miércoles, 20 de agosto de 2014

CACHABLANCAS Y PISADIABLOS

Cuento inédito 

Darío Vásquez Saldaña ,en compañía de Tunchi Loco (Ica)
CACHABLANCAS Y PISADIABLOS


—Doctora, se va usted a lidiar con los impetuosos “cachablancas” de San Pablo y, por supuesto, también con esos fieros “pisadiablos” de San Miguel —le decía el Fiscal Superior de Cajamarca, doctor Alfieri González Izquierdo, a la doctora Palmerinda Vallumbrosio Mansilla, mientras le hacía entrega de sus credenciales como Fiscal Provincial de San Pablo de Chalaques, así como de la encargatura, en adición a sus funciones, de la Fiscalía Provincial de San Miguel de Pallaques.
—Veremos, doctor, qué tan bravos son —contestó la nueva Fiscal Provincial, con una sonrisa maliciosa—. Me gusta enfrentar los desafíos.
Antes de viajar a tomar posesión de su cargo, la doctora Vallumbrosio quiso enterarse de la ubicación, características y costumbres de los pueblos adonde se aprestaba a viajar. Lo que obtuvo fueron datos fragmentarios e incompletos, causándole más bien mucha gracia que a los de la provincia de San Pablo los motejaran de “Cachablancas”, y a los de San Miguel, de “Pisadiablos”.
—Mejor por qué no desistes de ese viaje —le dijo su prima, Ruperta Bailón, que no sabía ahorrarse lisuras—. ¿No ves que en San Pablo sólo cachan a las blancas?
—¡Jajajajajaja! —se rio Palmerinda—. Entonces me iré a San Miguel, dicen que está cerca. Si ahí pisan hasta a las diablas, por qué habrían de menospreciar a una negrita como yo.
Pero la historia de estos dos pueblos, salpicada de leyendas y anécdotas, habría de despejar las dudas de la fiscal: El pueblo de San Pablo se ha asentado sobre la antigua comunidad de los “Chalaques”, un ayllu de grandes productores agrícolas, y el pueblo de San Miguel sobre la comunidad de los “Pallaques”, un ayllu de recolectores y comerciantes.
Cuentan que los sampablinos de antes eran abusivos con los sanmiguelinos, iban en grupo y hacían destrozos en la comunidad: los mataban, incendiaban sus casas, robaban su ganado y a sus más lindas mujeres, causando pánico en la población. Pero, cansados los pisadiablos de tanto abuso, se prepararon convenientemente; esperaron la llegada de los prepotentes “cachablancas”, los tomaron por sorpresa y los mataron a casi todos, provocando desde esa oportunidad una rivalidad que, a Dios gracias, hoy  pasó  al olvido.
Cuentan, de igual manera, que en la ruta de tránsito de San Miguel hacia la costa, había una próspera hacienda: “Capellanía”, cuyo dueño era rudo y cruel; dentro de los castigos que solía infligir a su peonada, dicen que ensillaba al sirviente, lo montaba con espuelas, colocándole una tuza en el ano. En cierta ocasión un notable personaje de San Miguel pasó por su predio, lo apresó y lo hizo batir barro una semana, sólo por no saludarlo.    
Los sampablinos se quedaron con el mote de “Cachablancas”, debido a que a sus pobladores, para defenderse de los bandoleros que asolaban la zona, durante las primeras décadas del siglo XX, nunca les faltaba un revólver Smit Weson o una Colt, pero todos debían tener obligatoriamente la cacha blanca o nacarada, por lo cual se hicieron famosos: “Ay revólver de cacha blanca, no salgas de tu vaina si no vas a disparar y no vuelvas a ella sin honor”, era su dicho de batalla. Y sus vecinos, los sanmiguelinos, son conocidos como los “Pisadiablos”, debido a que su santo patrón es el arcángel San Miguel, a quien lo representan pisando al diablo.


A tan solo un mes de haber asumido sus funciones el comentario era ya casi unánime, la fiscal de San Pablo se había ganado el aprecio y el respeto de la población; ¿el secreto?: la rectitud y la firmeza de sus actos; ninguna dádiva o proposición deshonesta habrían de torcer sus decisiones. Asistía a su despacho con puntualidad británica y vestía impecablemente con terno azul o negro. Muy pronto se adaptó a la comida del lugar; complacida comía su cuy con papa, “aunque el sabor no se iguala con mi guiso de gato”, comentaba para sí; y cuando le servían su chochoca con caraucho, pedía que le pusieran un poquito más de pellejo tostadito de chancho, seguramente recordando la sabrosura de su inigualable carapulca chinchana. Los intelectuales y artistas de San Pablo la acogieron con gran cariño, llegando a cultivar una gran amistad con el profesor Elio Burgos, pintor de renombre nacional, quien le hizo un retrato de gran calidad pictórica.


Nos queda decir que Palmerinda Vallumbrosio Mansilla, es una dulce y escultural mujer de la provincia de Chincha, toda hecha de chancaca y canela; de ese tipo de morenas que cuando uno las tiene en el pecho, ni cien curanderos famosos el susto nos quita. Alta, hermosa, de unos ojos preciosos color de miel, tuvo que impresionar y hacer palpitar los corazones de los renombrados “Cachablancas”. Es posible que su investidura como Fiscal Provincial le haya cubierto de una aureola de respeto casi impenetrable, así que los enamoradizos tartamudeaban antes de animarse a lanzarle un piropo. Pero, Palmerinda no sólo se enfrentaba a los infractores de la ley sino también a los aguijones de la abstinencia; tenía necesidad de cariño, afecto, pasión; la ducha fría no habría de apagar indefinidamente el fuego ardiente de su corazón. Cuando intentó relacionarse con el geólogo y poeta Moshenga VIII, sintió el impacto de una cautelosa indiferencia. No quiso exponerse a más. Al cuarto mes decidió cambiar su residencia a San Miguel de Pallaques, para ver si por ahí algún intrépido pisadiablo osaba amortiguarle la quemazón. Sus primeras noches se despertaba creyendo que alguien le cantaba: Negrita ven, préndeme la vela, negrita ven… Mas, durante los dos meses de permanencia en San Miguel consiguió buenos amigos y nada más. Fue en procura de la amistad del escritor Antonio Goicochea, pero a este ratón de un solo hueco, entretenido en sus libros y sus poesías, no le quedaba tiempo para la galantería; se acercó con el mismo propósito al profesor Tirso Linares, pero éste, romántico cantor, sólo la entretenía algún fin de semana, con una bonita serenata, excusándose en los achaques de la jubilación para no atreverse, a pesar de las sutiles insinuaciones, a un lance con semejante monumento de fuego. Alguien le recomendó que visite al escritor Walter Lingán (quien, como buen pisadiablo, no le corre a ninguna presa), pero cuando fue a su casa, ahí terminaron todas sus esperanzas; los familiares del escritor le dijeron que estaba en Alemania, apachurrando a su Viuda Negra.
La hermosa fiscal se regresó a San Pablo de Chalaques.
—Elio —le dijo a su mejor amigo, al encontrarlo en su taller—, no quiero almorzar sola, he venido a pedirte que me acompañes.
Cuando llegaron al restaurante “La Negra”, en el barrio “La Ermita”, Palmerinda se detuvo frente al panel.
—¿Me trajiste acá por mi color?, o la especialidad es la comida negra —dijo la fiscal, con una sonrisa burlona en sus labios.
—Mi querida doctora, puede estar segura de que no hubo segunda intención, solo que aquí la sazón es la mejor.
—Deja ya de llamarme doctora, desde este momento a cada uno por su nombre y punto, ¿estamos?
—Estamos.
Ambos pidieron su cuy chactado y su chochoca rebosante de caraucho. Palmerinda pidió seis cervezas que las sirvieran de dos en dos.
—Estamos de cumpleaños mi querida amiga —dijo Elio.
—No hay ningún santo, simplemente me ausentaré por una semana; nos convocaron a Cajamarca a todos los fiscales provinciales; pero hoy día quiero perderme… —dijo Palmerinda, mirando a su amigo, con unos gestos que decían mil cosas muy bonitas.
Al agotarse las seis cervezas, Palmerinda mostraba ya los signos iniciales de la embriaguez.
—Elio —dijo Palmerinda, tomándole cariñosamente de una mano—, ¿tienes todavía esos macerados, que se parecen a los vinos de Sunampe, que me invitabas mientras me hacías el retrato?
Elio contestó afirmativamente, pero le advirtió que esos licores eran muy fuertes, no aptos para mujeres.
—No te preocupes, buenmozo —dijo Palmerinda. Era evidente que los efectos del licor le habían distorsionado la visión—, ¿acaso no te anticipé que hoy día quería perderme? ¡Llévame a tu taller!
Era cierto, Elio tenía bien guardados una sarta de botellas de añejos macerados de chirimoya, naranja, lima, chuchuhuasha, uña de gato y guanarpo, preparados con ese aguardiente incomparable de Anispampa; una sola habría bastado para dormir a una vaca. Había llegado el momento de destapar sus dos añejos de guanarpo: la botella marcada con una H, grande, indicaba que contenía el macerado de guanarpo hembra y la marcada con una M, el macerado de guanarpo macho.
A las diez de la noche Palmerinda ya no pudo soportar la picazón: “¡Llévame a tu cama, Elio…, llévame a tu cama, papito lindo”, le rogaba. Tuvo que obedecerla, le acostó en la mullida cama donde pinta a sus modelos y salió para asegurar la puerta. A su regreso se puso a guardar las botellas inconclusas, mas su sorpresa fue mayúscula, él había estado tomando la botella marcada con la H. Palmerinda alcanzó a desvestirse totalmente, pero se quedó profundamente dormida; “esta morena se va a resfriar”, dijo Elio, le dio una sonora palmada en el poto y la cubrió… ¡mal pensados, qué creyeron ustedes!, claro que la cubrió con una abrigadora frazada.


La reunión de fiscales terminó en un almuerzo campestre. Al final, cuando los camaradas de Palmerinda le lanzaban bromas, con el lujurioso apodo de los sampablinos, se acercó el Presidente de la Corte.
—Doctora Vallumbrosio —dijo el doctor Alfieri González—, la felicito; pensé que esos cachablancas y pisadiablos le harían la vida imposible.

—Doctor González —dijo la doctora Palmerinda—, yo también tuve algún temor en un primer momento, pero no, todo ese renombre es puro cuento. Pensé que los famosos pisadiablos eran unos temerarios y valentones; nada que ver, doctor, no pisan ni a las hormigas, pero eso sí, pisan muy bien el barro. De los mentados cachablancas, creí que eran unos voluptuosos sin freno, pero igual, doctor, pura alharaca; es posible que les guste fornicar tan solo con sus cholas blanquiñosas, pero con las negras, ni bola, ni aunque se les ofrezcan gratis… Pediré mi cambio de inmediato, doctor.
Darío Vásquez Saldaña (Piscoyacu - San Martín - 1946)
De izquierda a derecha: Darío Vásquez, Oswaldo Reynoso....

martes, 19 de agosto de 2014

PABLITO



En memoria de Pedro Pablo Flores Medina
Club "Octavio Espinoza" de Ica


La voz del viejo era legendaria. Nadie como él sabía ponerle emoción a los partidos. Encandilaba a su audiencia cada vez que el Octavio Espinoza anotaba un gol. Su voz era tan querida que la gente no dejaba de escucharla incluso en el mismo estadio. Cuando el cotejo se ponía aburrido, la esperanza para matar el letargo dominical era que Pablito, como cariñosamente se le conocía, contara anécdotas o diera bostezos prolongados en plena transmisión que hacían matar de risa a radioescuchas y asistentes al recinto. Nadie se perdía su programa que iba de lunes a viernes a las 7. Sus oyentes aguardaban con ansias las tandas comerciales, porque sabían que el viejo, si es que su buen humor se ponía de manifiesto, salía con bromas o burlas.

El viejo se volvía quisquilloso cuando un jugador no era de su agrado. Su inquina y mala leche hacían que durante la semana, si el equipo perdía, hablara pestes, poniendo en su contra a los hinchas, que el domingo, cuando éste tuviera el balón, lo pifiarían hasta ponerlo nervioso. Nadie podía chocar con él. Ni los dirigentes, quienes se hacían de la vista gorda cuando Pablito hacía entrar a perros y gatos gratis al estadio. No le importaba la opinión de sus colegas, que se irritaban por la coprolalia que usaba cada vez que un balón era lanzado con mucha fuerza al arco. No tenía reparos en gritar: ¡Qué tal cacanazo! No pudieron retirarle su licencia la vez que azuzó al público a saltar las vallas para que fueran a golpear al árbitro limeño que cobró dos penales inexistentes. Nadie podía tocarlo; su afilada y procaz lengua lo tenía a salvaguarda. Muchos habían crecido escuchándolo. Lo tenían hasta en el almuerzo, cuando en “La hora del luchador” comentaba brevemente sobre deportes. Aunque estuviera enfermo, su romance con el micrófono no se interrumpía. Por más rivales que le salieron, o que Radio Programas del Perú transmitiera partidos del Espinoza, nadie podía quitarle su lugar. Acompañaba a todas partes al equipo. Ahí se hacía más importante, porque toda la afición iqueña estaba atenta a su relato. Guapeaba jugadores, sugería cambios al técnico, si el árbitro favorecía con sus cobros al equipo local tildaba su actuación de localista. Si el contrario hacía un gol, decía en voz baja:

—Señores, nos han metido un gol. Qué suerte tienen los maricones. Por favor, la madre del arquero no tuvo la culpa. Déjenla tranquila en su venusterio.
Cuando el equipo perdía, se enfurecía hasta el miércoles. Lunes y martes despotricaba contra jugadores, dirigentes, comando técnico y hasta utileros, a quienes recriminaba por la derrota. Jueves y viernes su ánimo, su voz, tenían otro tono. Gracias a su don manipulador hacía que las gradas del estadio estuvieran llenas. En la previa, inventaba chistes y comerciales:
Ese año, una generación de grandes jugadores vino a jugar por el Espinoza. Los comentarios exagerados a favor del equipo despertaron esperanzas de ganar el campeonato. La genta iba a verlos entrenar. En la primera ronda, el Espinoza ganó a cuanto rival se puso al frente.
El viejo y su audiencia ahondaron su romance. Inventó nuevos comerciales, y burlas hacia los contrarios:
—Voy a dar la alineación del cuadro visitante: el cojo mame, pisahuecos, asusmarcas, patafloja, tobillo triste...
El Octavio se mantuvo en la punta varias fechas. No perdía ni de visita. El viejo llegaba gallardo a los estadios, porque sabía que «los muchachos» tendrían otra gran tarde, incluso para resaltar los triunfos del equipo llegó a parafrasear citas históricas:
—Señores y señoras, los muchachos me hacen recordar al gran Napoleón cuando dijo: Vi, vencí, y regresé. Este equipo se va para campeón no lo duden. Ojalá no se vendan los muchachos.
Tuvo razón Pablito, «los muchachos» no se vendieron, no solo arrasaron adversarios, también barrieron con las chicas que después de cada triunfo, en un cuarto de hotel, agradecían efusivamente sus goles.
Las victorias del equipo, su puesto en la tabla, los bailes a sus rivales tenían un director: La voz del viejo.
—Qué bonito, Mozart se la pasa a Beethoven... los muchachos están componiendo una sonata...
Cuando un jugador perdía un balón, o daba un mal pase...
—Señoras y señores, acaba de estropearse una melodía.
Como era de esperarse, el equipo llegó a la final. Ninguna oncena iqueña había llegado a disputarla. Por las calles se respiraba fútbol. Los diarios deportivos de circulación nacional se agotaban muy temprano. Los canillitas, aprovechando la coyuntura, solo vendían El bocón o el Líbero junto a un Correo o El popular. El partido se disputaría en Piura, lugar imparcial elegido por dirigentes del Alianza Lima y el Octavio Espinoza. Las caravanas salieron repletas con globos, carteles e ilusión. Pablito, sabiendo que el lugar no sería neutral, ya que Alianza tenía hinchada en todo el país, y como no alzaba copa alguna hacía mucho tiempo, se valdría de todo para salir campeón; con su voz tendría que dar aliento e infundir fuerza a los sacrificados hinchas que viajaban a Piura. El viejo por fin tenía regodeo de narrar una final con el equipo de sus amores. Partió el sábado. Pasó varias horas en el bus. La vista del mar lo ensimismó. Era bueno sentirse un momento desconocido, ignorado, sin que nadie le dijera que era su fiel oyente, o guardar apariencias, porque el viejo, si podía criticar y hablar de ese modo, era porque nunca asistía a bares ni prostíbulos; tampoco podían acusarlo de coimear dirigentes o autoridades. Abrió los periódicos: tres jugadores reían, disfrutando su gran momento. El viejo cerraba los diarios con una sonrisa de satisfacción porque él sabía que parte de esa algarabía le pertenecía. La gente ahora lo veía como el oráculo que predijo que ese año el equipo traía el campeonato a Ica.
Piura era una fiesta. Miles de hinchas blanquiazules y rojos paseaban con banderolas por las calles. No hubo un solo acto de violencia, pero los insultos y burlas eran incesantes. La gente de Piura se dividió en dos. Por un lado querían un campeón provinciano, y por el otro, que el Alianza dejara esa seguidilla de fracasos.
El domingo llegó. Almorzó. No pudo conseguir una cabina para transmitir el partido. Ni modo, tenía que transmitirse al pie de la pista de atletismo. Sus asistentes colocaron una mesa y el teléfono con el que su voz llegaría a miles de hogares iqueños que ese día esperaban dar la vuelta olímpica en la Plaza de Armas. Rumbo al estadio, pidió al chofer que sintonizara Radio Programas. En ese momento, el locutor había interrumpido los comentarios acerca del partido, para dar pase al corresponsal en Ica, que, con voz temblorosa, anunciaba que a la 1:20 de la tarde un sismo había sacudido Ica. Los ojos de Pablito se exaltaron. Inmediatamente bajó del taxi a buscar un teléfono. Llamó a casa; la línea bloqueada lo desesperó. Estuvo intentando comunicarse, pero no pudo. El partido estaba por comenzar. Tornó su andar hacia el estadio. La preocupación por sus familiares, su casa, la cabina de Radio El Pueblo que lo albergaba de lunes a viernes lo tenían en vilo. Al llegar al estadio, la conmoción cundía entre los iqueños. En las tribunas, los comentarios acerca del terremoto eran que cientos de cuerpos yacían sepultados por bloques de adobe. La hinchada, angustiada, interceptó al viejo para preguntarle qué sabía.
—Pablito, ¿es cierto que hay miles de muertos?
—Caramba, no les crea. Como el Alianza no campeona hace mucho han creado esa noticia. En Ica siempre hay temblores.
—Pero, Pablito, dicen que la torre del Señor de Luren se ha caído y que en Pisco la catedral se ha venido abajo y ha sepultado a mucha gente
—Les vuelvo a decir, nos están manipulando, quieren poner nerviosos a los muchachos.
—¿Estás seguro? ¿No nos preocupamos?
El viejo mintió. Ya habría tiempo de viajar y ver con sus propios ojos la destrucción. En el camarín, jugadores, comando técnico y dirigentes estaban estupefactos. El antiguo local del club se había caído. La concentración, que es tan importante antes de los partidos se rompió. Igual, tendrían que salir al césped a matar. El pitazo del árbitro llamó a los equipos al campo. Las bromas e insultos entre ambas barras se detuvieron. Al salir las dos escuadras, el mutismo se rompió y dio paso a los cánticos y loas para ambos equipos. Un sagaz dirigente limeño pidió a la terna arbitral que diera un minuto de silencio en memoria de los muertos por el terremoto. Sabía que ese sería un golpe psicológico a jugadores y barristas. La terna admitió ese pedido. Al sonar el silbato que antecedía el minuto de silencio, las tribunas se pusieron de pie; solo se quedó sentada la del Espinoza. Los hinchas, segundos después, se pusieron a llorar. Fue un golpe certero. Las matracas se quedaron sin dar vueltas. La imagen de sus familiares saliendo despavoridos por el sismo los tenía intranquilos. Nadie osaba dar un cántico. El partido comenzó. El viejo, como nunca, narró el partido...
—¡Vamos, muchachos! ¡Háganlo por Ica! ¡No nos ganan! ¡Esos gorilas no nos ganan!
El comisario del partido vino a exigirle que bajara el volumen de su voz.
—¡No me joda!
—Modere su lenguaje o tendrá que salir fuera del perímetro del campo.
—¿Qué cosa quiere usted, que me calle? ¡Eso no señor!
Ante sus negativas, el comisario ordenó que sacaran a Pablito. La gente de Ica se enardeció, los mismos jugadores del Espinoza vinieron a impedir que lo votaran de ese modo. El partido estuvo detenido por siete minutos, en los que el árbitro principal, para no caldear los ánimos, no tuvo más remedio que dejarlo transmitir a pesar de que el comisario amenazó con no validar el partido. En Ica, el sismo había derrumbado cientos de casas, los hospitales colapsados no se daban abasto para atender a cientos de heridos. Pero a pesar de ese dolor, la afición estaba atenta al resultado de su equipo. La luz eléctrica se restringió. Pero donde hubiera una radio a pilas, un auto, la gente se reunía para oír la narración de Pablito. El viejo los hacía reír, aunque las réplicas se sucedían sin cesar. El viejo conocía, por periódicos faranduleros, vidas y milagros de los aliancistas...
—La tiene Balín, patea el balón afuera, piensa que está en el burdel a donde se escapa de la concentración... ¡Oiga, señor árbitro, regrese a ese gorila a su jaula!... ¿Machito Pérez? ¿Machito? Si la mujer le pega en plena calle...
Lo miraban con odio, pero él quería desconcentrarlos, devolver el favor a su dirigente. Pero el gol aliancista vino. Balín le hizo gesto obsceno al viejo. La gente ya sabía cuando narraba en ese tono...
—Señoras y señores, un error del árbitro al no cobrar una posición adelantada clarísima ha hecho que un nefando que sabe más de salsa que de fútbol haya hecho un gol al arco... gol de Ba... lín...
La posición adelantada no existió. Pablito no podía culpar al arquero ni a nadie. Sabía que los muchachos, como nunca antes, corrían, marcaban, no daban un balón por perdido. El primer tiempo terminó. Las réplicas seguían sucediéndose. Los heridos seguían llegando a los hospitales. Decenas de muertos eran encontrados entre escombros de adobe y quincha. Ese gol era más doloroso para algunos que los muros caídos. En el intermedio, sacó otros comerciales, le decía a sus oyentes que no se preocuparan, que el equipo jugaba como nunca, que eso gol era regalo del árbitro y que en el según do tiempo la historia sería otra. Los muchachos saltaron al campo de juego convencidos de voltear el resultado. Sonó el pitazo...
—La tiene Oré, vamos, cholo, vamos. Qué bonito, uno, dos, tres, se detiene, señores, el Octavio revive. La pasa a Quintana, éste se la toca a Jiménez. Oiga, ¿qué cobra este árbitro, ah? Es a favor de nosotros. Va a mover el balón Martínez, désela a Oré, que conoces de esto pelón, regresa a la defensa; el cholo, uno, dos, hace pared con Jiménez, Jiménez, Jiménez, ¡goooooooooooooooooool! Ica, ¡gooooooooooooool! Señores, goooooooooooool, griten en Ica y en alrededores. ¡Hermoso gol, señores, hermoso como la Huacachina!
En los hospitales y calles, el grito de gol resonó mucho más. Ni el sonido de la tierra temblando hubiera hecho tanta bulla como las gargantas de los iqueños. Los que no habían llorado por el terremoto, lo hicieron. El viejo quiso meterse al campo a abrazarse con los muchachos, quería sacarle la lengua a Balín, que lo había señalado con el dedo medio. El Alianza se le vino encima al Espinoza. La defensa conformada por el pelón Martínez, el feo Aguirre, el indio Huamán, el arquero Ecos, hacían denodados esfuerzos para que el balón no inflara las redes. El viejo, para no poner nerviosa a sus oyentes, decía:
—Un claro dominio del equipo iqueño. Ya está por llegar el segundo...
Alianza Lima estuvo cerca de aumentar el escore, sino fuera por la felina reacción de Ecos, que secó el grito de gol de los grones. Así como inventó chistes, refranes, anécdotas, comerciales, ahora fantaseaba jugadas. La gente cerca de él, se sorprendía de lo que oía, porque el Espinoza en ningún momento tenía en capilla al Alianza. Pero el viejo seguía imaginando jugadas. Faltaban cinco minutos para terminar el partido. En el alargue era seguro que el Alianza metía otro gol. El equipo iqueño se había quedado sin físico. De repente...
—Ataca Alianza Lima, González lanza un centro, la aleja Tordoya, la recibe Oré, contragolpe iqueño, ¡mira a Ruiz, que se desmarca, míralo, por favor, que va solito!
Como si El cholo hubiera escuchado, alzó la mirada, vio que Ruiz corría solo por la derecha...
—¡Cholo, Cholo! Qué tal pase, qué tal pase, Dios mío, la baja Ruiz, queda solo frente al arquero, tattatatatta, saca al arquero, tatatattata, ¡gooooooooooooooooooooooooool! ¡gooooooooooooooooool!...
La transmisión se quedó en silencio. El viejo no pudo aguantar la emoción, saltó al césped a abrazarse con los jugadores, con el comando técnico, besar la hierba. El árbitro tuvo que expulsarlo. En Ica ese gol hizo abrazar a heridos y enfermeros, a taxistas, canillitas, a hermanos, vecinos. El viejo no pudo terminar su relato, los policías lo llevaron a empellones a la tribuna, los iqueños bajaron a protegerlo, comprendían que él no quiso entristecerlos, querían más que nunca esa voz con la que habían crecido, el oráculo, un hombre legendario.
César Panduro Astorga (Ica - 1980)

martes, 12 de agosto de 2014

PROFE CABEZA DE PAN



Muchos no tenían si quiera primaria completa. Otros, no sabían cómo se escribían sus nombres ni los de sus hijos. El plan era ése. Que al menos supieran escribir sus nombres, que aprendieran a firmar y que no siguieran estampando sus huellas dactilares. Ninguno de ellos había leído los partes policiales ni judiciales. Para ellos las letras eran simples marcas sobre papeles. Entre diversos programas de reinserción social para presidiarios, el de alfabetización quizá era el más ambicioso y difícil. ¿Cómo? ¿Con qué? ¿Quiénes enseñarían? ¿Funcionaría? Los presupuestos para este programa eran magros. ¿Gastar plata para a enseñarles a sumar, leer, escribir? Alguien tuvo el acierto de sugerir que se incentivara a que estudiantes de educación de las distintas universidades del Perú, hicieran sus prácticas pre-profesionales en cárceles. Todas las facultades fueron notificadas. Al leer las propuestas de prácticas, los profesores se sorprendían, luego reían maquiavélicamente, pensando en enviar a estudiantes que no eran de su agrado…
El profesor Velarde, era el más conspicuo admirador de alumnas en la facultad. Varias le habían hecho perder el seso y el poco dinero que llevaba en sus bolsillos. Ajeno a compromisos matrimoniales, él, sin que nadie se lo dijera, se consideraba el soltero más codiciado de la Universidad. Con su camisa blanca, perfumada y limpia, zapatos marrones siempre embetunados y brillosos, sombrero de mimbre y lentes que le daban aire intelectual, paseaba orondo lanzando piropos por los pasillos del local central. Querido y odiado. Nunca aburrido. Sus clases jamás daban pie al bostezo. Los estudiantes permitían que en plena clase dijera frases amorosas a la chica que por esa semana robaba su atención. Pero la notificación lo había tomado por sorpresa. ¿Enviar alumnos a cárceles para que hicieran sus prácticas? lo normal es que fueran a colegios, parándose frente a escolares, temblando al hablar, haciendo el trabajo de los profesores titulares, que se alegraban de delegarles todo: las clases, lidiar con el registro, aguantar las burlas de esos rapaces que en plena efervescencia adolescente hacían añicos sus paciencias. 
¿A quién enviar? – Se preguntaba Velarde - Pilar, no pobrecita. Carlita, menos, María, no, ella no, está cerca de caer. A Paniagua. ¡ A ese lo voy a enviar! Pero aquí en el papel piden que sean dos estudiantes. Uno irá a enseñarles a mujeres y el otro a hombres. A Huarcaya, carajo. Ya verá que no fue bueno desdeñar mi invitación a comer…
Ya no le decía por su nombre, desde que en plena clase le gritara que ella no era un bombón, ni que tampoco el cielo estaba con agujeros por donde los ángeles se caían. Nyleve, era una estudiante hermosa. Muchos en la facultad habían intentado enamorarla, pero su carácter agrio y sus ojos coléricos ahuyentaban a todos. Menos a Paniagua, que por razones extrañas nunca trató de seducirla. Velarde, al verla, se persignó, le dijo que la virgen María había vuelto a la tierra. Todos rieron, pero ella, imperturbable, le respondió que su nombre era Nyleve Huarcaya y que no creía en ninguna María porque era atea. Era la primera vez que el profesor quedaba en ridículo. Los demás, acostumbrados a celebrarle sus piropos, callaron esperando su respuesta…
-Todas las princesas, son así…
Las rogativas, súplicas, a que lo acompañara a comer hechas por Velarde fueron en vano. Terminó por rendirse. Desde entonces la inquina entre ambos era fácil de entrever. Se miraban, ella con ojeriza y él con lascivia. Que fuera a realizar sus prácticas en la cárcel, sería la mejor manera de darle una lección que a él no se le despreciaba… 
-Huarcaya y Paniagua, irán a la cárcel--- se escuchó una risa general. Luego de una pausa aclaró… irán a la cárcel a hacer sus prácticas.
Los dos se acercaron. Los ojos de ella exhalaban fuego. Furiosa, espetó:
-Usted nos ha elegido porque nos tiene bronca. Yo no quiero realizar mis prácticas ahí…
-¡Qué le pasa¡ ¡Le exijo respeto! 
-Por qué a nosotros…
Velarde, trató de apaciguar su ira, diciéndole que eran los más indicados para ir. 
-Su carácter señorita, es el indicado para esta misión.
-¿Misión? ¡Estamos acaso en guerra¡
-Bueno ya está dicho, o van o reprueban...
El profesor salió irascible, colocándose como pudo el sombrero. Paniagua trató de calmarla…
-¡eso no se queda ahí! acompáñame.
-¿Pero dónde vas a ir?
-Al decano. Qué se ha creído. Voy a contarle todo lo que hace en los salones. La inquina que me ha tomado es por no dejar enamorarme. Viejo grosero, impúdico…
-El decano ya sabe eso. Es en vano que vayas. Velarde es de su partido. 
-¡Qué cólera!...
Paniagua la invitó a comer ensalada de frutas frente a la iglesia de San Francisco. A esa hora, los cláxones, hacían más terrible su cólera. ¿Ir a una cárcel a enseñar? ¿Por su carácter? Paniagua en cambio, veía aprendizaje. Si lograba que al menos no hicieran bulla, se convencería a si mismo que podía dominar cualquier aula. Enseñarle a gente que nunca estuvo en un salón de clases era un reto. Las clases comenzaban la semana siguiente. Tenía que prepararse. Sus compañeros, decían que ya habían encontrado colegio. Las quejas eran similares…La vieja (refiriéndose a la profesora) tiene cara de maldita… el viejo, cara de mañoso…Nyleve dejó de venir esa semana. Era un claro rechazo a Velarde. Paniagua, la esperaba porque el profesor, viejo zorro, adelantándose a sus acciones, dictó las condiciones para que la nota de práctica fuera grupal. Huarcaya no apareció más. Paniagua, estaba decidido a ir sin ella. 
La corbata negra, colgaba como un río por su camisa blanca, planchadita, sin flecos ni bolsillo. Había laceado su cabello con un secador para que no se levantara esa raya que dividía en dos su cabeza. Los carros estaban prohibidos de entrar hasta la puerta del penal. Sus zapatos, lustrados afanosamente, se empolvaron en el terral que mediaba entre puerta y tranquera. Tocó la puerta de metal. Desde la torre un policía le indicó que tenía que ir hacia el lado izquierdo. Llegó, un oficial se acercó a preguntar por qué estaba ahí. Enseñó el permiso del decanato. Por más razones que argumentó para no ser despojado de sus ropas para revisar si llevaba algo no permitido, no le hicieron caso. Su camisa se llenó de arrugas, su pantalón cayó entre sus piernas, lo que si no permitió fue bajarse el calzoncillo. Refunfuñó, hasta hacerse escuchar por el jefe de zona que ordenó que lo dejaran pasar. Camino hacia el pabellón, ida la cólera por el mal momento, se imaginaba que los reclusos lo recibirían con cariño. El policía que iba a su costado, hizo hincapié de que no formara relación amical alguna, ni que transportara encargos de familiares o amigos que se apostaban afuera del penal los días de visita. Llegaron. El policía dio muchas vueltas a las llaves. Al entrar, varios reclusos estaban sin camisas. Sus tatuajes y cicatrices a cualquiera habrían asustado. Paniagua, miró el pasadizo de cemento frío, llegó al patio central. “Sus alumnos” esperaban sentados al sol, sin pizarra, ni sillas. El policía informó que no pudo conseguir pupitres para convertir al patio en un salón de clases y que tendría que acomodarse a esas condiciones. Estos imprevistos ya habían sido advertidos por él. De su portafolio, sacó algunos cartelones. Fue pegándolos uno a uno sobre las paredes. Los presos miraban su accionar como algo ajeno a ellos. Deambulaban por todo el patio. Solo nueve de los casi trescientos internos que había en ese pabellón se inscribieron. Se apuntaron no porque quisieran aprender a leer. Se anotaron por los beneficios que iban a obtener si mejoraban las estadísticas de los programas. “Sus alumnos”, no hablaban, nadie lo ayudó a pegar los papelotes. Acabó, se dio vuelta, nueve reclusos estaban sentados frente a él. Sintió miedo al ver sus caras inquisidoras, amenazadoras. Balbuceó. Titubeó. Su voz sonó temblorosa. Un negro que tenía una cicatriz que cruzaba por toda su cara le dijo:
-¡Buena cabeza de pan!
Paniagua, se llevó las manos a su cabeza tratando de acomodar sus cabellos a otro peinado. A las burlas del negro, un cholo prieto que tenía el dorso descubierto con un tajo seco sobre su piel, dijo:
- ¡No jodan al profe carajo! siga no más cabeza de pincho.
Los insultos iban y venían. Las risas socarronas atrajeron a otros reclusos. Todos se burlaban de él. Paniagua, buscó los ojos del policía, pero este, también se reía de los piropos que proferían. Pensó que iba a desmayarse por ser objeto de vituperios y sornas. Sus ilusiones, de llevarse bien con “sus alumnos” se fueron diluyendo a medida que su mutismo despertaba más burlas. Como un mecanismo de autodefensa, recordó por qué estaba ahí. Tenía una gran ventaja sobre ellos. No la de ser libre, sino la de leer. Comenzó a defenderse de los insultos, devolviéndolos. Pero no gritando, como lo hubiera hecho cualquier mortal. Ellos no sabían escribir ni mucho menos leer. Escribió un insulto que llenó todos los papelotes. Los que sabían leer, rieron sin parar. “Sus alumnos” se sintieron burlados. Era claro que de ellos, los malos, nadie se burlaba. El negro, se paró y le increpó…
- ¡oye huevón que estás escribiendo!
- ¿Qué te pasa carajo? – le respondió el policía, sacando su arma. ¡Siéntate! ¡Vienes a ponerte malcriado no! ¡Siéntate carajo!...
La situación se tornó tensa cuando la cara del profesor se puso amarrilla de miedo. El negro insistía que leyera lo escrito en los papelotes. Paniagua, se armó de valor y dijo:
-Bueno –titubeó- he escrito: ¡Hijos de puta¡
Lejos de molestarse por la injuria contra sus mamacitas que venían a visitarlos vestidas con faldas largas los sábados, haciendo largas colas, pagando coimas por venir con pasadores, correa, e incluso por ir de un pabellón a otro y cuyos nombres tatuados sobre sus hombros hacían que se acordaran siempre de ellas, “Sus alumnos” rieron sin parar. El joven que tenían delante, eran tan boquita roja como ellos. El “profesor” les había dicho o escrito hijos de puta, porque en realidad lo eran. No solo el negro, y el cholo pertenecían a la clase, estaban también el cojo, tartaco (un tartamudo), gallo hervido (debido a su profusa blancura), Lolita la grande, el gordo sin cuello, pecho de culebra (por su famélica figura) y caobita. Esa tarde, Paniagua, pidió encarecidamente que repasaran las clases y cumplieran con delinear círculos para aprender hacer la o y dibujar patitos para que formaran el dos. . Luego de que alumnos y profesor llegaran al mutuo acuerdo de no interrumpir la clase por ningún motivo, otros fueron llegando al aula. Fiel a su vocación de profesor, Paniagua, logró que el alcaide, pusiera pupitres en medio del patio. Tuvo que adecuarlos a que aprendieran como si fueran niños. Les trajo textos de coquito, compró cuadernos, lapiceros. Nadie volvió a decirle cabeza de pan, en cambio ahora “el profe” sonaba muy bien. Poco a poco fue familiarizándose con ellos. Conociendo sus problemas…
-Profe-le dijo el cojo- hace mucho que no vienen mi mujer ni mi hija. Profe a usted se le ve buena gente, quisiera que fuera buscarla y que les diga que me vengan a ver, que soy su padre profe…que por más choro que uno sea, necesita de su familia…
-Tráigame-le dijo gallo hervido- unos cigarritos pe profe. En la tiendita todo es caro, se lo agradecería mucho profe.
Paniagua, cumplió con ir en búsqueda de su mujer e hija, pero le mintió al cojo, al decirle que ellas regresaron a Piura y no le dijo que ambas se habían ido a trabajar de lolitas a una mina en Nazca. A Gallo hervido, le trajo una cajetilla, advirtiéndole que sería la primera y última en regalarle. Mentira, porque a la semana siguiente ya no solo fueron cigarros, sino galletas, revistas. Así, fue encariñándose con “sus alumnos”, quienes también le tomaban afecto. Por él, estaban aprendiendo las vocales, consonantes, las letras de sus nombres, las de sus hijos, padres. Sus logros contrastaban con sus miserias. La alegría de la clase, la ponía el tartaco. Cada vez que hacía una pregunta demoraba mucho en terminarla. Paniagua obligó a aprenderse de memoria, frases, poemas, décimas, y que las dijeran en público. El negro fue el más ducho en recitar un poema. Todo el mundo, esperó esa tarde el turno de Tartaco…
-Si, si, si, Cristo, murió, murió,
-Bota la pepa – le dijo, el cholo, mientras todos se reían--
-Si Cristo murió, en la cruz, con, con, con
-No me mientes la madre, le dijo riéndose el cholo—
-Si Cristo murió en la Cruz con tres clavos sola, sola, solamente, por qué no muere, muere
Qué pasa tartaco me estás matando—y todos volvieron a reírse, mientras tartaco hacía grandes esfuerzos por terminar la décima
-Si Cristo murió en la cruz con tres clavos solamente, por qué no muere, por qué no muere…
-¿Quién muere, Quién muere tartaco? – volvió a decir el Cholo
-Por qué no muere tu hermana que la clava tanta gente…
La risa fue general, hasta el mismo cholo, no vaciló en abrir su boca, mostrando sus dientes de platino y soltando carcajadas. Así, entre bromas, pupitres con polillas, “sus alumnos” fueron aprendiendo a escribir mamá, hijo. Paniagua, también aprendía de ellos. Veía, que ahí en medio de sus miserias pudiesen reírse de ellos mismos. Muchos le contaron el por qué estaban ahí. Pecho de culebra, le contó que: “Mi viejo era una mierda, profe. De noche, siempre venía borracho, golpeaba a mi madre y a mí. Yo me escapé profe, pa que seguir viviendo así. Yo me fui, sí me acuerdo de mi madrecita profe, no le niego, pero hace años que no sé nada de ella. Yo me he dedicado desde chiquito a estar en la calle profe. Y desde chiquito supe que nadie me iba a defender. Es la vida profe…” y así le contaban las historias de sus vidas. El negro era el más reacio a abrir su corazón. Estaba ahí, porque era malo, al menos para los que no eran como él, es decir para quienes sus padres se preocuparon por mandarlos al colegio, tener siempre caliente la cena, tener un abrazo, sueños, sí, el negro era malo para esa gente, porque les robaba, pegaba, porque odiaba todo lo que no pudo tener. Lo curioso es que ninguno de “sus alumnos” hubiese matado a alguien. Todas las semanas el avance era extraordinario. El cojo, aprendió a escribir Sebastián, Gallo hervido: Pedro; el negro: Wilfredo. De niños sus viejos le llamaban por sus nombres, pero una vez ya en la calle, adquirían sobrenombres hasta llegar al alias, pero ahora era al revés, habían empezado con un alias y luego aprendieron a escribir su nombre, que escuchaban solo cuando el Fiscal, o el Juez, dictaba sentencia. Paniagua, sabía que no iba a salvarles la vida con enseñarles a leer, que quizá muchos de ellos, al salir volverían en poco tiempo a prisión, porque no sabían hacer nada más que eso, joder, robar, asaltar, que nadie así no más se inserta, por más que en otros programas aprendieran a hacer pan, tejer bolsos, confeccionar muebles, pintar cuadros, quién les compraría, quien se atrevería a contratarlos sin temor. El curso terminó, el negro le dijo:
-profe de parte de los muchachos, y una “muchacha”- risas- le damos las gracias pe. Queremos más bien, invitarlo a celebrar navidad con nosotros profe, con nuestra gente pe…
Paniagua, volvió para las celebraciones de navidad. Llevó a Nyleve, cuya necedad había hecho que jalara prácticas. Al entrar, como ya lo conocían, evitaron revisar a su acompañante y a él, para no hacerles pasar la vergüenza de la primera vez. Al llegar al pabellón, ahí estaba el negro con su mujer, una negra que le doblaba en peso. 
-Muchachos ha venido cabeza de pan…
No tuvo más que reírse, vinieron a saludarle, como si se tratara de un ex compinche, de un miembro más de su pandilla. Llegaron Pedro, Jorge, Juan, entre otros. Esa tarde, Paniagua, regresaría ebrio a casa por la chicha de arroz fermentada que le invitaron “sus alumnos”.
                                                                                      César Panduro Astorga (Ica- 1980)

miércoles, 30 de julio de 2014

Poema de JOHN OCHOA


Y llegará el día
en el que el viento herido de bala
nos reclame en algún hospital
Llegará ese instante
en el que las auroras no quieran surgir
para nuestras calamitosas miradas
Se anunciará el fuego, y
verán que se anunciará adolorido,
y temeroso de los gatillos asesinos
Llegará aquel atardecer
en el que el mar se despida llorando
del cementerio encharcado de sus olas.
Y seguro seremos testigos inertes
cuando terminen de ensangrentar al arco iris
mientras las montañas clamen piedad sin justicia
¿Cómo ha de ser aquella dramática hora
en el que nuestros ojos vivos aún lloren
mirando ahogarse al agua en si misma?
Y vendrá el segundo mayor
y claro que vendrá,
en la cual nos extinguiremos por idiotez generalizada
y por no habernos graduado de seres humanos
Y entonces quizá,
caigan también las balas asesinas
cuando las palabras nos reclamen
aunque sea algún vacío herido en el mundo
Y será entonces que sedientos de esperanza
busquemos a la poesía, y la hallaremos,
huyendo en las alas de algún viento
que se irá buscando las rutas del Sol...SOBREVIVIENDO

miércoles, 23 de julio de 2014

Dos cuentos de los estudiantes del "Luis A. Elías Ghezzi"

El ciudadano

LLEGÓ a su casa antes que la noche, un pensamiento le envolvía la cabeza. El sol se ausentaba en Ica, la sombra del Saraja desaparecía. Algunos pájaros llegaban a Pasaje Valle para dormir en los pocos árboles que quedaban. Koya no dejaba de pensar en la abuelita, el haberle arrebatado su cartera lo tenía mareado. La mañana siguiente fue a buscarla. Los días anteriores al robo la vio cerca de la iglesia San Francisco; esperó a que abrieran la puerta, intranquilo movía los ojos para todos lados. La anciana no llegaba, pasaron dos horas y se dirige al mercado modelo. Ahí la encuentra triste en un rincón. La abraza y le promete algo que no va a cumplir, devolverle la estampita del Señor de Luren, sus hojas de ruda y sus treinta céntimos. Ella, contenta, lo abraza. Ambos se dirigen al puente Puno, le invita a su casa. Por el camino iba pensando:
-           - ¿Cómo pude robarle a la hermana de la abuela Rosa?
El ratero adolescente tenía ante sus ojos la libreta electoral de tres cuerpos con la foto de la agraviada. Ya no dudaba, le había robado a su propia sangre. En otros arrebatos botaba todo lo que no sea dinero en los basurales del río; ahora, sólo recordaba la carcajada al cielo, esa de resucitado.
-         -   La lanzada estuvo tan cargada que perdí la razón totalmente ¡maldita droga! Ahora puedo escuchar a la abuela recriminarme por haber matado su gatito, por robarle las monedas con las que compraba pan para sus nietos ¡Puta mare! era tan buena la vieja.
En casa, a solas, con el cuarto a oscuras, toma una decisión: trabajar honradamente, buscarlo en una de las tantas construcciones que hay en Ica, ganar para sobrevivir yo y la abuela Udaliz. Suelta una estruendosa flatulencia y vuelve a reír mirando al cielo. Su futuro se le viene encima, le cae una gran preocupación por la vida ¿volver a estudiar?, aunque sea los sábados en el dos por uno. Ahora recuerda a su maestro, el de los mil y un consejos, el que siempre le repetía “lee todo lo que puedas hijito”. Se levantó más temprano de lo acostumbrado, salió de casa con dirección a Los Portales.
Era el día de su cumpleaños. Inició su nueva etapa con quince años, sería por lo pronto ayudante de albañil. La mano de obra barata abunda en estos trabajos, si son menores mejor, no hay beneficios. Su padre en la cárcel, su madre “desaparecida” –en realidad prostituta- , él se había criado con la dulce abuela Rosa, la que vendía ruda por todo el mercado modelo. En el trabajo todo el año le fue muy bien. Pudo comprarle un abrigo a doña Udaliz. Aún contempla el abrigo que comprara en Plaza el Sol, aunque con ella compartió todo por poco tiempo: falleció con una sonrisa, tal vez pensando en el gran cambio del muchacho.
Pasaron los años, dos décadas fueron suficientes para volverse un empresario exitoso. Animado por sus conciudadanos intentó postular a la presidencia de la república, aunque no ganó, lo único que quería era ayudar a los niños con problemas familiares, los de la calle, los más vulnerables… Con esto Koya da una lección a todos los ladrones.

LEONARDO QUIJANDRIA MENDOZA.

El chupatripa

KOYA, saturado de amargura, camina despreocupado; sus pasos hacen el recorrido de todos los días. De pronto, sus ojos localizan a un joven saliendo de la avenida 28 de Julio; con mirada de radar y una llovizna de sudor, descubre que tiene dinero. Dice:
-         -  A ese huevón, yo le robo…
Se acerca sigilosamente y lo coge de la nuca. Por error, le mete la mano al culo mientras intenta sacar la billetera; pero el muchacho reacciona y le da un puñetazo en todo el rostro. El ladronzuelo cae sobre una cacana de perro; se levanta y emprende la carrera para escapar de su víctima. El tiro le ha salido por la culata.
A la siguiente tarde, convencido por su furia, y colmado de venganza, busca el puñal que elaboró en su infancia para defenderse de su tío violador y sale. En lo alto, el sol está de color rojizo; las nubes, ausentes… el día se niega a extinguirse. Espera al jovenzuelo, que de un momento a otro aparece en la misma esquina, la del poste de luz y paredes manchadas con inscripciones que dicen: ¡Tito a la Alcaldía!, lugar que utilizan de urinario algunos borrachos y perros callejero.
Por detrás de su víctima, y con el puñal en la mano, se acerca sin hacer ruido; presionando sus dedos fuertemente, le raya toda la barriga. Empieza nuevamente el forcejeo, vuelve a caer en el mismo lugar -la droga le da valor pero no habilidad- el mojón de perro lo aturde, no suelta la billetera de sus manos. El “huevón”, como Koya lo llama, no ha caído, se toma del estómago y pide ayuda. El choro de la esquina “Los chuños” vuela con el botín. Al llegar al bosque de piedras se santigua y abre con cuidado lo robado. Se da con una gran sorpresa: encuentra puros billetes de “Santa Rosa”.
Regresa a la zona, saluda a su mancha; luego, se encuentra con “Chupatripa”. El avezado delincuente era un tipo de estatura mediana, delgado, cabellera terminada en una colita color mostaza, rostro redondo y perfil de tucán. Él era el nieto de la anciana a quien Koya había robado la cartera. Llevándolo de los hombros, lo cuadra en un rincón, recordándole su fechoría:
-        -   ¡Me las vas a pagar! ¡Te voy a llenar el pozo de nutrición láctea!
Koya, arrodillado, pedía perdón, y entre lágrimas, le besaba los pies diciendo:
-        -   ¡Por favor no me mates! ¡Yo no sabía que era tu abuelita!
Con la velocidad de una explosión reacciona, logra cortarle los testículos al “Tripa” y escaparse por su huacha. Los causitas del mutilado salen detrás de él mientras Chupatripa decía:
-       -    ¡Maten a ese cabrón hijo de puta!
Logra cruzar la Avenida “Puerto azul” empujando a las personas y escapando de un par de tiros. La gran bocina de un volquete lo deja sordo. El pesado vehículo aplasta a un perseguidor, ahora son ocho corriendo a su alcance. No encontraba escapatoria. Regresa a su esquina preferida, vuelve a pisar caca, esta vez no es de perro sino de perra. Los ocho lo agarran, le destrozan el poto a patadas. Todos miran y nadie se mete a defenderle. Por las ventanas de las casas los niños observan. Lo matan a golpes y se llevan el dinero que robara a aquel huevón.
Chupatripa murió al poco tiempo de una infección, la chaveta que provocó tan dolorosa enfermedad fue remojada todo un año en el desagüe. No pudo atenderse en un hospital por estar requisitoriado. Sus testículos desaparecieron. Los ocho que cometieron el homicidio aún viven. Se dedican a lo mismo –robar- y lo seguirán haciendo hasta su muerte. Hoy, de regreso a casa, los vi jugando casino en la esquina.
RONNY SALAS AYALA.

.


martes, 8 de julio de 2014

Un cuento de Ciro Alegría

CALIXTO GARMENDIA
Ciro Alegría

—Déjame contarte— le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo, levantando la cara—. Todos estos días, anoche, esta mañana, aún esta tarde, he recordado mucho… Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida… Además, debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente.
Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos encallecidas.
—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una lampa o de hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. “Buenos días, señor”, decía mi padre, y se acabó. Pasaba el subprefecto. “Buenos días, señor”, y asunto concluido. Pasaba el alférez de gendarmes. “Buenos días, alférez”, y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada llegaban. “Don Calixto, encábesenos para hacer ese reclamo”. Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buenas palabras. A veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre y no los dejaba tranquilos. El ni se daba cuenta y vivía como si nada pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los amigos. “Lo que necesitamos es justicia”, decía. “El día que el Perú tenga justicia, será grande”. No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con satisfacción, predicando: “No debemos consentir abusos”.
Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron el pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero, que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento… Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.
Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: “A ruego Calixto Garmendia, que no sabe firmar, Fulano”. El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado de la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otras al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba. “¿Carta para Calixto Garmendia?”, preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejo flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de las G, las iba viendo y al final decía: ”Nada, amigo”. Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos como estos carecen de interés general. Esto en el caso de que los mismos no estén a favor del gobierno y sus autoridades, y callen cuando pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: “No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará”. Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. “Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía”. El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: “¡Algo mío han enterrado ahí también! ¡Crea usted en la justicia! Siempre se había ocupado de que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también se ver irse al hoyo a uno de pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre tratado así no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra, pero aun para eso hay gustos.
Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de música y la gente hablada del progreso. En mi casa hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que la gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante, no me cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.
En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto ya gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que por fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra vez a alegrarse a mi padre, que solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez soles!”; a trabajar duro él y yo; a rezar mi madre, y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclado tanto la muerte.
La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quien echarle la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de la casa del juez, del subprefecto, del alférez de gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista en la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el agua le dañara o, al caerles, les molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía el agua en los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero el pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo.
El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que hicieran el cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando al muerto. El parecía la muerte. Cobró cincuenta soles adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el cajón al hoyo, y decía: “Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come”. Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y su hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado.

Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que les defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le grito al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!” Al poco tiempo, mi padre murió.

Entrada destacada

EL ORO DE LA OLLERIA

Esta leyenda viene a explicar la historia del Distrito Santa Cruz de Flores. Santa Cruz de Flores, Cañete Perú. Quienes tienen que regar sus...