Aspiro a que estas
reflexiones sean un manual para que los niños se atrevan a defenderse de los
adultos en el aprendizaje de las artes y las letras. No tienen una base
científica sino emocional o sentimental, si se quiere, y se fundan en una
premisa improbable: si a un niño se le pone frente a una serie de juguetes
diversos, terminará por quedarse con uno que le guste más. Creo que esa
preferencia no es casual, sino que revela en el niño una vocación y una aptitud
que tal vez pasarían inadvertidas para sus padres despistados y sus fatigados
maestros.
Creo que ambas le
vienen de nacimiento, y sería importante identificarlas a tiempo y tomarlas en
cuenta para ayudarlo a elegir su profesión. Más aun: creo que algunos niños a
una cierta edad, y en ciertas condiciones, tienen facultades congénitas que les
permiten ver más alla de la realidad admitida por los adultos. Podrían ser
residuos de algún poder adivinatorio que el género humano agotó en etapas
anteriores, o manifestaciones extraordinarias de la intuición casi clarividente
de los artistas durante la soledad del crecimiento, y que desaparecen, como la
glándula del timo, cuando ya no son necesarias.
Creo que se nace
escritor, pintor o músico. Se nace con la vocación y en muchos casos con las
condiciones físicas para la danza y el teatro, y con un talento propicio para
el periodismo escrito, entendido como un género literario, y para el cine,
entendido como una síntesis de la ficción y la plástica. En ese sentido soy un
platónico: aprender es recordar. Esto quiere decir que cuando un niño llega a
la escuela primaria puede ir ya predispuesto por la naturaleza para alguno de
esos oficios, aunque todavía no lo sepa. Y tal vez no lo sepa nunca, pero su
destino puede ser mejor si alguien lo ayuda a descubrirlo. No para forzarlo en
ningún sentido, sino para crearle condiciones favorables y alentarlo a gozar
sin temores de su juguete preferido. Creo, con una seriedad absoluta, que hacer
siempre lo que a uno le gusta, y sólo eso, es la formula magistral para una
vida larga y feliz.
Para sustentar esa
alegre suposición no tengo más fundamento que la experiencia difícil y
empecinada de haber aprendido el oficio de escritor contra un medio adverso, y
no sólo al margen de la educación formal sino contra ella, pero a partir de dos
condiciones sin alternativas: una aptitud bien definida y una vocación
arrasadora. Nada me complacería más si esa aventura solitaria pudiera tener
alguna utilidad no sólo para el aprendizaje de este oficio de las letras, sino
para el de todos los oficios de las artes.
La
vocación sin don y el don sin vocación
Georges Bernanos,
escritor católico francés, dijo: "Toda vocación es un llamado". El Diccionario
de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió
como "la inspiración con que Dios llama a algún estado de
perfección". Era, desde luego, una generalización a partir de las
vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es "la
habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa". Dos siglos y medio
después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones
con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a
fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la
única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor.
Las aptitudes
vienen a menudo acompañadas de sus atributos físicos. Si se les canta la misma
nota musical a varios niños, unos la repetirán exacta, otros no. Los maestros
de música dicen que los primeros tienen lo que se llama el oído primario,
importante para ser músicos. Antonio Sarasate, a los cuatro años, dio con su
violín de juguete una nota que su padre, gran virtuoso, no lograba dar con el
suyo. Siempre existirá el riesgo, sin embargo, de que los adultos destruyan
tales virtudes porque no les parecen primordiales, y terminen por encasillar a
sus hijos en la realidad amurallada en que los padres los encasillaron a ellos.
El rigor de muchos padres con los hijos artistas suele ser el mismo con que
tratan a los hijos homosexuales.
Las aptitudes y las
vocaciones no siempre vienen juntas. De ahí el desastre de cantantes de voces
sublimes que no llegan a ninguna parte por falta de juicio, o de pintores que
sacrifican toda una vida a una profesión errada, o de escritores prolíficos que
no tienen nada que decir. Sólo cuando las dos se juntan hay posibilidades de
que algo suceda, pero no por arte de magia: todavía falta la disciplina, el
estudio, la técnica, y un poder de superación para toda la vida.
Para los narradores
hay una prueba que no falla. Si se le pide a un grupo de personas de cualquier
edad que cuenten una película, los resultados serán reveladores. Unos daran sus
impresiones emocionales, políticas o filosóficas, pero no sabrán contar la
historia completa y en orden. Otros contaran el argumento, tan detallado como
recuerden, con la seguridad de que será suficiente para transmitir la emoción
del original. Los primeros podrán tener un porvenir brillante en cualquier
materia, divina o humana, pero no serán narradores. A los segundos les falta
todavía mucho para serlo -base cultural, técnica, estilo propio, rigor mental-
pero pueden llegar a serlo. Es decir: hay quienes saben contar un cuento desde
que empiezan a hablar, y hay quienes no sabrán nunca. En los niños es una
prueba que merece tomarse en serio.
Las
ventajas de no obedecer a los padres
La encuesta
adelantada para estas reflexiones ha demostrado que en Colombia no existen
sistemas establecidos de captación precoz de aptitudes y vocaciones tempranas,
como punto de partida para una carrera artística desde la cuna hasta la tumba.
Los padres no están preparados para la grave responsabilidad de identificarlas
a tiempo, y en cambio sí lo están para contrariarlas. Los menos drásticos les
proponen a los hijos estudiar una carrera segura, y conservar el arte para
entretenerse en las horas libres. Por fortuna para la humanidad, los niños les
hacen poco caso a los padres en materia grave, y menos en lo que tiene que ver
con el futuro.
Por eso los que
tienen vocaciones escondidas asumen actitudes engañosas para salirse con la
suya. Hay los que no rinden en la escuela porque no les gusta lo que estudian,
y sin embargo podrían descollar en lo que les gusta si alguien los ayudara.
Pero también puede darse que obtengan buenas calificaciones, no porque les
guste la escuela, sino para que sus padres y sus maestros no los obliguen a
abandonar el juguete favorito que llevan escondido en el corazón. También es
cierto el drama de los que tienen que sentarse en el piano durante los recreos,
sin aptitudes ni vocación, sólo por imposición de sus padres. Un buen maestro
de música, escandalizado con la impiedad del método, dijo que el piano hay que
tenerlo en la casa, pero no para que los niños lo estudien a la fuerza, sino
para que jueguen con él.
Los padres
quisiéramos siempre que nuestros hijos fueran mejores que nosotros, aunque no
siempre sabemos cómo. Ni los hijos de familias de artistas están a salvo de esa
incertidumbre. En unos casos, porque los padres quieren que sean artistas como
ellos, y los niños tienen una vocación distinta. En otros, porque a los padres
les fue mal en las artes, y quieren preservar de una suerte igual aun a los
hijos cuya vocación indudable son las artes. No es menor el riesgo de los niños
de familias ajenas a las artes, cuyos padres quisieran empezar una estirpe que
sea lo que ellos no pudieron. En el extremo opuesto no faltan los niños
contrariados que aprenden el instrumento a escondidas, y cuando los padres los
descubren ya son estrellas de una orquesta de autodidactas.
Maestros y alumnos
concuerdan contra los métodos academicos, pero no tienen un criterio común
sobre cuál puede ser mejor. La mayoría rechazaron los métodos vigentes, por su
carácter rígido y su escasa atención a la creatividad, y prefieren ser
empíricos e independientes. Otros consideran que su destino no dependió tanto
de lo que aprendieron en la escuela como de la astucia y la tozudez con que
burlaron los obstáculos de padres y maestros. En general, la lucha por la
supervivencia y la falta de estímulos han forzado a la mayoría a hacerse solos
y a la brava.
Los criterios sobre
la disciplina son divergentes. Unos no admiten sino la completa libertad, y
otros tratan incluso de sacralizar el empirismo absoluto. Quienes hablan de la
no disciplina reconocen su utilidad, pero piensan que nace espontánea como
fruto de una necesidad interna, y por tanto no hay que forzarla. Otros echan de
menos la formación humanística y los fundamentos teóricos de su arte. Otros
dicen que sobra la teoría. La mayoría, al cabo de años de esfuerzos, se
sublevan contra el desprestigio y las penurias de los artistas en una sociedad
que niega el carácter profesional de las artes.
No obstante, las
voces más duras de la encuesta fueron contra la escuela, como un espacio donde
la pobreza de espíritu corta las alas, y es un escollo para aprender cualquier
cosa. Y en especial para las artes. Piensan que ha habido un despilfarro de
talentos por la repetición infinita y sin alteraciones de los dogmas
académicos, mientras que los mejor dotados sólo pudieron ser grandes y
creadores cuando no tuvieron que volver a las aulas. "Se educa de espaldas
al arte", han dicho al unísono maestros y alumnos. A éstos les complace
sentir que se hicieron solos. Los maestros lo resienten, pero admiten que
también ellos lo dirían. Tal vez lo más justo sea decir que todos tienen razón.
Pues tanto los maestros como los alumnos, y en última instancia la sociedad
entera, son víctimas de un sistema de enseñanza que está muy lejos de la
realidad del país.
De modo que antes
de pensar en la enseñanza artística, hay que definir lo más pronto posible una
política cultural que no hemos tenido nunca. Que obedezca a una concepción
moderna de lo que es la cultura, para qué sirve, cuánto cuesta, para quién es,
y que se tome en cuenta que la educación artística no es un fin en sí misma,
sino un medio para la preservación y fomento de las culturas regionales, cuya
circulación natural es de la periferia hacia el centro y de abajo hacia arriba.
No es lo mismo la
enseñanza artística que la educación artística. Ésta es una función social, y
así como se enseñan las matemáticas o las ciencias, debe enseñarse desde la
escuela primaria el aprecio y el goce de las artes y las letras. La enseñanza
artística, en cambio, es una carrera especializada para estudiantes con
aptitudes y vocaciones específicas, cuyo objetivo es formar artistas y maestros
como profesionales del arte.
No hay que esperar
a que las vocaciones lleguen: hay que salir a buscarlas. Están en todas partes,
más puras cuanto más olvidadas. Son ellas las que sustentan la vida eterna de
la música callejera, la pintura primitiva de brocha y sapolín en los palacios
municipales, la poesía en carne viva de las cantinas, el torrente incontenible
de la cultura popular que es el padre y la madre de todas las artes.
¿Con
qué se comen las letras?
Los colombianos,
desde siempre, nos hemos visto como un país de letrados. Tal vez a eso se deba
que los programas del bachillerato hagan más enfasis en la literatura que en
las otras artes. Pero aparte de la memorización cronológica de autores y de
obras, a los alumnos no les cultivan el hábito de la lectura, sino que los
obligan a leer y a hacer sinopsis escritas de los libros programados. Por todas
partes me encuentro con profesionales escaldados por los libros que les
obligaron a leer en el colegio con el mismo placer con que se tomaban el aceite
de ricino. Para las sinopsis, por desgracia, no tuvieron problemas, porque en
los periódicos encontraron anuncios como éste: "Cambio sinopsis de El
Quijote por sinopsis de La Odisea". Así es: en Colombia hay un
mercado tan próspero y un tráfico tan intenso de resúmenes fotostáticos, que
los escritores armamos mejor negocio no escribiendo los libros originales sino
escribiendo de una vez las sinopsis para bachilleres. Es este método de
enseñanza -y no tanto la televisión y los malos libros-, lo que está acabando
con el hábito de la lectura. Estoy de acuerdo en que un buen curso de
literatura sólo puede ser una gema para lectores. Pero es imposible que los
niños lean una novela, escriban la sinopsis y preparen una exposición reflexiva
para el martes siguiente. Sería ideal que un niño dedicara parte de su fin de
semana a leer un libro hasta donde pueda y hasta donde le guste -que es la
única condición para leer un libro-, pero es criminal, para él mismo y para el
libro, que lo lea a la fuerza en sus horas de juego y con la angustia de las
otras tareas.
Haría falta -como
falta todavía para todas las artes- una franja especial en el bachillerato con
clases de literatura que sólo pretendan ser guías inteligentes de lectura y
reflexión para formar buenos lectores. Porque formar escritores es otro cantar.
Nadie enseña a escribir, salvo los buenos libros, leídos con la aptitud y la
vocación alertas. La experiencia de trabajo es lo poco que un escritor
consagrado puede transmitir a los aprendices si éstos tienen todavía un mínimo
de humildad para creer que alguien puede saber más que ellos. Para eso no haría
falta una universidad, sino talleres prácticos y participativos, donde
escritores artesanos discutan con los alumnos la carpintería del oficio: cómo
se les ocurrieron sus argumentos, cómo imaginaron sus personajes, cómo
resolvieron sus problemas técnicos de estructura, de estilo, de tono, que es lo
único concreto que a veces puede sacarse en limpio del gran misterio de la
creación. El mismo sistema de talleres está ya probado para algunos géneros del
periodismo, el cine y la televisión, y en particular para reportajes y guiones.
Y sin exámenes ni diplomas ni nada. Que la vida decida quién sirve y quién no
sirve, como de todos modos ocurre.
Lo que debe
plantearse para Colombia, sin embargo, no es sólo un cambio de forma y de fondo
en las escuelas de arte, sino que la educación artística se imparta dentro de
un sistema autónomo, que dependa de un organismo propio de la cultura y no del
Ministerio de la Educación. Que no esté centralizado, sino al contrario, que
sea el coordinador del desarrollo cultural desde las distintas regiones del
país, pues cada una de ellas tiene su personalidad cultural, su historia, sus
tradiciones, su lenguaje, sus expresiones artísticas propias. Que empiece por
educarnos a padres y maestros en la apreciación precoz de las inclinaciones de
los niños, y los prepare para una escuela que preserve su curiosidad y su
creatividad naturales. Todo esto, desde luego, sin muchas ilusiones. De todos
modos, por arte de las artes, los que han de ser ya lo son. Aun si no lo sabrán
nunca.
Gabriel García Márquez