lunes, 18 de septiembre de 2017

El pájaro de las alas doradas




Yo recuerdo aquel día que vi a ese pájaro volar con sus alas, en el amplio cielo azul, pero ese pájaro tenía algo que lo distinguía de los demás, para mi eran sus hermosas alas doradas.
Eran tan brillantes que hasta las piedras más preciosas sentirían envidia de aquel ser. Mi abuela me contaba historias del pájaro de alas doradas, pero yo creía que era solo un mito.
Aquel día en que lo vi me estaba yendo a estudiar, era un día de excursión en mi colegio, nos íbamos a un bosque. La profesora de Ciencia,Tecnología y Ambiente dijo que el viaje de estudios era para conocer de mejor forma la naturaleza, pero en realidad no me importaba nada, solo pensaba en divertirme e ir a jugar en el arroyo.
Cuando llegamos, el bosque que estaba en mi imaginación, ni se parecía un poco al bosque que íbamos a entrar, la profesora mando a que consiguiéramos dos insectos en grupos de tres. Yo fui con Alessandro y Antonio. Debo confesar que soy un tanto inquieto y me aburre de igual forma todo, excepto jugar. Justo estábamos en una pendiente cuando Alessandro me dijo que dejara de jugar pues me podía caer o algo peor. Pues dicho y hecho, resbale con una piedra y caí, rodé hasta la pendiente más profunda, por lo cual terminé desmayándome.
Escuche la voz de Alessandro y Antonio llamándome fuertemente, casi como si quisieran llorar. Cuando me desperté estaba adolorido, tenía moretones y heridas por todo mi cuerpo, los rayos del sol iluminaron mi rostro, pensé en ese entonces que ya estábamos por despedir la tarde, muchas cosas se agolparon en mi mente; pero fue el nombre de mi madre el que llegue a recordar cuando rodaba, no pude gritarlo por el miedo, mientras rodaba algo frío quería apoderarse de mi humanidad.
Me levante con mi cuerpo adolorido y caminé en busca de una salida. Mientras me desplazaba con dificultad algún reflejo tocó mis ojos, parecía como un espejo, pero cuando mire al cielo azul, me impresioné, vi un hermoso pájaro que tenía alas doradas, todavía recuerdo una de las múltiples charlas con mi abuela:
-       El príncipe Chaucato según Arguedas es: “pardo jaspeado, de pico fino y largo”
-       En qué cuento lo describe abuela…
-       El cuento se llama Orovilca y comienza así: “El chaucato ve a la víbora y la denuncia; su lírica voz se descompone. Cuando descubre a la serpiente venenosa lanza un silbido, más de alarma que de espanto”.
Al evocar la conversación, me acordé del pájaro del cual tanto me hablaba en sus historias, en la hora del crepúsculo, justo cuando decía se me escapa la vida hijita. Pero era bellísimo, tal vez los sonidos de sus alas doradas tengan que ver con su libertad, era tal cual lo describió José María. Un ave con una seriedad peligrosa, gallardo, un pico fino que emitía cánticos alegres y tristes, al  compás de sus trinos, como una coordinación del tiempo la tierra suspiraba, al escucharlo parecía que me guiaba con su canto a encontrar la salida. Estoy seguro que era el agua subterránea y de alguna forma fue así, ya que al tocarme estaba empapado, no pude sacarme el polo rojo de mi colegio, mis manos no daban más. Luego desapareció aquel pájaro sin dejar rastro alguno.
Mis compañeros me vieron y fueron rápidamente a ayudarme, me abrazaron y lloraron de felicidad. Enseguida me llevaron al hospital más cercano por las heridas que tenía, ya en el nosocomio, no podía dejar de pensar en aquel pájaro de las alas doradas, aquél soldado del valle iqueño, que lucha contra la serpiente, reptil que representa a lo más maligno del sol.

                                                   Adriana Felipa Sarmiento


lunes, 17 de julio de 2017

Cuento dedicado a Ramón Rojas

EL ABUELO RAMÓN

Escribe: Victoria Vega
En la compañía del "viejo" Ramón, César y William.

Había una vez un niño que se llamaba Pedro, un día sábado se fue al cerro más elevado de su ciudad,  cuando estaba arriba. Observaba detenidamente el espacio que cubría la arena, pudo ver plantas en el cerro, mirando el horizonte se preguntó ¿por qué en el cerro hay plantas? Cuando regresó a su casa, le preguntó a su abuelo Ramón.

- Abuelo ¿Por qué hay plantas en  el cerro? El abuelo de apellido Rojas responde. 
-Te voy a contar la historia, en los cerros machos  no hay plantas.

- ¿por qué abuelo? Preguntó nuevamente el niño.

-  Es que por ahí habita un brujo que no le gusta la naturaleza... Un día el brujo se encontró con una chica tan bonita como tu profesora Elva Navarrete, al verla se quedó prendida de ella y la hechizó. Lanzó una advertencia: “te enamoras de  mi por siempre”.

La señorita de trenzas brillantes, le respondió, yo no te quiero, eres muy gordo, feo y sin futuro. Entonces el brujo la convirtió en un cerro grande. Uno tan diferente a las miles de dunas que existen en el desierto iqueño.

Después de haber hecho eso, se tomó el agua de Huacachina y Orovilca, mientras tomaba con paciencia y sin ninguna mueca, pensando... iba mirando el sol, finalmente expresó: yo me voy a convertir en Huarangos para que  estemos juntos por siempre.

Al terminar de hablar, el abuelo Ramón preguntó:      
  - Te gustó la historia

  -Si abuelo Ramón, parece la leyenda moderna del cerro Saraja.

-         Exacto! Gritó el viejo con mucha alegría.

El niño al notar la sonrisa arrugada de su familiar, siguió con las interrogantes.
-         Abuelito, tu que sabes mucho quiero que me comentes del Chaucato.

-         Mañana Pedrito, ahora voy a leer…
-         Abuelo….
-         Mira hijito, léete este cuento de Arguedas, y mañana platicamos del ave sagrada de Ica....

Comentario: Les hablé de mi amigo Ramón Rojas un personaje que le tiene mucho amor a los libros, ellos empezaron a escribir un cuento con el tema: Cómo convivir con la naturaleza, la estudiante me dijo que su personaje se llama Ramón como su amigo y que lo quería conocer. Pareciera que el relato aún no está acabado, espero que lo termine en la próxima sesión.


Cuentos de los estudiantes del MÁXIMO DE LA CRUZ SOLÓRZANO

LA NIÑA DE LOS OJOS AZULES
Nunca olvidare el día que la conocí, era un 14 de mayo, un día como cualquiera, entró una chica de cabello corto con unos hermosos ojos azules, con un uniforme bien planchado y sus zapatos  un poco sucio por el polvo de las calles de San Martín de Porres. El profesor Javier presentó a la misteriosa chica al salón, su nombre era la Luciana.
Ella era una chica callada, no hablaba de su vida con nadie, raras veces hablaba con las niñas de las mesas delanteras, no se comunicaba con los varones, yo siempre la observaba, me molestaban con ella para molestarla, su forma de ser también llamaba a la envidia, mi amigo José Miguel me dijo que le hablara, que no me pusiera tímido por una chica.
Un día el profesor dijo que Luciana ya no vendría más al colegio, todo se preguntaron por qué pero no hubo respuesta, el profesor con una tristeza en sus rostro continuo con su clase.
Poco tiempo después llegaron las vacaciones, me fui a la playa con mis padres, pero me invadía el pensamiento de donde estaría ella ahora.
Al llegar, miré el atardecer, me quede sentado a la orilla del mar, contemplando el mar y su hermosura.
Un día al llegar a la casa vi a mi madre conversando con una señora de tez blanca, ojos verdes, un poco delgada. La señora estaba llorando, mi madre dijo que saludara, me acerqué a la señora, y le encuentro un enorme parecido a Luciana.
Mi madre me dijo que la señora se llamaba Rosa.
-Soy madre de una de tus compañeritas de clase, se llamaba Luciana.
La señora con su rostro melancólico, me hizo palidecer. Mi corazón empezó a palpitar fuerte y no sabía el porqué, sin tartamudear le pregunté por ella.
Ella con lágrimas en los ojos, no pudo responder, mi madre dijo que fuera a mi habitación, me ideaba tantas hipótesis, hasta llegar al punto de pensar que estaba muerta. Después de un rato, mi madre entro a mi habitación.
De mi madre escuche la trágica realidad, ella había muerto, fue asesinada por su propio padre, me quede sin palabras, no obtuve respuestas, hubo un silencio raro, no tuve que decir.
Me adentre en mis sentimientos, un sentimiento de odio invadió mi corazón me pregunte tantas cosas ¿Por qué lo hizo? ¿Cuál fue su motivo? ¿Qué pecado tuvo ella?
Paso el tiempo ingresé a la universidad, conocí a una chica de cabellos largo y  sus ojos azules, me recordó aquel día que la conocí, justo era una de esas mañanas sin tiempo, como cualquiera que se vive hoy, un 14 de mayo, tal vez martes.

                                       Adriana Felipa


ROSA LA BRUJA

Por: Victoria Vega

Había una vez una señora que se llama Rosa, todos se burlaban de ella, por su baja estatura, la enorme nariz que tenía. Le decían “Bruja”, porque en la casa que habitaba, sólo la compartía con un enorme gato negro.
-         Está embrujada, decían…
Un día sus vecinos entraron a la casa de Rosa, ellos no eran tan cultos que digamos, cuchichiaban sentados  en sus hermosos salones y tomaron la siguiente determinación:
-Queremos ver si la casa de Rosa está en realidad embrujada.
 Cuando los vecinos la recorrieron, se murieron de susto, por las cosas extrañas que encontraron, cuando los vecinos querían salir no pudieron, porque Rosa había utilizado una de sus magias para asustarlos y no dejarlos salir.
Cuando Rosa los vio:
-         ¡Oh, oh! Dios mío de las tres calaveras, entraron a mi casa sin permiso. Entonces voy a maldecir la ciudad.
El pueblo donde habitaba Rosa se llamaba Cachiche y la ciudad Ica.
Al día siguiente…
Uno de los vecinos de Rosa dijo que quería matarla, ella como era hechicera escuchó cuando su vecino estaba hablando con Doña Arsenia, la vecina era la más chismosa de la cuadra.
Rosa muy preocupada se pone el ojo del gallo cenizo y decide vender su casa, se fue a vivir al otro lado del río. Ahora todos dicen que es  un lugar encantado, ahí se reúnen todas las brujas los martes y los viernes. Pudo encontrarse al fin con su gran amiga florentina.
Finalmente, ambas amigas vivieron felices por el resto de sus días. Aún se puede escuchar el canto del gallo, en la época de avenida.

Primer Año 2017.




LOS ANIMALES TAMBIÉN SE ENAMORAN

Escribe: Shiomara Jazmín

Un día tan bonito, un niño llamado Francisco se fue de paseo con su familia. Por el camino encontraron a una señora, un abuelo y tres niños, el niño Francisco se preguntaba, porqué toda la familia estaba afuera. Al ver la desesperación de los dueños, se dio cuenta que andaban buscando a su loro Panchito, el animalito  se había escapado.

La familia los quiso ayudar.
Francisco, el niño les dijo:
-Nosotros los podemos ayudar.
La dueña del lorito, respondió
-         Si claro, no hay problema…
La familia de Francisco, descendieron de su carro, caminaron buscando el loro Panchito, después de andar por lugares inaccesibles y complicados, lograron encontrar tres zorritos blancos.
Francisco les pregunto a los zorritos.
-         Estamos buscando  un loro chiquito ¿no lo han visto?
Y los zorritos respondieron, si lo vimos con una lora rosada, llamada Isabel, ellos siguieron y por fin lo encontraron. Grande fue la sorpresa al verlo, Panchito tenía en su pico una Rosa Roja.
La señora dijo:
-         Y esa rosa
El loro respondió:
-         Para mi bella amada Chabuquita, me voy a quedar, viviré con ella hasta el final de mis días, todos se rieron y murmuraron.
-         ¡Los animales también se enamoran! 




Primer Año "B".....Primer semestre, cuentos presentados por el día del logro.

jueves, 25 de mayo de 2017

La niña de los ojos más poderosos del mundo *

La niña de los ojos más poderosos del mundo *



José Vásquez Peña  


Ya lo había dicho Marcial Ramos.
-          La niña Romelia de sólo mirar revienta las cosas.
Esa tarde lo volvió a repetir,  y además agregó:
-         Las plantas que soportan su mirada, se van secando lentamente  hasta volverse amarillas y morir.
Por increíbles, al principio, la gente de Huamanguilla no admitía los sucesos. Hasta el párroco de la Capilla de San Antonio, Anastasio Martínez, santiguándose, con bruscos ademanes, acunó la duda, esa vez que MaitoTubillas le preguntó:
-         Señor cura, ¿por qué será? La niña Romelia, está mañana ha mirao  mis piernas y mis pies, diciendo, qué bonitos zapatos de charol, qué bonito pantalón de chasqui, y ahora me siento chivato maniatao. No puedo caminar.
-         Ave maría purísima- contestó el sacerdote.
Y dale con la mano, desesperada, haciendo la cruz sobre el viento fresco que venía de la quebrada, apenas perceptible. Allá lejos, pasando la Achirana.
-         Son ocurrencias tuyas –continuó- llévate mi bendición y anda con Dios.
Y se alejó por el camino a Orongo, donde tenía que asistir a Bonifacio Anicama que estaba atragantado, otra vez, con un hueso de mango seco y pedía con desesperados gestos los santos oleos, pues de tanto ocurrirle lo mismo, aburrido, decidió dejarse el hueso en la garganta y morir de una vez.
MaitoTubillas pensó que la bendición iba a surtir efecto. Pero no fue así, siguió caminando como si llevara un quintal de algodón sobre los hombros, con las piernas abiertas, rengo, rengo, arrastrando sus zapatos de charol relumbrando sobre el terroso camino, igual que luciérnagas a pleno sol.
Y así camino durante varios días, hasta que un miércoles encontró con el gringo Navea, que al verle caminar de ese modo raro, desde su camioncito Ford, sin bajarse, porque si no después tenía que darle manizuela, le recomendó:
-         Cholo, te han ojeado. Anda donde Juan Cuco para que te  rece.
Queriendo y no queriendo, Maito, llegó a la casa del curandero y adivino del caserío. Excelente rezador, también dicen que era.
Y salió sano, de la casa rojovivo, como atleta preparado para competir en carrera de resistencia. Juan Cuco, entre bostezos y lágrimas, le había dicho:
-         La niña Romelia, cuando mira con atención y concentra  su mirada en alguna parte del cuerpo, o en cierta cosa, lo trastorna todo. Otros, han venido con fuerte dolor de cabeza y hasta cuy he tenido que pasarles para que se les quite el ojo.
Fue entonces que Maito recordó una conversación casual de su padre con su madrina:
-         Cuentan que cuando Romelia Flores, allá en Ica, abrió los ojos por primera vez, después de nueve meses de oscuridad, estallaron los focos de la sala de partos, y los pedacitos se fueron volando por toda la ciudad. La gente los veía circular sin explicarse que había sucedido. Los pedacitos de las bombas de luz llegaron desde el antiguo Hospital hasta el confín sur, a tres cuadras de la Iglesia del Luren, y se alojaron en una zona baldía, entre puquiales. Recuerdo que la partera Huapaya, que le ha jalao las patas a muchos iqueños para que lleguen a este mundo, me refirió que ese día tuvo que terminar de atender el parto, encendiendo cahirulos, para decirle finalmente a Doña Natalia, que aún sentía espinas en el vientre: ha sido una robusta niña, blanca, con ojos traviesos que no le paran de bailar. Ella misma, la Huapaya, me lo dijo.
De esto ya hace algunos años.
Y en otra ocasión, Maito, oyó decir que la niña Romelia había sido castigada en el colegio, por traviesa. Una Mañana fue llevada a la Dirección y arrodillada en garbanzo seco. Como si nada de lo que ocurría a su alrededor le concerniese, ella miraba, muy seria, el cuarto y los enseres que allí habían. Detrás de la aparente seriedad se ocultaba, retozona, una sonrisa. Vaciló un instante y depositó su mirada en un hermoso florero de porcelana china, de varios colores,  con rosas y otros adornos; estaba sobre el escritorio. La Directora, Margarita Santana, diligente, revisaba papeles. La niña Romelia siguió  mirando y el florero  ¡Bandangán!  que vuela en mil pedazos, inundando lo que allí había amontonado, desde el acta de fundación del colegio hasta la partida de nacimiento del último niño matriculado. Romelia ven rápido. Ayúdame a secar, le dijo la Directora, amable, asustada, desesperada. Pero ya los papeles eran un amasijo completo. Y Romelia que ya iba conociendo que sus ojos lo podían todo, se dijo: ¡Uf, la reventé! Y con el alboroto y los gritos. Llamando a todos los profesores para que ayuden, terminó el castigo.
De ahí para acá, los hechos se sucedieron.
Y  la fama de la niña Romelia iba creciendo. En Huamanguilla. Todos los pequeños y la gente mayor que supusieron serían afectados; así como las cosas que pudieron ser objeto de la curiosidad de Romelia, lucían un enorme listón rojo. Para que no me ojeen, decían.
Naturalmente, había gente que no creía en el poder de la niña Romelia, Como Raymundo de la Sota, hacendado, ricachón, incrédulo, que cierta mañana despertó a todo Huamanguilla con sus gritos:
-Mi chancha ha parido trece chanchitos, hermosos. Vengan a mi hacienda a verlos. Invitaré pisco para celebrar.
Y la noticia se esparció.
Durante varios días los campesinos desfilaron a conocer los chanchitos.
Le recomendaron a Don Raymundo:
-          Póngale un listón rojo a cada uno, Don Ray.
-          ¡Bah! Esas son creencias de cholos.
En uno de los días de visita, Romelia fue llevada por Amador Flores, su padre, a la feria porcina. Así terminó Don Raymundo llamando a su exposición, que promocionó incluso en el Diario  La  Opinión de Ica.
Llegó Romelia en el momento que los cerditos eran amamantados y la chancha había desaparecido bajo los hambrientos vástagos.
Con la candidez propia de los niños, se ilusionó con el tierno cuadro y dijo:
-          ¡Papá, mira que lindos son los chanchitos coloraos!
Marcial Ramos que los había acompañado, intervino con solemnidad de investigador:
-         Digo -dijo- que mientras la niña Romelia mira, salen de sus ojos finísimos rayos de candela que se meten en el cuerpo de los chanchitos
Don Amador, que era a quien se dirigía, le dijo
-          Tú, y tus raras explicaciones. Vamos.
Y se fueron.
No sólo de la hacienda, sino también de Huamanguilla porque Don Raymundo andaba buscando, horas después, quién había “ojeado” a sus chanchitos que fueron enterrando el hocico, uno por uno, en el lodazal del chiquero, y allí quedaron para siempre, pese a los esfuerzos del rezador que fue llamado de urgencia.
La huída finalizó en un naciente barrio de Ica, a tres cuadras de la Iglesia del Señor de Luren.
La tarde siguiente con la nostalgia a flor de piel, Don Amador Flores, le repetía a la niña Romelia la usual advertencia:
-         No quiero problemas, hija. No prestes atención ni a la gente ni a las cosas, sino tendré que ponerte anteojos negros, muy negros, para que no salgan rayos de candela de tus ojos.
La niña Romelia obedecería sólo hasta cuando su curiosidad y su rebeldía así lo permitieran.
Pero al principio fue así.
Se dedicó a escrutar la nada.
Sus miradas iban dirigidas al espacio, sobre todo al viento de la tarde que le traía recuerdos del verdor de los paltos de Huamanguilla. Concentró sin saberlo su energía síquica por mucho tiempo.
Una mañana, acostumbrada como estaba al poco ruido del gentío del barrio, donde ya se habían levantado muchas casas modestas, se extrañó por el bullicio de tropel y salió, escuchando:
-         Ha nacido un muro. Ayer no estaba allí. Ahora, como una muralla divide nuestro barrio pobre de la lujosa urbanización Luren.
-         Debemos derribarlo.
Seguía gritando la gente.
La niña Romelia salió a reunirse con ellos.
Sus ojos se posaron fijamente en el muro.  













·          La niña de los ojos más poderosos del mundo, es un cuento publicado en el Libro La soledad del Viejo Huarango

·          José Vásquez Peña.  La Soledad del Viejo Huarango.  Duna Encantada  Ediciones.  Lima, 1988.

miércoles, 26 de abril de 2017

Manonga arrojada del infierno

Manonga  arrojada   del  infierno (1)
                                                                    José Vásquez Peña





I

-   Y entre platanales iba saliendo lentamente la Manonga, desdentada,  colgada de un brazo;  bajo el otro,  llevaba un atado de leña a medio consumir: pavesa de su vida de maldad.
Eso me dijo Venancio Quispe, el día mismo que se produjo el reencuentro.  A  mí,   me lo contó primero.  Mejor dicho,  me escribió en un papel,  antes que a todos,  su increíble episodio, con temblorosa mano,  garabateando también el espacio;  por que las palabras,  desde ese momento,  se le fueron adentro,  muy adentro, por los caminos del miedo.
Dicen los de Tallamana,  que cuando murió Venancio, después de habitar muchísimo tiempo en el mundo del silencio y la desesperación, en su agonía,  recobró el habla y pregonó con la fuerza del último suspiro,  lo que había sucedió ese día.
 Y  ahora,  desde Mansión Luna,  se escucha su voz contando su reencuentro con la Manonga,  más allá de la vida,  en los platanales.
Desde ese entonces,  uno lo oye.
Ya lo oirá usted,  si osa algún día orientar sus pasos por esos parajes.
De verdad,  da miedo.

II

Huamanguilla,  sembríos de paltos,  y  flores de suche, el camino.
Un aplastante  sol  les recibió,  al compás de  doce  alegres campanadas, fugadas de la capilla de San Antonio.
Muchas caras curiosas,  invadieron de inmediatamente la única calle del Caserío, colindante con la Achirana.
Voces rumorosas.
-   De juro buscan a Juan Cuco
-   A qué otra cosa viene la gente acá
Eduviges,  mujer ya de cuarenta años,  cholona entera,  cuerpo de pallar, con el sudor brotando, desmontó del asno; ayudó luego a la Manonga a bajar del anca.
Antes que Eduviges pudiera articular palabra,  Coitijo,  como un dardo, lanzó las preguntas de estilo.
-   ¿Para quién?
-   ¿Para Juan Cuco o para la Gringa?
-   Busco al brujo mayor – Eduviges.
Coitijo,  colorado,  melenudo,  cuarentón,  siempre alegre;  entre vino y pisco,  señaló la casita de caña de rojovivo pintada.
-   Ahí vive el maistro. Pasen nomás al segundo cuarto; en el primero, atiende la Gringa.
Esta escena  se  produjo  cuando Manonga de Tallamana, tenía catorce años y su tía Eduviges la llevó hasta Huamanguilla para que Juan Cuco le sacara el demonio que llevaba adentro.
-   ¡Ay! Don Juan, esta muchacha es malosa, se pasa la vida haciendo maldad.  Ayer nomás le sacó los ojos al gato negro de la vecina,  y en una cajita se los envió de regalo.
-   Siéntese,  dijo Juan Cuco. Debo saber detalles para luego actuar.
Sacó los naipes y colocándolos sobre el apolillado escritorio, fue disparándolos, con furia, con calma, con temor, hasta cubrirlos de figuras.
-   Ella es la maldad. –  Mientras hablaba, Juan Cuco, hacía extraños movimientos,  cortando el aire con su sombrero negro, alón, formando círculos.
-   Ella es la maldad,  trataremos  de  curarla.
-   Cúrela,  Don Juan.  Le daré diez chivatos de mi corral. ¡Cúrela!-  Eduviges.
-   Mal agüero, caballo desbocao. Rey maniatao por la maldad. Reina, eclipsada por la envidia.
Silencio y miradas.
Siguió… siguió.  Cuando hubo terminado de tender la sábana de barajas, se eternizó en la contemplación.
Luego,  habló Juan Cuco.
-   ¡Huy!  Manonga será difícil tu curación. Las cartas anuncian que te quemarás en el infierno.  Es extraño – enfatizó-  la última carta dice que no será en el mismo infierno, sino cercanamente.
-   ¡Cúrela! ¡Cúrela!  La imploración subió de tono.
Juan Cuco entró al cuarto contíguo, y salió con un atado de hierbas, haciendo la señal de la cruz, mascullando conjuros.
-   Me envías,  ahora mismo, los chivos.  Necesito además que me dejes una prenda íntima de Manonga para terminar de curarla.
III

Varios años pasaron.
-   Esta curación no ha  funcionao. –  Repetía Eduviges, cada vez que se sentaban a la mesa con Manonga,  y a la par de ingerir alimentos evaluaban actos.
-   Manonga ha empeorao – me dijo muy preocupada, Eduviges, un Jueves de compadres.
Aquel día fui a retornarle la tabla, hermoso balai adornado con guirnaldas y con dos muñecos, el compadre y la comadre, hechos de masa de bizcocho.
-  Gracias compadrito,  por aceptar- me expresó.
Abrió la ventana, febrero estaba en todas las esquinas del patio, y mucho más allá se distinguía el monte de árboles que antes se divisaba denso, coposo; ahora,  sólo se notaba  un grupo raleado de eucaliptos y pinos. Habían disminuido los árboles por la tala indiscriminada que hacían los jóvenes, en este tiempo, para celebrar la fiesta de la Yunza.
No permanecí allí más de quince minutos. Suficientes para enterarme que Manonga seguía creciendo como refinada expresión de maldad. Huamanguilla, Tallamana, Orongo y lugares cercanos supieron de ella y empezaron a temerle y odiarle.
Convertida en una hermosa mujer, encandilaba a los hombres de la región, enfrentándolos, para hacerlos merecedores de una simple mirada o una sonrisa.
Hubieron varias riñas y desencantos en el caserío.
Me quiero casar contigo, Manonga, mirándola fijamente a los ojos, el Timoleón, bajo una tarde azul, a la sombra de un palto viejo, como su amor, declarándose. Y  la Manonga, loca estaré para amarrarme con alguien de acá. A otros, a los cazamoscas, dos jóvenes, siempre con la boca abierta, esperando el manjar del cielo, los desesperaba. Te ofrecemos –los dos querían casarse con ella- nuestros terrenos, nuestros chivatos,  nuestras vidas, ¡cásate con nosotros, Manonga! Y ella, riendo, primero que baje el dedo San Pedro, que llore sangre la sábila,  que a los chivatos no le crezcan cuernos. Y una letanía de insólitos pedidos que orilló a muchos pretendientes a la locura. Precisamente, en loca actitud, un martes trece al amanecer, aparecieron cinco enamorados cantándole amor,  amor desesperado; sus cuellos, colgados de una soga color corazón atada a un enorme palto, a orillas de la Achirana; sus caras moradas, sus lenguas salidas, buscando saciar la sequedad del momento final;  sus piernas pendulaban la desgracia, rasgando los secretos del viento. Del pecho de cada uno de ellos, sobresalía una carta que en lenguaje parco decía: todo por amor a la Manonga.
Colgaron la nostalgia de sus cuerpos, al imperio eterno del amor.

IV

El día que se casó Manonga, con un forastero,  las campanas de la Capilla se volvieron de palo.
-   ¿Qué hace el sacristán prendío de la soga del campanario? Le dijo Don Rulo Morales, el hombre que andaba de la mano con la muerte, a Josesón Aguado.
Estaban sentados en el muro de una de las  compuertas de la Achirana, frente a la Capilla de San Antonio, contemplando el accionar del sacristán.   
-   Tú debes saberlo, Rulo. Tú que tantas veces has sorteao  la muerte,  debes saber qué sucede cuando no suenan las campanas.
-   Será porque el sonido dulce de campanas no hace juego con la maldad de Manonga.
Y la boda se realizó orlada por el silencio.
Ese día,  hasta los pájaros decidieron emigrar hacia la quebrada de Santo Domingo de Capilla,  para no amenizar con sus trinos el acontecimiento.  De manera que a la Manonga nadie la vio cuando se casó. Ni el mismo Rulo la vio, pues antes que llegara al carruaje tirado por elegantes caballos, le dijo a Josesón.
-   Deja al sacristán. Debe estar espulgando la soga. Vamos a tomarnos una mulita de aguardiente.
Y se fueron.
Nadie se enteró tampoco que ya eran esposos, sino hasta mucho después de que, angustiados porque el pueblo los ignoraba, tuvieron que poner un letrero grande, frente a su casa, que decía: recién casados.
Venancio Quispe, el mortal que la desposó,  hacía algún tiempo había afincado sus reales en Tallamana. Todo fue que conoció a Manonga  y  empezó a comprar  terrenos,  en los que cultivó esperanzas y deseos, ardorosos, sexuales, que nacían de los ojos, del cuerpo, del vientre de Manonga;  y   escocían primero su frente,   bajando,  bajando luego, no sabía hasta donde.
A Venancio le costó trabajo conseguir el sí de Manonga. Luego de un sinfín  de tentativas, escuchó.
-   Te acepto, pero como prueba de amor quiero que incendies la choza de Timoleón, allá arriba de Orongo, cerca del cerro, de noche, cuando él esté durmiendo.
Venancio, en ese momento, experimentó una sensación de repudio,  pero más pudo el sentimiento de amor que se le había colgado del corazón.
Una noche,  la choza de Timoleón fue barrida por el fuego, sin que nadie supiera jamás quién lo había hecho.
- Habrá sido la vela que dejó prendida Don Timo, antes de bajar al Caserío. Felizmente el no estuvo allí - Me dijo Isacc Jáuregui, la tarde siguiente en que comentábamos el incidente, en el tambo de Orongo.
Nunca se supo bien, cómo se conocieron, ni cómo surgieron las desavenencias que fueron royendo los corazones, los cuerpos y la vida de Venancio y Manonga.
Reunidos con Maito Tubillas, tomando cachina colada, una tarde de farra, que se prolongó hasta el amanecer, Venancio nos confesó: sólo por amor, porque me tiene encandilao, soporto las maldades de Manonga .Pero pronto estallaré. Tengo el odio a flor de labio. El convencimiento empezaba ya a envolver las palabras de Venancio, sin que Manonga avizorara la tormenta.
Hasta que el amor fue ganado por el odio. Una tarde cuando Venancio, de regreso de sus labores, encontró que Manonga había quemado el colchón del tesoro, haciendo humo sus caudales, estalló en ira. Todo debido a que el día anterior Venancio no había llevado a Manonga al Pueblo a comprar un sombrero de moda, amarillo con cinta negra que llegaba hasta la cintura.
- Estoy harto Manonga –le dijo- Harto. ¡Ojalá te mueras pronto! Ese día, haremos fiesta en Tallamana. Yo bailaré con el violín del diablo, a horcajadas sobre la vida, el día de tu muerte, Manonga. Desde este momento, ¡te odio! Te odio, al igual que todo el pueblo.           
Manonga, como nunca, se preocupó y decidió explorar su futuro, tomando un brebaje de savia de San Pedro, planta alucinógena, amarga, que le había recomendado, hace tiempo, Juan Cuco. Logró tomarlo con dificultad, a la sombra del último huarango del valle, ubicado en el límite mismo con la Pampa de Yauca, hasta donde tuvo que ir para estar en olor de soledad. Sentada sobre su sueño, se dejo conducir por desconocidos ríos, por extraños parajes, hasta que llegó al final de sus días. Fue cuando se alarmó del destino que le esperaba. Se vio vagando por la eternidad con un atado de leña, bajo el brazo, un calor intenso, rodeándola, abrasándola. Allí de improviso la abandonó el sueño. Y Manonga tornó en esperanza su mirada que refugió en la inmensidad de la pampa.

V

-   Ha muerto la Manonga – Corrió la voz,  con velocidad de buena nueva.
-   Ha muerto atragantada de maldad,  la Manonga- fue el coro que se deslizó de oído en oído hasta trasponer los linderos del pueblo y recrearse en otros parajes.
La gente se preparó.  ¡Habría fiesta para despedirla!  Al menos, así lo había prometido Venancio Quispe, que andaba luciendo una dilatada sonrisa por el suceso;  buscaba, en ese momento, una pizarra para anunciar el baile, la alegría, la dicha, del viaje al infierno de Manonga.
-   Al infierno tiene que ir; no cabe duda – estuvo diciendo hasta el anochecer,  Coitijo,  con dos platillos que hacía sonar de rato en rato. Y bebía.  Bebió tanto que al amanecer llegó a conocer la extrema delicia de la cachina que lo atosigó hasta la felicidad.

Y  la fiesta de realizó, en la plaza principal, con mucha algarabía.

El féretro,  en casa,  solo,  abandonado,  consumía los cuatro cirios,  que despedían el alma de Manonga.  Dicen que le brotó el alma en forma de mariposa negra,  y los cirios le seguían acompañando a descender a su morada.
Cuando la mariposa se apartó de ella,  Manonga sintió que su viaje comenzó,  fue al exhalar el último suspiro, acompañado de la algarabía de la gente, cosa que aún  oyó  con claridad. Después siguió un camino amplio, rodeado de eucaliptos y flores. Al fondo divisó una cuesta y al costado un sinuoso caminito que descendía a la profundidad de los abismo donde la esperaba Caronte. Un camino iba a la cima;  el otro a la sima. Cuando llegó a la bifurcación,  el camino hacia arriba se esfumó, y el caminito,  creciendo,  la atrajo con fuerza,  irresistible,  hasta encantadora.  Manonga no tuvo otra alternativa que seguir. A medida que descendía se sentía abrasada.  Su alma ¿o qué era? Lo que la mantenía consciente. No lo sabía. Lo real es que, sentía calor, ardía. ¿O sería que sus neuronas no morían y la mantenían pensante?
Divisó a lo lejos, una mansión de color rojo encendido, con una puerta enorme. Tocó fuerte, muy fuerte. Una voz horrísona se dejó escuchar,  y  un hombre escarlata apareció vestido de una vistosa  levita que se prolongaba en una cola, larga, roja.
-   ¿Desea entrar? Identifíquese.
-   Manonga de Tallamana.
El diálogo se extendió en pormenores.
-   Un momento, consultaré.
Esperó. Aguardó impaciente una eternidad.
De regreso, el hombre le espetó una pregunta burlona.
-   ¿Con que Manonga de Tallamana, eh?
-   Sí… Sí, Señor.
-   Señor de las tinieblas  –retrucó-  demórese y complete. Señor, es cualquiera.
-   ¿Puedo entrar?  La Manonga
Mirándola fijamente, el hombre escarlata sentenció.
-   Ni aquí tiene cabida.
Cogiendo luego un atado de leña, finalizó la conversación.
-   Tome. ¡Quémese afuera! A vagar por el universo. ¡Largo!
Los pasos escarlata dieron la vuelta y se introdujeron en las profundidades.
Todo esto lo contó la mismísima Manonga, cuando Juan Cuco la convocó una noche oscura. Hubieran visto ustedes, cómo se movía el vaso sobre una mesa negra, alocadamente, de una letra a otra, para trasmitir el mensaje.  Al final a Juan Cuco tuvimos que auxiliarlo. Quedó exhausto. Hasta le dimos respiración artificial.

VI

Venancio Quispe,  caminando entre el follaje y la penumbra vesperal,  tarareaba una canción popular.  La tarde se iba, como todas las tardes. Al igual que nosotros, él ignoraba adónde  se  iban los días a la hora del crepúsculo. Pero de lo que sí tenía certidumbre es que las tardes se llevan los colores y traen la negrura.
-  Me  voy  pal… Tra… la… la – Se le entreveró la letra de la canción en el cerebro y la olvidó por completo. Con el olvido, irrumpió el miedo súbito, paralizante.
Se acercaba a Mansión Luna,  aquel paraje extraño por donde el tiempo ha pasado sin dejar huella y el paisaje ha ido perdiendo sus elementos naturales, haciéndolo cada vez más desolador.
Mansión Luna,  en ese tiempo,  se llamaba aún, Callejón de la Chivillona; después de lo acontecido y de las sucesivas apariciones fantasmales, dejó de llamarse así y la gente de Tallamana, con respeto ahora le llama Mansión Luna.
Por ese Callejón,  venía Venancio Quispe,  aquella tarde que se ahogaba en el crepúsculo;  el miedo ya se le había metido en las venas.  De improviso sintió como si de los platanales, que había adelante, alguien le observara. Se detuvo,  por miedo, por precaución,  pero se detuvo. De pronto percibió un ruido. Era como si estuvieran caminando sobre hojas secas;  como si apartaran las colgantes y largas hojas de plátanos. Sintió ¡puaj! que algo se descolgaba. Levantó la mirada y pudo ver a Manonga,  colgada de un brazo; con un atado de leña bajo el otro, sonriente,  como diciendo: Venancio, hiciste fiesta el día de mi muerte, pues ahora vas a bailar conmigo. ¡Ven baila!  La voz resonaba en la conciencia de Venancio.
La aparición empezó a danzar ante los ojos aterrados de Venancio,  que no podía articular palabra.
-   ¡Baila!- le decía. Y ahora Venancio escuchaba con claridad el mandato.
-   ¡Baila! Le decía,  reía,  carcajeaba, al mismo tiempo que empezaba a desvestirse,  hasta quedar desnuda.  Luego sus fláccidas carnes fueron desprendiéndose y quedó totalmente en huesos.
-   ¡Baila! Y ahora era el esqueleto que danzaba, ordenando.
Venancio huyó por los caminos del miedo, hasta llegar al mundo del silencio y la desesperación.
  

      






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(1) Manonga arrojada del infierno,  es un cuento de José Vásquez Peña, incluido en el libro La Soledad del Viejo Huarango.  Duna Encantada  Ediciones.  Lima, 1988.           


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