una amplia sonrisa de satisfacción.
—¿Qué les sirvo? ¡Pisco o vino! —dijo el campesino.
El enólogo francés propuso comenzar con el vino.
Don José Pasión pidió permiso; cogió su añosa venencia y se encaminó a la Oficina, el lugar donde se encontraba una enorme ruma de botijas llenas de vino. No había forma de precisar la cantidad exacta de envases que existía en ella. La Oficina exhalaba una fragancia que invitaba a beber y a seguir bebiendo.
Cada una de las vasijas estaba marcada con las iniciales JPHA. La inscripción de números, con carbón de huarango, en el pecho de cada una de ellas, indicaba con precisión la fecha, el mes y el año de su elaboración.
Don José Pasión introdujo la venencia en una de las vasijas y sacó el vino en la caña hueca y regresó a la sala, dibujando en el rostro su sonrisa característica. Cuando el fragancioso vino Hernández lo vació en una jarra de porcelana blanca, hubo silencio. La expectativa por degustarlo era grande.
Al fin, el bodeguero, llenó su copa y brindó con sus amigos visitantes, luego entregó jarra y vaso a don Alejandro Pezzia.
—Sírvase, amigo; como en los viejos tiempos —le dijo—, está usted en su casa.
El arqueólogo iqueño se sirvió a lo panteonero.
—Está muy agradable —dijo, sonriendo, don Alejandro, y pasó la jarra al enólogo Mérimée.
Antes de beber, el enólogo observó detenidamente el contenido del vaso. 
—Tiene un color excelente —dijo—, aroma agradable y apetitoso.
Volvió a contemplar el vaso. Bebió apenas. Lo saboreó y, seguro de que tenía en sus manos un gran vino, sentenció:
—¡Es un Bocatto di Cardinale! ¡Exquisito! Su vino, a pesar de ser nuevo, tiene consistencia, presencia y gusta al paladar. Lo felicito .Su edad es —y cerró los ojos, como si estaría haciendo un cálculo mental—: tres años, cuatro meses y cinco días.
Don José Pasión se quedó de una pieza. Él sabía que el vino que sirvió tenía tres años, pero ¿tantos meses y cuantos días, con exactitud?, ni Apolo. Sin embargo quiso constatar; fue hasta la botija de la cual había sacado el vino y, cotejando con el fechado del recipiente, comenzó a sacar su cuenta con los dedos: efectivamente, la edad correspondía con gran precisión a lo señalado por el enólogo francés.
“¡Carajo!” —dijo para sí don José Pasión, con una sensación de admiración y temor—. “Este gringo sí que es un brujo, y como tal parece mejor que Petreo, el polaco que vive acá en Pueblo Nuevo, quien llegó al Perú huyendo de Europa, en plena Segunda Guerra Mundial”.
“¡Carajo!” —volvió a soltar el taco mentalmente—. “Ahora le saco el vino que hemos elaborado este año, a ver qué dice este gringo gramputa. ¡A la segunda va la vencida!” 
El campesino regresó a la sala, con los ojos que le brillaban con gestos de triunfador. El licor era nuevecito. 
—¡Salud don Alejandro! —dijo, entregándole la jarra y el vaso.
Don Alejandro Pezzia se sirvió como la primera vez. François Mérimée brindó enseguida.
—¡Salud por Ica y por el Perú! —dijo, emocionado, alzando su copa. Luego saboreó lentamente, pasándose la lengua por los labios—. Este vino tiene la edad de dos meses y nueve días. Es una delicia. El aroma corresponde a la uva llamada moscatel, pero le falta edad para que tenga cuerpo y consistencia. Si tuviera otro vino, señor José Pasión, le vamos a retribuir por su fina atención.
—No se preocupe usted —dijo el curtido chacarero.
Pero don José Pasión estaba muy preocupado. ¿En qué consistía el secreto de adivinación del tan mentado enólogo? Al momento de probar el vino, ¿las fechas le brotaban en la lengua o en el cerebro? No alcanzaba a comprender cómo es que aquel gringo sabía tanto sobre los vinos, y sobre todo de su exacta edad. Volvió a la Oficina y se puso a cotejar el fechado de la botija, del que antes extrajo el vino. Sacó la cuenta hasta por tres veces; efectivamente, no había duda, el enólogo había atinado por segunda vez.
Desconcertado por los aciertos de François Mérimée, a don José Pasión, supersticioso como todo campesino, se le llenó la sesera de muchas dudas. Su menor hija, quien se había asomado por la Oficina para llenar otra jarra, para servir a los familiares y vecinos que llegaron, atraídos por la novedad de la visita del europeo, le hizo pensar en una jugada maestra, para probar la sabiduría del francés.
—Hijita —le dijo—, por favor, haz la pila y échalo en la jarra.
—Para qué papá —dijo la buenamoza.
—No preguntes, hijita. ¡Haz nomás! —replicó don José Pasión.
En efecto, la niña era ya una quinceañera que, con sus brotes y protuberancias de cabo a rabo, atolondraba la mollera de los muchachos del vecindario.
—No tengo ganas de hacer pichi, papá —dijo la linda campesina.
El papá insistió que cumpliera con su pedido. Y como la palabra del padre era de obligatorio cumplimiento, tenía que acatarse sin dudas ni murmuraciones. La niña no tuvo otra alternativa, se puso a orinar. Tan pronto el chacarero tuvo la jarra en sus manos, con el líquido calientito, lo mezcló con el vino de una de las botijas más añejas.
“¡Carajo!” —pensó don José Pasión—. “Aquí te quiero ver si eres adivino, gringo de mierda” y, sin brindar el primer vaso, como lo venía haciendo, depositó la jarra en la mesita de madera, muy cerca de François Mérimée.
El reputado catador tomó la jarra y procedió a una especie de acto ceremonial: vació lentamente el licor en su vaso; alzó la copa, haciéndola girar con sus dedos, por dos o tres veces, para contemplar el color y el comportamiento del elixir de los dioses. Luego lo pasó por varias veces, muy cerca de la nariz, para percibir con detenimiento el aroma del vino y, mientras expelía por la nariz tres prolongados ¡Hummm! ¡Hummm! ¡Hummm!, iba torciendo los labios con unos gestos libidinosos, como cuando al caballo le orina en sus belfos una linda potranca.
—Quel corps! Quel visage! —dijo el enólogo, en semblante de éxtasis; como si en lugar del vaso, tuviese levantado en sus manos a una hermosa mujer, con toda su desnudez a la vista. 
—¡Ah! —continuó, al advertir que los demás lo miraban fijamente—. ¡Qué cuerpo! ¡Qué rostro! Sin duda, inigualable —Luego vació su copa de un solo trago.
—¿Qué le parece este vino, señor Mérimée? —preguntó José Pasión, mientras el francés llenaba otro vaso.
—Es lo máximo —dijo el francés—. Tengo mucha experiencia en este oficio. Está en su punto, y para gozar.
Hasta que por fin, le agarré redondito a este aprendiz de brujo.
—A este vino le llamamos “Perfecto Amor” —dijo don José Pasión.
—¡Qué arome! No existe otro mejor —dijo, olfateando su vaso, como si estuviera oliendo a la mismísima tentación—. En cuanto a su edad… a ver, a ver —prosiguió el francés, como quien trata de acertar una cantidad—, este vino tiene quince años y dos días, y ya copula muy bien. 
Hacía dos días nomás, se había celebrado a lo grande, el quinceañero de la princesa de la casa. 
¿Y ya copula muy bien? 
Don José Pasión no debió comprender a cabalidad la expresión. Ante su preocupante silencio, don Alejandro Pezzia acudió de nuevo en su ayuda, y acercó la boca al oído de su amigo.
—Dice François Mérimée que la delicia que acaba de tomar, tiene quince años y dos días, y ya fornica como las diosas.
—¿Y eso?
—Ah, eso quiere decir que ya cacha muy bien.
¡Caraajoo! —explotó don José Pasión, jalándose los pelos.

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