martes, 12 de agosto de 2014

PROFE CABEZA DE PAN



Muchos no tenían si quiera primaria completa. Otros, no sabían cómo se escribían sus nombres ni los de sus hijos. El plan era ése. Que al menos supieran escribir sus nombres, que aprendieran a firmar y que no siguieran estampando sus huellas dactilares. Ninguno de ellos había leído los partes policiales ni judiciales. Para ellos las letras eran simples marcas sobre papeles. Entre diversos programas de reinserción social para presidiarios, el de alfabetización quizá era el más ambicioso y difícil. ¿Cómo? ¿Con qué? ¿Quiénes enseñarían? ¿Funcionaría? Los presupuestos para este programa eran magros. ¿Gastar plata para a enseñarles a sumar, leer, escribir? Alguien tuvo el acierto de sugerir que se incentivara a que estudiantes de educación de las distintas universidades del Perú, hicieran sus prácticas pre-profesionales en cárceles. Todas las facultades fueron notificadas. Al leer las propuestas de prácticas, los profesores se sorprendían, luego reían maquiavélicamente, pensando en enviar a estudiantes que no eran de su agrado…
El profesor Velarde, era el más conspicuo admirador de alumnas en la facultad. Varias le habían hecho perder el seso y el poco dinero que llevaba en sus bolsillos. Ajeno a compromisos matrimoniales, él, sin que nadie se lo dijera, se consideraba el soltero más codiciado de la Universidad. Con su camisa blanca, perfumada y limpia, zapatos marrones siempre embetunados y brillosos, sombrero de mimbre y lentes que le daban aire intelectual, paseaba orondo lanzando piropos por los pasillos del local central. Querido y odiado. Nunca aburrido. Sus clases jamás daban pie al bostezo. Los estudiantes permitían que en plena clase dijera frases amorosas a la chica que por esa semana robaba su atención. Pero la notificación lo había tomado por sorpresa. ¿Enviar alumnos a cárceles para que hicieran sus prácticas? lo normal es que fueran a colegios, parándose frente a escolares, temblando al hablar, haciendo el trabajo de los profesores titulares, que se alegraban de delegarles todo: las clases, lidiar con el registro, aguantar las burlas de esos rapaces que en plena efervescencia adolescente hacían añicos sus paciencias. 
¿A quién enviar? – Se preguntaba Velarde - Pilar, no pobrecita. Carlita, menos, María, no, ella no, está cerca de caer. A Paniagua. ¡ A ese lo voy a enviar! Pero aquí en el papel piden que sean dos estudiantes. Uno irá a enseñarles a mujeres y el otro a hombres. A Huarcaya, carajo. Ya verá que no fue bueno desdeñar mi invitación a comer…
Ya no le decía por su nombre, desde que en plena clase le gritara que ella no era un bombón, ni que tampoco el cielo estaba con agujeros por donde los ángeles se caían. Nyleve, era una estudiante hermosa. Muchos en la facultad habían intentado enamorarla, pero su carácter agrio y sus ojos coléricos ahuyentaban a todos. Menos a Paniagua, que por razones extrañas nunca trató de seducirla. Velarde, al verla, se persignó, le dijo que la virgen María había vuelto a la tierra. Todos rieron, pero ella, imperturbable, le respondió que su nombre era Nyleve Huarcaya y que no creía en ninguna María porque era atea. Era la primera vez que el profesor quedaba en ridículo. Los demás, acostumbrados a celebrarle sus piropos, callaron esperando su respuesta…
-Todas las princesas, son así…
Las rogativas, súplicas, a que lo acompañara a comer hechas por Velarde fueron en vano. Terminó por rendirse. Desde entonces la inquina entre ambos era fácil de entrever. Se miraban, ella con ojeriza y él con lascivia. Que fuera a realizar sus prácticas en la cárcel, sería la mejor manera de darle una lección que a él no se le despreciaba… 
-Huarcaya y Paniagua, irán a la cárcel--- se escuchó una risa general. Luego de una pausa aclaró… irán a la cárcel a hacer sus prácticas.
Los dos se acercaron. Los ojos de ella exhalaban fuego. Furiosa, espetó:
-Usted nos ha elegido porque nos tiene bronca. Yo no quiero realizar mis prácticas ahí…
-¡Qué le pasa¡ ¡Le exijo respeto! 
-Por qué a nosotros…
Velarde, trató de apaciguar su ira, diciéndole que eran los más indicados para ir. 
-Su carácter señorita, es el indicado para esta misión.
-¿Misión? ¡Estamos acaso en guerra¡
-Bueno ya está dicho, o van o reprueban...
El profesor salió irascible, colocándose como pudo el sombrero. Paniagua trató de calmarla…
-¡eso no se queda ahí! acompáñame.
-¿Pero dónde vas a ir?
-Al decano. Qué se ha creído. Voy a contarle todo lo que hace en los salones. La inquina que me ha tomado es por no dejar enamorarme. Viejo grosero, impúdico…
-El decano ya sabe eso. Es en vano que vayas. Velarde es de su partido. 
-¡Qué cólera!...
Paniagua la invitó a comer ensalada de frutas frente a la iglesia de San Francisco. A esa hora, los cláxones, hacían más terrible su cólera. ¿Ir a una cárcel a enseñar? ¿Por su carácter? Paniagua en cambio, veía aprendizaje. Si lograba que al menos no hicieran bulla, se convencería a si mismo que podía dominar cualquier aula. Enseñarle a gente que nunca estuvo en un salón de clases era un reto. Las clases comenzaban la semana siguiente. Tenía que prepararse. Sus compañeros, decían que ya habían encontrado colegio. Las quejas eran similares…La vieja (refiriéndose a la profesora) tiene cara de maldita… el viejo, cara de mañoso…Nyleve dejó de venir esa semana. Era un claro rechazo a Velarde. Paniagua, la esperaba porque el profesor, viejo zorro, adelantándose a sus acciones, dictó las condiciones para que la nota de práctica fuera grupal. Huarcaya no apareció más. Paniagua, estaba decidido a ir sin ella. 
La corbata negra, colgaba como un río por su camisa blanca, planchadita, sin flecos ni bolsillo. Había laceado su cabello con un secador para que no se levantara esa raya que dividía en dos su cabeza. Los carros estaban prohibidos de entrar hasta la puerta del penal. Sus zapatos, lustrados afanosamente, se empolvaron en el terral que mediaba entre puerta y tranquera. Tocó la puerta de metal. Desde la torre un policía le indicó que tenía que ir hacia el lado izquierdo. Llegó, un oficial se acercó a preguntar por qué estaba ahí. Enseñó el permiso del decanato. Por más razones que argumentó para no ser despojado de sus ropas para revisar si llevaba algo no permitido, no le hicieron caso. Su camisa se llenó de arrugas, su pantalón cayó entre sus piernas, lo que si no permitió fue bajarse el calzoncillo. Refunfuñó, hasta hacerse escuchar por el jefe de zona que ordenó que lo dejaran pasar. Camino hacia el pabellón, ida la cólera por el mal momento, se imaginaba que los reclusos lo recibirían con cariño. El policía que iba a su costado, hizo hincapié de que no formara relación amical alguna, ni que transportara encargos de familiares o amigos que se apostaban afuera del penal los días de visita. Llegaron. El policía dio muchas vueltas a las llaves. Al entrar, varios reclusos estaban sin camisas. Sus tatuajes y cicatrices a cualquiera habrían asustado. Paniagua, miró el pasadizo de cemento frío, llegó al patio central. “Sus alumnos” esperaban sentados al sol, sin pizarra, ni sillas. El policía informó que no pudo conseguir pupitres para convertir al patio en un salón de clases y que tendría que acomodarse a esas condiciones. Estos imprevistos ya habían sido advertidos por él. De su portafolio, sacó algunos cartelones. Fue pegándolos uno a uno sobre las paredes. Los presos miraban su accionar como algo ajeno a ellos. Deambulaban por todo el patio. Solo nueve de los casi trescientos internos que había en ese pabellón se inscribieron. Se apuntaron no porque quisieran aprender a leer. Se anotaron por los beneficios que iban a obtener si mejoraban las estadísticas de los programas. “Sus alumnos”, no hablaban, nadie lo ayudó a pegar los papelotes. Acabó, se dio vuelta, nueve reclusos estaban sentados frente a él. Sintió miedo al ver sus caras inquisidoras, amenazadoras. Balbuceó. Titubeó. Su voz sonó temblorosa. Un negro que tenía una cicatriz que cruzaba por toda su cara le dijo:
-¡Buena cabeza de pan!
Paniagua, se llevó las manos a su cabeza tratando de acomodar sus cabellos a otro peinado. A las burlas del negro, un cholo prieto que tenía el dorso descubierto con un tajo seco sobre su piel, dijo:
- ¡No jodan al profe carajo! siga no más cabeza de pincho.
Los insultos iban y venían. Las risas socarronas atrajeron a otros reclusos. Todos se burlaban de él. Paniagua, buscó los ojos del policía, pero este, también se reía de los piropos que proferían. Pensó que iba a desmayarse por ser objeto de vituperios y sornas. Sus ilusiones, de llevarse bien con “sus alumnos” se fueron diluyendo a medida que su mutismo despertaba más burlas. Como un mecanismo de autodefensa, recordó por qué estaba ahí. Tenía una gran ventaja sobre ellos. No la de ser libre, sino la de leer. Comenzó a defenderse de los insultos, devolviéndolos. Pero no gritando, como lo hubiera hecho cualquier mortal. Ellos no sabían escribir ni mucho menos leer. Escribió un insulto que llenó todos los papelotes. Los que sabían leer, rieron sin parar. “Sus alumnos” se sintieron burlados. Era claro que de ellos, los malos, nadie se burlaba. El negro, se paró y le increpó…
- ¡oye huevón que estás escribiendo!
- ¿Qué te pasa carajo? – le respondió el policía, sacando su arma. ¡Siéntate! ¡Vienes a ponerte malcriado no! ¡Siéntate carajo!...
La situación se tornó tensa cuando la cara del profesor se puso amarrilla de miedo. El negro insistía que leyera lo escrito en los papelotes. Paniagua, se armó de valor y dijo:
-Bueno –titubeó- he escrito: ¡Hijos de puta¡
Lejos de molestarse por la injuria contra sus mamacitas que venían a visitarlos vestidas con faldas largas los sábados, haciendo largas colas, pagando coimas por venir con pasadores, correa, e incluso por ir de un pabellón a otro y cuyos nombres tatuados sobre sus hombros hacían que se acordaran siempre de ellas, “Sus alumnos” rieron sin parar. El joven que tenían delante, eran tan boquita roja como ellos. El “profesor” les había dicho o escrito hijos de puta, porque en realidad lo eran. No solo el negro, y el cholo pertenecían a la clase, estaban también el cojo, tartaco (un tartamudo), gallo hervido (debido a su profusa blancura), Lolita la grande, el gordo sin cuello, pecho de culebra (por su famélica figura) y caobita. Esa tarde, Paniagua, pidió encarecidamente que repasaran las clases y cumplieran con delinear círculos para aprender hacer la o y dibujar patitos para que formaran el dos. . Luego de que alumnos y profesor llegaran al mutuo acuerdo de no interrumpir la clase por ningún motivo, otros fueron llegando al aula. Fiel a su vocación de profesor, Paniagua, logró que el alcaide, pusiera pupitres en medio del patio. Tuvo que adecuarlos a que aprendieran como si fueran niños. Les trajo textos de coquito, compró cuadernos, lapiceros. Nadie volvió a decirle cabeza de pan, en cambio ahora “el profe” sonaba muy bien. Poco a poco fue familiarizándose con ellos. Conociendo sus problemas…
-Profe-le dijo el cojo- hace mucho que no vienen mi mujer ni mi hija. Profe a usted se le ve buena gente, quisiera que fuera buscarla y que les diga que me vengan a ver, que soy su padre profe…que por más choro que uno sea, necesita de su familia…
-Tráigame-le dijo gallo hervido- unos cigarritos pe profe. En la tiendita todo es caro, se lo agradecería mucho profe.
Paniagua, cumplió con ir en búsqueda de su mujer e hija, pero le mintió al cojo, al decirle que ellas regresaron a Piura y no le dijo que ambas se habían ido a trabajar de lolitas a una mina en Nazca. A Gallo hervido, le trajo una cajetilla, advirtiéndole que sería la primera y última en regalarle. Mentira, porque a la semana siguiente ya no solo fueron cigarros, sino galletas, revistas. Así, fue encariñándose con “sus alumnos”, quienes también le tomaban afecto. Por él, estaban aprendiendo las vocales, consonantes, las letras de sus nombres, las de sus hijos, padres. Sus logros contrastaban con sus miserias. La alegría de la clase, la ponía el tartaco. Cada vez que hacía una pregunta demoraba mucho en terminarla. Paniagua obligó a aprenderse de memoria, frases, poemas, décimas, y que las dijeran en público. El negro fue el más ducho en recitar un poema. Todo el mundo, esperó esa tarde el turno de Tartaco…
-Si, si, si, Cristo, murió, murió,
-Bota la pepa – le dijo, el cholo, mientras todos se reían--
-Si Cristo murió, en la cruz, con, con, con
-No me mientes la madre, le dijo riéndose el cholo—
-Si Cristo murió en la Cruz con tres clavos sola, sola, solamente, por qué no muere, muere
Qué pasa tartaco me estás matando—y todos volvieron a reírse, mientras tartaco hacía grandes esfuerzos por terminar la décima
-Si Cristo murió en la cruz con tres clavos solamente, por qué no muere, por qué no muere…
-¿Quién muere, Quién muere tartaco? – volvió a decir el Cholo
-Por qué no muere tu hermana que la clava tanta gente…
La risa fue general, hasta el mismo cholo, no vaciló en abrir su boca, mostrando sus dientes de platino y soltando carcajadas. Así, entre bromas, pupitres con polillas, “sus alumnos” fueron aprendiendo a escribir mamá, hijo. Paniagua, también aprendía de ellos. Veía, que ahí en medio de sus miserias pudiesen reírse de ellos mismos. Muchos le contaron el por qué estaban ahí. Pecho de culebra, le contó que: “Mi viejo era una mierda, profe. De noche, siempre venía borracho, golpeaba a mi madre y a mí. Yo me escapé profe, pa que seguir viviendo así. Yo me fui, sí me acuerdo de mi madrecita profe, no le niego, pero hace años que no sé nada de ella. Yo me he dedicado desde chiquito a estar en la calle profe. Y desde chiquito supe que nadie me iba a defender. Es la vida profe…” y así le contaban las historias de sus vidas. El negro era el más reacio a abrir su corazón. Estaba ahí, porque era malo, al menos para los que no eran como él, es decir para quienes sus padres se preocuparon por mandarlos al colegio, tener siempre caliente la cena, tener un abrazo, sueños, sí, el negro era malo para esa gente, porque les robaba, pegaba, porque odiaba todo lo que no pudo tener. Lo curioso es que ninguno de “sus alumnos” hubiese matado a alguien. Todas las semanas el avance era extraordinario. El cojo, aprendió a escribir Sebastián, Gallo hervido: Pedro; el negro: Wilfredo. De niños sus viejos le llamaban por sus nombres, pero una vez ya en la calle, adquirían sobrenombres hasta llegar al alias, pero ahora era al revés, habían empezado con un alias y luego aprendieron a escribir su nombre, que escuchaban solo cuando el Fiscal, o el Juez, dictaba sentencia. Paniagua, sabía que no iba a salvarles la vida con enseñarles a leer, que quizá muchos de ellos, al salir volverían en poco tiempo a prisión, porque no sabían hacer nada más que eso, joder, robar, asaltar, que nadie así no más se inserta, por más que en otros programas aprendieran a hacer pan, tejer bolsos, confeccionar muebles, pintar cuadros, quién les compraría, quien se atrevería a contratarlos sin temor. El curso terminó, el negro le dijo:
-profe de parte de los muchachos, y una “muchacha”- risas- le damos las gracias pe. Queremos más bien, invitarlo a celebrar navidad con nosotros profe, con nuestra gente pe…
Paniagua, volvió para las celebraciones de navidad. Llevó a Nyleve, cuya necedad había hecho que jalara prácticas. Al entrar, como ya lo conocían, evitaron revisar a su acompañante y a él, para no hacerles pasar la vergüenza de la primera vez. Al llegar al pabellón, ahí estaba el negro con su mujer, una negra que le doblaba en peso. 
-Muchachos ha venido cabeza de pan…
No tuvo más que reírse, vinieron a saludarle, como si se tratara de un ex compinche, de un miembro más de su pandilla. Llegaron Pedro, Jorge, Juan, entre otros. Esa tarde, Paniagua, regresaría ebrio a casa por la chicha de arroz fermentada que le invitaron “sus alumnos”.
                                                                                      César Panduro Astorga (Ica- 1980)

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