miércoles, 26 de abril de 2017

Manonga arrojada del infierno

Manonga  arrojada   del  infierno (1)
                                                                    José Vásquez Peña





I

-   Y entre platanales iba saliendo lentamente la Manonga, desdentada,  colgada de un brazo;  bajo el otro,  llevaba un atado de leña a medio consumir: pavesa de su vida de maldad.
Eso me dijo Venancio Quispe, el día mismo que se produjo el reencuentro.  A  mí,   me lo contó primero.  Mejor dicho,  me escribió en un papel,  antes que a todos,  su increíble episodio, con temblorosa mano,  garabateando también el espacio;  por que las palabras,  desde ese momento,  se le fueron adentro,  muy adentro, por los caminos del miedo.
Dicen los de Tallamana,  que cuando murió Venancio, después de habitar muchísimo tiempo en el mundo del silencio y la desesperación, en su agonía,  recobró el habla y pregonó con la fuerza del último suspiro,  lo que había sucedió ese día.
 Y  ahora,  desde Mansión Luna,  se escucha su voz contando su reencuentro con la Manonga,  más allá de la vida,  en los platanales.
Desde ese entonces,  uno lo oye.
Ya lo oirá usted,  si osa algún día orientar sus pasos por esos parajes.
De verdad,  da miedo.

II

Huamanguilla,  sembríos de paltos,  y  flores de suche, el camino.
Un aplastante  sol  les recibió,  al compás de  doce  alegres campanadas, fugadas de la capilla de San Antonio.
Muchas caras curiosas,  invadieron de inmediatamente la única calle del Caserío, colindante con la Achirana.
Voces rumorosas.
-   De juro buscan a Juan Cuco
-   A qué otra cosa viene la gente acá
Eduviges,  mujer ya de cuarenta años,  cholona entera,  cuerpo de pallar, con el sudor brotando, desmontó del asno; ayudó luego a la Manonga a bajar del anca.
Antes que Eduviges pudiera articular palabra,  Coitijo,  como un dardo, lanzó las preguntas de estilo.
-   ¿Para quién?
-   ¿Para Juan Cuco o para la Gringa?
-   Busco al brujo mayor – Eduviges.
Coitijo,  colorado,  melenudo,  cuarentón,  siempre alegre;  entre vino y pisco,  señaló la casita de caña de rojovivo pintada.
-   Ahí vive el maistro. Pasen nomás al segundo cuarto; en el primero, atiende la Gringa.
Esta escena  se  produjo  cuando Manonga de Tallamana, tenía catorce años y su tía Eduviges la llevó hasta Huamanguilla para que Juan Cuco le sacara el demonio que llevaba adentro.
-   ¡Ay! Don Juan, esta muchacha es malosa, se pasa la vida haciendo maldad.  Ayer nomás le sacó los ojos al gato negro de la vecina,  y en una cajita se los envió de regalo.
-   Siéntese,  dijo Juan Cuco. Debo saber detalles para luego actuar.
Sacó los naipes y colocándolos sobre el apolillado escritorio, fue disparándolos, con furia, con calma, con temor, hasta cubrirlos de figuras.
-   Ella es la maldad. –  Mientras hablaba, Juan Cuco, hacía extraños movimientos,  cortando el aire con su sombrero negro, alón, formando círculos.
-   Ella es la maldad,  trataremos  de  curarla.
-   Cúrela,  Don Juan.  Le daré diez chivatos de mi corral. ¡Cúrela!-  Eduviges.
-   Mal agüero, caballo desbocao. Rey maniatao por la maldad. Reina, eclipsada por la envidia.
Silencio y miradas.
Siguió… siguió.  Cuando hubo terminado de tender la sábana de barajas, se eternizó en la contemplación.
Luego,  habló Juan Cuco.
-   ¡Huy!  Manonga será difícil tu curación. Las cartas anuncian que te quemarás en el infierno.  Es extraño – enfatizó-  la última carta dice que no será en el mismo infierno, sino cercanamente.
-   ¡Cúrela! ¡Cúrela!  La imploración subió de tono.
Juan Cuco entró al cuarto contíguo, y salió con un atado de hierbas, haciendo la señal de la cruz, mascullando conjuros.
-   Me envías,  ahora mismo, los chivos.  Necesito además que me dejes una prenda íntima de Manonga para terminar de curarla.
III

Varios años pasaron.
-   Esta curación no ha  funcionao. –  Repetía Eduviges, cada vez que se sentaban a la mesa con Manonga,  y a la par de ingerir alimentos evaluaban actos.
-   Manonga ha empeorao – me dijo muy preocupada, Eduviges, un Jueves de compadres.
Aquel día fui a retornarle la tabla, hermoso balai adornado con guirnaldas y con dos muñecos, el compadre y la comadre, hechos de masa de bizcocho.
-  Gracias compadrito,  por aceptar- me expresó.
Abrió la ventana, febrero estaba en todas las esquinas del patio, y mucho más allá se distinguía el monte de árboles que antes se divisaba denso, coposo; ahora,  sólo se notaba  un grupo raleado de eucaliptos y pinos. Habían disminuido los árboles por la tala indiscriminada que hacían los jóvenes, en este tiempo, para celebrar la fiesta de la Yunza.
No permanecí allí más de quince minutos. Suficientes para enterarme que Manonga seguía creciendo como refinada expresión de maldad. Huamanguilla, Tallamana, Orongo y lugares cercanos supieron de ella y empezaron a temerle y odiarle.
Convertida en una hermosa mujer, encandilaba a los hombres de la región, enfrentándolos, para hacerlos merecedores de una simple mirada o una sonrisa.
Hubieron varias riñas y desencantos en el caserío.
Me quiero casar contigo, Manonga, mirándola fijamente a los ojos, el Timoleón, bajo una tarde azul, a la sombra de un palto viejo, como su amor, declarándose. Y  la Manonga, loca estaré para amarrarme con alguien de acá. A otros, a los cazamoscas, dos jóvenes, siempre con la boca abierta, esperando el manjar del cielo, los desesperaba. Te ofrecemos –los dos querían casarse con ella- nuestros terrenos, nuestros chivatos,  nuestras vidas, ¡cásate con nosotros, Manonga! Y ella, riendo, primero que baje el dedo San Pedro, que llore sangre la sábila,  que a los chivatos no le crezcan cuernos. Y una letanía de insólitos pedidos que orilló a muchos pretendientes a la locura. Precisamente, en loca actitud, un martes trece al amanecer, aparecieron cinco enamorados cantándole amor,  amor desesperado; sus cuellos, colgados de una soga color corazón atada a un enorme palto, a orillas de la Achirana; sus caras moradas, sus lenguas salidas, buscando saciar la sequedad del momento final;  sus piernas pendulaban la desgracia, rasgando los secretos del viento. Del pecho de cada uno de ellos, sobresalía una carta que en lenguaje parco decía: todo por amor a la Manonga.
Colgaron la nostalgia de sus cuerpos, al imperio eterno del amor.

IV

El día que se casó Manonga, con un forastero,  las campanas de la Capilla se volvieron de palo.
-   ¿Qué hace el sacristán prendío de la soga del campanario? Le dijo Don Rulo Morales, el hombre que andaba de la mano con la muerte, a Josesón Aguado.
Estaban sentados en el muro de una de las  compuertas de la Achirana, frente a la Capilla de San Antonio, contemplando el accionar del sacristán.   
-   Tú debes saberlo, Rulo. Tú que tantas veces has sorteao  la muerte,  debes saber qué sucede cuando no suenan las campanas.
-   Será porque el sonido dulce de campanas no hace juego con la maldad de Manonga.
Y la boda se realizó orlada por el silencio.
Ese día,  hasta los pájaros decidieron emigrar hacia la quebrada de Santo Domingo de Capilla,  para no amenizar con sus trinos el acontecimiento.  De manera que a la Manonga nadie la vio cuando se casó. Ni el mismo Rulo la vio, pues antes que llegara al carruaje tirado por elegantes caballos, le dijo a Josesón.
-   Deja al sacristán. Debe estar espulgando la soga. Vamos a tomarnos una mulita de aguardiente.
Y se fueron.
Nadie se enteró tampoco que ya eran esposos, sino hasta mucho después de que, angustiados porque el pueblo los ignoraba, tuvieron que poner un letrero grande, frente a su casa, que decía: recién casados.
Venancio Quispe, el mortal que la desposó,  hacía algún tiempo había afincado sus reales en Tallamana. Todo fue que conoció a Manonga  y  empezó a comprar  terrenos,  en los que cultivó esperanzas y deseos, ardorosos, sexuales, que nacían de los ojos, del cuerpo, del vientre de Manonga;  y   escocían primero su frente,   bajando,  bajando luego, no sabía hasta donde.
A Venancio le costó trabajo conseguir el sí de Manonga. Luego de un sinfín  de tentativas, escuchó.
-   Te acepto, pero como prueba de amor quiero que incendies la choza de Timoleón, allá arriba de Orongo, cerca del cerro, de noche, cuando él esté durmiendo.
Venancio, en ese momento, experimentó una sensación de repudio,  pero más pudo el sentimiento de amor que se le había colgado del corazón.
Una noche,  la choza de Timoleón fue barrida por el fuego, sin que nadie supiera jamás quién lo había hecho.
- Habrá sido la vela que dejó prendida Don Timo, antes de bajar al Caserío. Felizmente el no estuvo allí - Me dijo Isacc Jáuregui, la tarde siguiente en que comentábamos el incidente, en el tambo de Orongo.
Nunca se supo bien, cómo se conocieron, ni cómo surgieron las desavenencias que fueron royendo los corazones, los cuerpos y la vida de Venancio y Manonga.
Reunidos con Maito Tubillas, tomando cachina colada, una tarde de farra, que se prolongó hasta el amanecer, Venancio nos confesó: sólo por amor, porque me tiene encandilao, soporto las maldades de Manonga .Pero pronto estallaré. Tengo el odio a flor de labio. El convencimiento empezaba ya a envolver las palabras de Venancio, sin que Manonga avizorara la tormenta.
Hasta que el amor fue ganado por el odio. Una tarde cuando Venancio, de regreso de sus labores, encontró que Manonga había quemado el colchón del tesoro, haciendo humo sus caudales, estalló en ira. Todo debido a que el día anterior Venancio no había llevado a Manonga al Pueblo a comprar un sombrero de moda, amarillo con cinta negra que llegaba hasta la cintura.
- Estoy harto Manonga –le dijo- Harto. ¡Ojalá te mueras pronto! Ese día, haremos fiesta en Tallamana. Yo bailaré con el violín del diablo, a horcajadas sobre la vida, el día de tu muerte, Manonga. Desde este momento, ¡te odio! Te odio, al igual que todo el pueblo.           
Manonga, como nunca, se preocupó y decidió explorar su futuro, tomando un brebaje de savia de San Pedro, planta alucinógena, amarga, que le había recomendado, hace tiempo, Juan Cuco. Logró tomarlo con dificultad, a la sombra del último huarango del valle, ubicado en el límite mismo con la Pampa de Yauca, hasta donde tuvo que ir para estar en olor de soledad. Sentada sobre su sueño, se dejo conducir por desconocidos ríos, por extraños parajes, hasta que llegó al final de sus días. Fue cuando se alarmó del destino que le esperaba. Se vio vagando por la eternidad con un atado de leña, bajo el brazo, un calor intenso, rodeándola, abrasándola. Allí de improviso la abandonó el sueño. Y Manonga tornó en esperanza su mirada que refugió en la inmensidad de la pampa.

V

-   Ha muerto la Manonga – Corrió la voz,  con velocidad de buena nueva.
-   Ha muerto atragantada de maldad,  la Manonga- fue el coro que se deslizó de oído en oído hasta trasponer los linderos del pueblo y recrearse en otros parajes.
La gente se preparó.  ¡Habría fiesta para despedirla!  Al menos, así lo había prometido Venancio Quispe, que andaba luciendo una dilatada sonrisa por el suceso;  buscaba, en ese momento, una pizarra para anunciar el baile, la alegría, la dicha, del viaje al infierno de Manonga.
-   Al infierno tiene que ir; no cabe duda – estuvo diciendo hasta el anochecer,  Coitijo,  con dos platillos que hacía sonar de rato en rato. Y bebía.  Bebió tanto que al amanecer llegó a conocer la extrema delicia de la cachina que lo atosigó hasta la felicidad.

Y  la fiesta de realizó, en la plaza principal, con mucha algarabía.

El féretro,  en casa,  solo,  abandonado,  consumía los cuatro cirios,  que despedían el alma de Manonga.  Dicen que le brotó el alma en forma de mariposa negra,  y los cirios le seguían acompañando a descender a su morada.
Cuando la mariposa se apartó de ella,  Manonga sintió que su viaje comenzó,  fue al exhalar el último suspiro, acompañado de la algarabía de la gente, cosa que aún  oyó  con claridad. Después siguió un camino amplio, rodeado de eucaliptos y flores. Al fondo divisó una cuesta y al costado un sinuoso caminito que descendía a la profundidad de los abismo donde la esperaba Caronte. Un camino iba a la cima;  el otro a la sima. Cuando llegó a la bifurcación,  el camino hacia arriba se esfumó, y el caminito,  creciendo,  la atrajo con fuerza,  irresistible,  hasta encantadora.  Manonga no tuvo otra alternativa que seguir. A medida que descendía se sentía abrasada.  Su alma ¿o qué era? Lo que la mantenía consciente. No lo sabía. Lo real es que, sentía calor, ardía. ¿O sería que sus neuronas no morían y la mantenían pensante?
Divisó a lo lejos, una mansión de color rojo encendido, con una puerta enorme. Tocó fuerte, muy fuerte. Una voz horrísona se dejó escuchar,  y  un hombre escarlata apareció vestido de una vistosa  levita que se prolongaba en una cola, larga, roja.
-   ¿Desea entrar? Identifíquese.
-   Manonga de Tallamana.
El diálogo se extendió en pormenores.
-   Un momento, consultaré.
Esperó. Aguardó impaciente una eternidad.
De regreso, el hombre le espetó una pregunta burlona.
-   ¿Con que Manonga de Tallamana, eh?
-   Sí… Sí, Señor.
-   Señor de las tinieblas  –retrucó-  demórese y complete. Señor, es cualquiera.
-   ¿Puedo entrar?  La Manonga
Mirándola fijamente, el hombre escarlata sentenció.
-   Ni aquí tiene cabida.
Cogiendo luego un atado de leña, finalizó la conversación.
-   Tome. ¡Quémese afuera! A vagar por el universo. ¡Largo!
Los pasos escarlata dieron la vuelta y se introdujeron en las profundidades.
Todo esto lo contó la mismísima Manonga, cuando Juan Cuco la convocó una noche oscura. Hubieran visto ustedes, cómo se movía el vaso sobre una mesa negra, alocadamente, de una letra a otra, para trasmitir el mensaje.  Al final a Juan Cuco tuvimos que auxiliarlo. Quedó exhausto. Hasta le dimos respiración artificial.

VI

Venancio Quispe,  caminando entre el follaje y la penumbra vesperal,  tarareaba una canción popular.  La tarde se iba, como todas las tardes. Al igual que nosotros, él ignoraba adónde  se  iban los días a la hora del crepúsculo. Pero de lo que sí tenía certidumbre es que las tardes se llevan los colores y traen la negrura.
-  Me  voy  pal… Tra… la… la – Se le entreveró la letra de la canción en el cerebro y la olvidó por completo. Con el olvido, irrumpió el miedo súbito, paralizante.
Se acercaba a Mansión Luna,  aquel paraje extraño por donde el tiempo ha pasado sin dejar huella y el paisaje ha ido perdiendo sus elementos naturales, haciéndolo cada vez más desolador.
Mansión Luna,  en ese tiempo,  se llamaba aún, Callejón de la Chivillona; después de lo acontecido y de las sucesivas apariciones fantasmales, dejó de llamarse así y la gente de Tallamana, con respeto ahora le llama Mansión Luna.
Por ese Callejón,  venía Venancio Quispe,  aquella tarde que se ahogaba en el crepúsculo;  el miedo ya se le había metido en las venas.  De improviso sintió como si de los platanales, que había adelante, alguien le observara. Se detuvo,  por miedo, por precaución,  pero se detuvo. De pronto percibió un ruido. Era como si estuvieran caminando sobre hojas secas;  como si apartaran las colgantes y largas hojas de plátanos. Sintió ¡puaj! que algo se descolgaba. Levantó la mirada y pudo ver a Manonga,  colgada de un brazo; con un atado de leña bajo el otro, sonriente,  como diciendo: Venancio, hiciste fiesta el día de mi muerte, pues ahora vas a bailar conmigo. ¡Ven baila!  La voz resonaba en la conciencia de Venancio.
La aparición empezó a danzar ante los ojos aterrados de Venancio,  que no podía articular palabra.
-   ¡Baila!- le decía. Y ahora Venancio escuchaba con claridad el mandato.
-   ¡Baila! Le decía,  reía,  carcajeaba, al mismo tiempo que empezaba a desvestirse,  hasta quedar desnuda.  Luego sus fláccidas carnes fueron desprendiéndose y quedó totalmente en huesos.
-   ¡Baila! Y ahora era el esqueleto que danzaba, ordenando.
Venancio huyó por los caminos del miedo, hasta llegar al mundo del silencio y la desesperación.
  

      






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(1) Manonga arrojada del infierno,  es un cuento de José Vásquez Peña, incluido en el libro La Soledad del Viejo Huarango.  Duna Encantada  Ediciones.  Lima, 1988.           


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