En 1980 publiqué un pequeño texto con el nombre de “Horas de lucha”, tomado del memorable libro del maestro Manuel González Prada. El tema de mi libro fue idea persistida por los obreros con los cuales trabajaba en mi militancia política, especialmente con los de la empresa Motors Perú, que era una ensambladora que quedaba en Puente Piedra. Básicamente los temas eran las diversas experiencias por las cuales habíamos pasado: volanteos clandestinos, la cuestión del Partido, paros y huelgas diversas, muertes de trabajadores y otros. Un domingo, a la altura de la cuadra dos de la avenida Colonial, en un segundo piso, estábamos en una reunión, desde la mañana, con una serie de obreros de diversos sindicatos participando en una charla que diversos compañeros dábamos a los trabajadores. Al terminar la asamblea, sería como las 15:00 PM, con un grupo de ellos, nos dirigimos al bar Quilca, ubicado en el jirón Camaná, en el centro de Lima. Al llegar pedimos algo de comer y algunas cervezas. Cuando mire alrededor, en una esquina, solitariamente se encontraba el poeta Juan Gonzalo Rose tomando una cerveza chica. Juan Gonzalo ya había sido separado del Instituto Nacional de Cultura (INC) por Francisco Abril, un pintor aprista de “media caña”, y trabajaba en esos días en la revista “Caretas”, que lo había albergado, donde tenía una columna llamada “La columna de Juan Gonzalo”, si mal no recuerdo. Yo no era amigo de Juan Gonzalo, pero si habíamos conversado un par de veces. Entonces me acerqué y le dije, “Juan Gonzalo, quiero entregarte este pequeño libro que acabo de publicar”. Lo cogió, lo miró, miró la dedicatoria y me dijo, “¿te tomas un vaso de cerveza?”, le acepté y me retiré. Al irme me dijo, “de repente te saco una nota en Caretas”. Le agradecí y me fui. No pensé que cumpliera su ofrecimiento porque, en realidad, el libro no era bueno, tenía una nota demasiado panfletaria. Pero cual no sería mi sorpresa cuando a la semana siguiente apareció en la revista, en la columna de Juan Gonzalo, una pequeña crítica al libro titulada “Las horas de Juan Cristóbal”. En ese breve artículo Juan Gonzalo resaltaba algunas virtudes y dos poemas que le llamaron la atención, pero también había una crítica (fraternal) a los demás textos del libro. Viniendo de quien venía (uno de mis poetas favoritos) mi alegría fue inmensa. No supe, literalmente, cómo agradecerle.
El silencio no es una palabra escrita sobre una pared, es una canción solitaria con el viento que no se detiene en el medio de un infierno. Silencio señores grandes, que despiertan las historias. León Gieco.
viernes, 19 de agosto de 2016
ASI LO CONOCÍ: El ceremonial de Martín Adán (I) y (II)
Escribe: Juan Cristóbal (Poeta Peruano)
Cuando ingresé a trabajar al diario “La República”, allá por el año 1981, me enviaron a colaborar en la página cultural, cuyo jefe era Alfonso la Torre (ALAT), reconocido intelectual. El primer trabajo que me mandó hacer fue un testimonio de “¿cómo escribía Martín Adán?”. Me dio varios contactos, pero el principal era el librero Juan Mejía Baca, cuya librería, famosa desde los 60, pues editaba a los mejores escritores de la época, quedaba por una de las cuadras de Azángaro, a dos cuadras del Parque Universitario. A los tres días regresé y le traje un artículo que titulé: “El ceremonial de Martín Adán”, publicado el 27/11/1981. Allí, en sus partes centrales decía: “La mayor parte de los escritores necesitan de ciertas formalidades o ceremonias para poder escribir…¿Pero cómo puede escribir alguien que no existe, que es solamente una visión, la soledad o la luz rara de la muerte? Me refiero a Martín Adán, el autor de una de las obras poéticas más intensas y desgarradoras de nuestra época. ¿Un hombre que no existe, cómo escribe? Dicen, y no es un elogio necrológico, que allá por los 60, cuando el refugio en el alcohol era la sustancial nota destructiva, y para él (insigne memorioso) la más aterradora lucidez, escribía en servilletitas de papel crepé que existían (no como ahora) en los bares. Y allí, un viejo enorme, enfundado en mugriento gabán de lana espiga, ensombrerado, con espeso y silvestre bigote amarillento, ojos saltones, enrojecidos, turbios, ya sin color, en un destartalado cuarto de hotel, solitario siempre, escribiendo soneto tras soneto. Y por las tardes, entrando y saliendo de la editorial, cual un fantasma aparecido, como todo un prestidigitador, sacando de todos sus bolsillos, uno, dos poemas, perdón, una, dos servilletitas de papel. Mientras el editor, descifrando esos bosques, esos caminos milenarios. Y allí mismo, sobre la marcha, sobre los propios originales, en esas ya sucias servilletitas de papel, corrigiendo. Y después, nada. No quería saber nada de los poemas hasta que no estuviesen editados. Le aterraba ver las pruebas de galera, las pruebas de página. ¡El libro! Era lo que ansiaba. Años después, 66-67, cuando el enfrentamiento con la realidad se hizo más racional, menos destructivo, Martín Adán adoptó otro sistema:escribir en las envolturas de los cigarrillos, de cualquier marca, color o tamaño. Y ya por el 69-70, cuando la autoreclusión fue un gesto voluntario, personal, es cuando accede a escribir en libretitas, o sea, de manera más ordenada. Sin proponérselo, una crónica que testimonio tres días de Martín Adán el año 68, dice: “…sacó dos o tres libretitas atadas con ligas del bolsillo interno de su gabán y empezó a leer sus poemas recientes”. Si bien es cierto que el poeta, como demuestran los poemas (inéditos) publicados en este diario (por Mirko Lauer:JC), está todavía batallando con la poesía, ¿cuál será el ceremonial actual de su escritura?”.
MARTIN ADAN (II): Nunca conocí, ni hablé palabras con este notable y complicado (humana y poéticamente) ser humano dedicado íntegramente a realización de su gran obra poética. Reconozco su poesía, pero me intriga y me gusta más su compleja realización humana. Lo vi algunas veces en el bar “Palermo”, pero nunca me atreví a acercarme. Los amigos que se acercaron (Gregorio Martínez, Juan Ojeda y Cesáreo “Chacho” Martínez, que pasaron con él tres días y dos noches íntegras) han dejado, el primero y el último, testimonio periodístico de ese acercamiento. Yo tengo una pequeña versión, por otro canal, acerca de la personalidad de Martín Adán. Y es por lo que me contó Segisfredo Luza, el psiquiatra, cuando fue al Hospital “Larco Herrera”, después que lo condenaron. Me cuenta que llegó a ese nosocomio y allí estaba Martín Adán. Entonces él también tuvo el deseo de hablar y conocerlo mejor, pues ya había leído sus obras y conocía lo que se decía de él, en cuanto a su alcoholismo y soledad. Pero sucede que Martín Adán apenas si le respondía y muchas veces se alejaba de él. Me dice que con quienes siempre lo encontraba hablando y según el tiempo y los gestos que se hacían eran con los locos. Pasaban horas conversando, incluso lo veía sonreír y sentirse cómodo. Esto, de alguna manera corrobora lo que yo le decía a Luza: “Martín Adán, para mí, es un hombre totalmente bloqueado para hablar con los seres comunes y corrientes, y siento que él se entiende mejor con los misterios y las oscuridades de la vida”. Era lo que siempre sentí y siento cuando recuerdo a Martín Adán en su vida y poesía. Y ese tipo de misterios nunca se revelan, son inalcanzables para cualquier ser humano, por más profesional que sea de la vida del hombre.
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