miércoles, 23 de julio de 2014

Dos cuentos de los estudiantes del "Luis A. Elías Ghezzi"

El ciudadano

LLEGÓ a su casa antes que la noche, un pensamiento le envolvía la cabeza. El sol se ausentaba en Ica, la sombra del Saraja desaparecía. Algunos pájaros llegaban a Pasaje Valle para dormir en los pocos árboles que quedaban. Koya no dejaba de pensar en la abuelita, el haberle arrebatado su cartera lo tenía mareado. La mañana siguiente fue a buscarla. Los días anteriores al robo la vio cerca de la iglesia San Francisco; esperó a que abrieran la puerta, intranquilo movía los ojos para todos lados. La anciana no llegaba, pasaron dos horas y se dirige al mercado modelo. Ahí la encuentra triste en un rincón. La abraza y le promete algo que no va a cumplir, devolverle la estampita del Señor de Luren, sus hojas de ruda y sus treinta céntimos. Ella, contenta, lo abraza. Ambos se dirigen al puente Puno, le invita a su casa. Por el camino iba pensando:
-           - ¿Cómo pude robarle a la hermana de la abuela Rosa?
El ratero adolescente tenía ante sus ojos la libreta electoral de tres cuerpos con la foto de la agraviada. Ya no dudaba, le había robado a su propia sangre. En otros arrebatos botaba todo lo que no sea dinero en los basurales del río; ahora, sólo recordaba la carcajada al cielo, esa de resucitado.
-         -   La lanzada estuvo tan cargada que perdí la razón totalmente ¡maldita droga! Ahora puedo escuchar a la abuela recriminarme por haber matado su gatito, por robarle las monedas con las que compraba pan para sus nietos ¡Puta mare! era tan buena la vieja.
En casa, a solas, con el cuarto a oscuras, toma una decisión: trabajar honradamente, buscarlo en una de las tantas construcciones que hay en Ica, ganar para sobrevivir yo y la abuela Udaliz. Suelta una estruendosa flatulencia y vuelve a reír mirando al cielo. Su futuro se le viene encima, le cae una gran preocupación por la vida ¿volver a estudiar?, aunque sea los sábados en el dos por uno. Ahora recuerda a su maestro, el de los mil y un consejos, el que siempre le repetía “lee todo lo que puedas hijito”. Se levantó más temprano de lo acostumbrado, salió de casa con dirección a Los Portales.
Era el día de su cumpleaños. Inició su nueva etapa con quince años, sería por lo pronto ayudante de albañil. La mano de obra barata abunda en estos trabajos, si son menores mejor, no hay beneficios. Su padre en la cárcel, su madre “desaparecida” –en realidad prostituta- , él se había criado con la dulce abuela Rosa, la que vendía ruda por todo el mercado modelo. En el trabajo todo el año le fue muy bien. Pudo comprarle un abrigo a doña Udaliz. Aún contempla el abrigo que comprara en Plaza el Sol, aunque con ella compartió todo por poco tiempo: falleció con una sonrisa, tal vez pensando en el gran cambio del muchacho.
Pasaron los años, dos décadas fueron suficientes para volverse un empresario exitoso. Animado por sus conciudadanos intentó postular a la presidencia de la república, aunque no ganó, lo único que quería era ayudar a los niños con problemas familiares, los de la calle, los más vulnerables… Con esto Koya da una lección a todos los ladrones.

LEONARDO QUIJANDRIA MENDOZA.

El chupatripa

KOYA, saturado de amargura, camina despreocupado; sus pasos hacen el recorrido de todos los días. De pronto, sus ojos localizan a un joven saliendo de la avenida 28 de Julio; con mirada de radar y una llovizna de sudor, descubre que tiene dinero. Dice:
-         -  A ese huevón, yo le robo…
Se acerca sigilosamente y lo coge de la nuca. Por error, le mete la mano al culo mientras intenta sacar la billetera; pero el muchacho reacciona y le da un puñetazo en todo el rostro. El ladronzuelo cae sobre una cacana de perro; se levanta y emprende la carrera para escapar de su víctima. El tiro le ha salido por la culata.
A la siguiente tarde, convencido por su furia, y colmado de venganza, busca el puñal que elaboró en su infancia para defenderse de su tío violador y sale. En lo alto, el sol está de color rojizo; las nubes, ausentes… el día se niega a extinguirse. Espera al jovenzuelo, que de un momento a otro aparece en la misma esquina, la del poste de luz y paredes manchadas con inscripciones que dicen: ¡Tito a la Alcaldía!, lugar que utilizan de urinario algunos borrachos y perros callejero.
Por detrás de su víctima, y con el puñal en la mano, se acerca sin hacer ruido; presionando sus dedos fuertemente, le raya toda la barriga. Empieza nuevamente el forcejeo, vuelve a caer en el mismo lugar -la droga le da valor pero no habilidad- el mojón de perro lo aturde, no suelta la billetera de sus manos. El “huevón”, como Koya lo llama, no ha caído, se toma del estómago y pide ayuda. El choro de la esquina “Los chuños” vuela con el botín. Al llegar al bosque de piedras se santigua y abre con cuidado lo robado. Se da con una gran sorpresa: encuentra puros billetes de “Santa Rosa”.
Regresa a la zona, saluda a su mancha; luego, se encuentra con “Chupatripa”. El avezado delincuente era un tipo de estatura mediana, delgado, cabellera terminada en una colita color mostaza, rostro redondo y perfil de tucán. Él era el nieto de la anciana a quien Koya había robado la cartera. Llevándolo de los hombros, lo cuadra en un rincón, recordándole su fechoría:
-        -   ¡Me las vas a pagar! ¡Te voy a llenar el pozo de nutrición láctea!
Koya, arrodillado, pedía perdón, y entre lágrimas, le besaba los pies diciendo:
-        -   ¡Por favor no me mates! ¡Yo no sabía que era tu abuelita!
Con la velocidad de una explosión reacciona, logra cortarle los testículos al “Tripa” y escaparse por su huacha. Los causitas del mutilado salen detrás de él mientras Chupatripa decía:
-       -    ¡Maten a ese cabrón hijo de puta!
Logra cruzar la Avenida “Puerto azul” empujando a las personas y escapando de un par de tiros. La gran bocina de un volquete lo deja sordo. El pesado vehículo aplasta a un perseguidor, ahora son ocho corriendo a su alcance. No encontraba escapatoria. Regresa a su esquina preferida, vuelve a pisar caca, esta vez no es de perro sino de perra. Los ocho lo agarran, le destrozan el poto a patadas. Todos miran y nadie se mete a defenderle. Por las ventanas de las casas los niños observan. Lo matan a golpes y se llevan el dinero que robara a aquel huevón.
Chupatripa murió al poco tiempo de una infección, la chaveta que provocó tan dolorosa enfermedad fue remojada todo un año en el desagüe. No pudo atenderse en un hospital por estar requisitoriado. Sus testículos desaparecieron. Los ocho que cometieron el homicidio aún viven. Se dedican a lo mismo –robar- y lo seguirán haciendo hasta su muerte. Hoy, de regreso a casa, los vi jugando casino en la esquina.
RONNY SALAS AYALA.

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