Muy temprano Aurelio Cusi
despertaba con el primer lucero que aparecía en el cielo, daba la voz a toda la
familia e iniciaba el día siempre en la compañía de Alqu Mayo, su perro. Con él
iba a ordeñar las vacas, para esperar el suero y alimentarse bien en los años
buenos, ya que cuando había sequía el pobre disputaba los granos de trigo con
las palomas y envejecía mucho caminando hacía lugares que tengan agua o verde,
de esta forma poder sobrevivir en los andes peruanos. Un día, su dueño no
despertó y el animal intrigado por la interrupción de la vida cotidiana, lo fue
a buscar dentro de la casa, casi nunca lo hacía, desde muy pequeño lo adiestraron
a cuidar las vacas y carneros, por lo tanto, debía dormir en el corral e ir a
donde ellos vayan, algunos días se divertía; pero los otros días la pasaba preocupado ya que
el semblante de don Aurelio y la de su hijo Jacinto le decían que estaban en
apuros.
Al entrar en la habitación,
miró hacia arriba y no vio estrellas, el lugar era pequeño de estatura, la
pequeña puerta, el pequeño banco de piedra, una cama hecha de palos, tendida
con sabanas de cuero, era lo único grande que existía en ese lugar oscuro,
lleno de muerte, le pasó la lengua por su rostro y se estremeció por lo helado
de su cara, era su dueño, no pudo hacer nada, tal vez la luz y la vida se
apagan casi siempre de noche, sin que nos demos cuenta, se nos van nuestros
seres queridos. El perro entendió allá arriba, que existen momentos de dolor y
todos nos vestimos de negro en un largo momento de tristeza.
Jacinto llegó como a las diez
de la mañana. A una distancia considerable pudo ver la estancia de papá, se
preocupó porque los animales aún estaban en el corral, pudo percibir un silencio
como si los cerros hubiesen callado para siempre, apuró el paso, dejando parte
del equipaje al lado del camino debido a que pesaba mucho, silbó a Alqu Mayo.
-
Fui, fuiju, juiiiii
El perro abandonando el
pequeño recinto, sale a la parte exterior y lanza aullidos estremecedores, corre
hacia el río, en dirección de Jacinto. Dejaba momentáneamente a la muerte para
ir donde estaba el sonido, la palabra, la voz, el llanto. Jacinto ya imaginaba
el desenlace de su padre, había partido hacía Samaca en busca de medicinas. Los
pueblos son muy dispersos, la gente se agrupa para afrontar la muerte en
Distritos, son muy pocos los que tienen la suerte de contar con un Puesto de
Salud, pensar en hospitales es un sueño. El año pasado las lluvias torrenciales
y el helado viento, dejaron muy débil a un hombre de 70 años de edad, sin
contar con la furia del sol que quemó las hojas de los alfalfares, de verde que
era el pueblo se volvió amarillo, la naturaleza nos castiga pensó Jacinto
después de ver a su padre tendido en el piso cubierto con frazadas, el tigre
dibujado en el abrigo rugía muy amargo. Ahí en el patio, lugar donde tendieron
boca arriba a Don Aurelio, estaba su perro y fiel compañero Mayito, como el
difunto lo llamaba cariñosamente, el alqu, escondía sus orejas y cuando
escuchaba algún ruido, las paraba y las movía de norte a sur.
Pasado una semana, Jacinto con
la ilusión de estudiar decide tomar el rumbo de los ríos, aquellos que bajan
con dirección al oeste, los que últimamente ya no braman sino gritan, no
entendemos por qué ellos también han cambiado el tono de su canto, antes era
dulce, tocaban con ternura sus riberas, jugaban con los niños, daban de beber a
los animales, tenían su andar tranquilo hasta llegar al mar. Papá ya no estaba
en casa y él se encontraba muy solo. En la tarde, mientras divisaba la muerte
del sol en el horizonte se puso a cavilar: “Lo único que me dejó fueron estás
dos botas, del tiempo de la guerra interna, un oficial llegó por la estancia,
según me contó mi viejo, estos terrenos no eran de la comunidad, eran de su tío
que se encontraba en Estados Unidos, le pidió que cuidara sus bienes, nunca
hemos tenido nada, estos zapatos son los único que me acompañan en el camino”.
Ya se había echado a andar un buen trecho por la quebrada, mientras tanto desde
el cerro más elevado escucha ladridos, no quería continuar su vida llevando a
un perro a la costa, tendría más problemas, sobretodo en su alimentación, su
mochila contenía unos trozos de queso y dos bolsas de cancha, en dinero tenía
más suerte, él vendió algunas inyecciones que no usó su padre y pudo obtener 30
soles. Nunca le dijo ven o vámonos, tampoco pensó que lo iba a seguir, ya que
no se apartaba del lugar que servía como cementerio en el anexo de Llautacha,
sin duda extrañaba mucho a su dueño.
Ambos continuaron por el curso
del río que servía de camino, las cuencas hidrográficas también tenían
compañía, eran las carreteras que como serpientes se enroscaban por todas las
laderas de los cerros, sean grandes o pequeños, también servían para llevar
personas, y algunos productos en los buenos años a los mercados de la capital
Lima. Pasaron dos días bajando y subiendo cerros, en la tercera tarde los
andenes desaparecieron, la costa les mostraba una inmensa pampa, campos
eriazos, el color verde ausente, un rostro pálido muy parecido a la chicha de
maíz se apoderaba de su visión, el perrito que había batallado con don Aurelio
(diez años en los andes) ahora empezaría una nueva vida en lugares cálidos, su
lengua siempre paraba botando agua, olfateando la ropa de las personas, quizá
sonriendo al no tener que trepar largas distancias, caminar era demasiado
fácil.
Subieron a un camión, pues los
ómnibus no dejaron subir al animalito, casi se queda en Palpa, le querían dar
un poco de ciruelas a cambio. El trayecto y las peripecias presentadas en cada
kilómetro unieron mucho a Jacinto y Mayito, ya encima del ocasional medio de
transporte ambos se quedaron dormidos, fueron despertados por el ayudante del
vehículo de carga cuando estaban estacionados en un garaje cerca de un río
lleno de basura, el lugar era conocido como Acomayo, la urbe tenía el nombre de
Ica. Un señor de tez blanca era el dueño del corralón, ni bien logró ver al
chiquillo lo interrogó.
-
¿De dónde eres makta?
-
Soy de Llautacha señor
Ya no quería responder, tuvo
cierta desconfianza, dudó mucho al ver un señor hablando quechua en plena
costa, es blanco todavía pensó. Entró en confianza cuando observó a Mayito
jugar con los galgos del estacionamiento, una señora les trajo algo de comer
para él y su perro, el can ya había compartido con sus pares unos buenos trozos
de pollo. Le propusieron que se quedará administrando y cuidando el local, ya
que su hijo no podía estar mucho tiempo en casa, pues estudiaba en la
Universidad la carrera de Ingeniería Ambiental, aunque la zona era muy
peligrosa, también albergaba a gente buena. Por aquí las palabras
discriminación, delincuencia y corrupción eran el pan de cada día; pero con
mucha suerte pudo empezar a estudiar la primaria en una Institución Educativa
cercana, gracias a la comprensión y apoyo de un desconocido.
Una noche de fiesta en la
ciudad, los perros no cesaban de ladrar, los delincuentes al no poder ingresar
a robar las pertenencias de los transportistas, lanzaron panes con veneno, Mayito
de alma noble, nunca imaginó de la existencia de gente mala, los otros perros
no comieron el bocado, pues se habían criado toda una vida en la ciudad, el
animalito aunque viejito dormía de día y conservaba la atención de los peligros
por las noches, cuidaba de sus amos todo el tiempo, daba amor a la persona que
le brindaba cariño y atención. Jacinto y el hijo del dueño al volver lo vieron
con vida, comenzaron a darle agua con jabón, ya era demasiado tarde, falleció
con la boca llena de espumas. A lo lejos se escucharon como nunca el sonido de
las campanas, la ciudad fue sorprendida con la muerte del pequeño animal.
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