Cuento inédito
—Doctora, se va usted a lidiar con los impetuosos “cachablancas” de San
Pablo y, por supuesto, también con esos fieros “pisadiablos” de San Miguel —le
decía el Fiscal Superior de Cajamarca, doctor Alfieri González Izquierdo, a la
doctora Palmerinda Vallumbrosio Mansilla, mientras le hacía entrega de sus
credenciales como Fiscal Provincial de San Pablo de Chalaques, así como de la
encargatura, en adición a sus funciones, de la Fiscalía Provincial de San
Miguel de Pallaques.
—Veremos, doctor, qué tan bravos son —contestó la nueva Fiscal Provincial,
con una sonrisa maliciosa—. Me gusta enfrentar los desafíos.
Antes de viajar a tomar posesión de su cargo, la doctora Vallumbrosio quiso
enterarse de la ubicación, características y costumbres de los pueblos adonde
se aprestaba a viajar. Lo que obtuvo fueron datos fragmentarios e incompletos,
causándole más bien mucha gracia que a los de la provincia de San Pablo los
motejaran de “Cachablancas”, y a los de San Miguel, de “Pisadiablos”.
—Mejor por qué no desistes de ese viaje —le dijo su prima, Ruperta Bailón,
que no sabía ahorrarse lisuras—. ¿No ves que en San Pablo sólo cachan a las blancas?
—¡Jajajajajaja! —se rio Palmerinda—. Entonces me iré a San Miguel, dicen
que está cerca. Si ahí pisan hasta a las diablas, por qué habrían de
menospreciar a una negrita como yo.
Pero la historia de estos dos pueblos, salpicada de leyendas y anécdotas,
habría de despejar las dudas de la fiscal: El pueblo de San Pablo se ha
asentado sobre la antigua comunidad de los “Chalaques”, un ayllu de grandes
productores agrícolas, y el pueblo de San Miguel sobre la comunidad de los
“Pallaques”, un ayllu de recolectores y comerciantes.
Cuentan que los sampablinos de antes eran abusivos con los sanmiguelinos,
iban en grupo y hacían destrozos en la comunidad: los mataban, incendiaban sus
casas, robaban su ganado y a sus más lindas mujeres, causando pánico en la
población. Pero, cansados los pisadiablos de tanto abuso, se prepararon
convenientemente; esperaron la llegada de los prepotentes “cachablancas”, los
tomaron por sorpresa y los mataron a casi todos, provocando desde esa
oportunidad una rivalidad que, a Dios gracias, hoy pasó
al olvido.
Cuentan, de igual manera, que en la ruta de tránsito de San Miguel hacia la
costa, había una próspera hacienda: “Capellanía”, cuyo dueño era rudo y cruel;
dentro de los castigos que solía infligir a su peonada, dicen que ensillaba al
sirviente, lo montaba con espuelas, colocándole una tuza en el ano. En cierta
ocasión un notable personaje de San Miguel pasó por su predio, lo apresó y lo
hizo batir barro una semana, sólo por no saludarlo.
Los sampablinos se quedaron con el mote de “Cachablancas”, debido a que a
sus pobladores, para defenderse de los bandoleros que asolaban la zona, durante
las primeras décadas del siglo XX, nunca les faltaba un revólver Smit Weson o
una Colt, pero todos debían tener obligatoriamente la cacha blanca o nacarada,
por lo cual se hicieron famosos: “Ay revólver de cacha blanca, no salgas de tu
vaina si no vas a disparar y no vuelvas a ella sin honor”, era su dicho de
batalla. Y sus vecinos, los sanmiguelinos, son conocidos como los
“Pisadiablos”, debido a que su santo patrón es el arcángel San Miguel, a quien
lo representan pisando al diablo.
A tan solo un mes de haber asumido sus funciones el comentario era ya casi
unánime, la fiscal de San Pablo se había ganado el aprecio y el respeto de la
población; ¿el secreto?: la rectitud y la firmeza de sus actos; ninguna dádiva
o proposición deshonesta habrían de torcer sus decisiones. Asistía a su
despacho con puntualidad británica y vestía impecablemente con terno azul o
negro. Muy pronto se adaptó a la comida del lugar; complacida
comía su cuy con papa, “aunque el sabor no se iguala con mi guiso de gato”,
comentaba para sí; y cuando le servían su chochoca con caraucho, pedía que le
pusieran un poquito más de pellejo tostadito de chancho, seguramente recordando
la sabrosura de su inigualable carapulca chinchana. Los intelectuales y
artistas de San Pablo la acogieron con gran cariño, llegando a cultivar una
gran amistad con el profesor Elio Burgos, pintor de renombre nacional, quien le
hizo un retrato de gran calidad pictórica.
Nos queda decir que Palmerinda Vallumbrosio Mansilla, es una dulce y
escultural mujer de la provincia de Chincha, toda hecha de chancaca y canela;
de ese tipo de morenas que cuando uno las tiene en el pecho, ni cien curanderos
famosos el susto nos quita. Alta, hermosa, de unos ojos preciosos color de
miel, tuvo que impresionar y hacer palpitar los corazones de los renombrados
“Cachablancas”. Es posible que su investidura como Fiscal Provincial le haya
cubierto de una aureola de respeto casi impenetrable, así que los enamoradizos
tartamudeaban antes de animarse a lanzarle un piropo. Pero, Palmerinda no sólo
se enfrentaba a los infractores de la ley sino también a los aguijones de la
abstinencia; tenía necesidad de cariño, afecto, pasión; la ducha fría no habría
de apagar indefinidamente el fuego ardiente de su corazón. Cuando
intentó relacionarse con el geólogo y poeta Moshenga VIII, sintió el impacto de
una cautelosa indiferencia. No quiso exponerse a más. Al cuarto mes decidió cambiar su residencia a San Miguel
de Pallaques, para ver si por ahí algún intrépido pisadiablo osaba amortiguarle
la quemazón. Sus primeras noches se despertaba creyendo que alguien le cantaba:
Negrita ven, préndeme la vela, negrita
ven… Mas, durante los dos meses de permanencia en San Miguel consiguió
buenos amigos y nada más. Fue en procura de la amistad del escritor Antonio
Goicochea, pero a este ratón de un solo hueco, entretenido en sus libros y sus
poesías, no le quedaba tiempo para la galantería; se acercó con el mismo
propósito al profesor Tirso Linares, pero éste, romántico cantor, sólo la entretenía
algún fin de semana, con una bonita serenata, excusándose en los achaques de la
jubilación para no atreverse, a pesar de las sutiles insinuaciones, a un lance
con semejante monumento de fuego. Alguien le recomendó que visite al escritor
Walter Lingán (quien, como buen pisadiablo, no le corre a ninguna presa), pero
cuando fue a su casa, ahí terminaron todas sus esperanzas; los familiares del
escritor le dijeron que estaba en Alemania, apachurrando a su Viuda Negra.
La hermosa fiscal se regresó a San Pablo de Chalaques.
—Elio —le dijo a su mejor amigo, al encontrarlo en su taller—, no quiero
almorzar sola, he venido a pedirte que me acompañes.
Cuando llegaron al restaurante “La Negra”, en el barrio “La Ermita”,
Palmerinda se detuvo frente al panel.
—¿Me trajiste acá por mi color?, o la especialidad es la comida negra —dijo
la fiscal, con una sonrisa burlona en sus labios.
—Mi querida doctora, puede estar segura de que no hubo segunda intención,
solo que aquí la sazón es la mejor.
—Deja ya de llamarme doctora, desde este momento a cada uno por su nombre y
punto, ¿estamos?
—Estamos.
Ambos pidieron su cuy chactado y su chochoca rebosante de caraucho.
Palmerinda pidió seis cervezas que las sirvieran de dos en dos.
—Estamos de cumpleaños mi querida amiga —dijo Elio.
—No hay ningún santo, simplemente me ausentaré por una semana; nos
convocaron a Cajamarca a todos los fiscales provinciales; pero hoy día quiero
perderme… —dijo Palmerinda, mirando a su amigo, con unos gestos que decían mil
cosas muy bonitas.
Al agotarse las seis cervezas, Palmerinda mostraba ya los signos iniciales
de la embriaguez.
—Elio —dijo Palmerinda, tomándole cariñosamente de una mano—, ¿tienes
todavía esos macerados, que se parecen a los vinos de Sunampe, que me invitabas
mientras me hacías el retrato?
Elio contestó afirmativamente, pero le advirtió que esos licores eran muy
fuertes, no aptos para mujeres.
—No te preocupes, buenmozo —dijo Palmerinda. Era evidente que los
efectos del licor le habían distorsionado la visión—, ¿acaso no te anticipé que hoy día quería perderme?
¡Llévame a tu taller!
Era cierto, Elio tenía bien guardados una sarta de botellas de añejos
macerados de chirimoya, naranja, lima, chuchuhuasha, uña de gato y guanarpo,
preparados con ese aguardiente incomparable de Anispampa; una sola habría
bastado para dormir a una vaca. Había llegado el momento de destapar sus dos
añejos de guanarpo: la botella marcada con una H, grande, indicaba que contenía
el macerado de guanarpo hembra y la marcada con una M, el macerado de guanarpo
macho.
A las diez de la noche Palmerinda ya no pudo soportar la
picazón: “¡Llévame a tu cama, Elio…, llévame a tu cama, papito lindo”, le
rogaba. Tuvo que obedecerla, le acostó en la mullida cama donde pinta a sus
modelos y salió para asegurar la puerta. A su regreso se puso a guardar las
botellas inconclusas, mas su sorpresa fue mayúscula, él había estado tomando la
botella marcada con la H. Palmerinda alcanzó a desvestirse totalmente, pero se
quedó profundamente dormida; “esta morena se va a resfriar”, dijo Elio, le dio
una sonora palmada en el poto y la cubrió… ¡mal pensados, qué creyeron
ustedes!, claro que la cubrió con una abrigadora frazada.
La reunión de fiscales terminó en un almuerzo campestre. Al final, cuando
los camaradas de Palmerinda le lanzaban bromas, con el lujurioso apodo de los
sampablinos, se acercó el Presidente de la Corte.
—Doctora Vallumbrosio —dijo el doctor Alfieri González—, la felicito; pensé
que esos cachablancas y pisadiablos le harían la vida imposible.
—Doctor González —dijo la doctora Palmerinda—, yo también tuve algún temor
en un primer momento, pero no, todo ese renombre es puro cuento. Pensé que los
famosos pisadiablos eran unos temerarios y valentones; nada que ver, doctor, no
pisan ni a las hormigas, pero eso sí, pisan muy bien el barro. De los mentados
cachablancas, creí que eran unos voluptuosos sin freno, pero igual, doctor,
pura alharaca; es posible que les guste fornicar tan solo con sus cholas
blanquiñosas, pero con las negras, ni bola, ni aunque se les ofrezcan gratis…
Pediré mi cambio de inmediato, doctor.
Darío Vásquez Saldaña (Piscoyacu - San Martín - 1946)