La voz del viejo era legendaria. Nadie como él sabía ponerle emoción a los partidos. Encandilaba a su audiencia cada vez que el Octavio Espinoza anotaba un gol. Su voz era tan querida que la gente no dejaba de escucharla incluso en el mismo estadio. Cuando el cotejo se ponía aburrido, la esperanza para matar el letargo dominical era que Pablito, como cariñosamente se le conocía, contara anécdotas o diera bostezos prolongados en plena transmisión que hacían matar de risa a radioescuchas y asistentes al recinto. Nadie se perdía su programa que iba de lunes a viernes a las 7. Sus oyentes aguardaban con ansias las tandas comerciales, porque sabían que el viejo, si es que su buen humor se ponía de manifiesto, salía con bromas o burlas.
El viejo se volvía quisquilloso cuando un jugador no era de su agrado. Su inquina y mala leche hacían que durante la semana, si el equipo perdía, hablara pestes, poniendo en su contra a los hinchas, que el domingo, cuando éste tuviera el balón, lo pifiarían hasta ponerlo nervioso. Nadie podía chocar con él. Ni los dirigentes, quienes se hacían de la vista gorda cuando Pablito hacía entrar a perros y gatos gratis al estadio. No le importaba la opinión de sus colegas, que se irritaban por la coprolalia que usaba cada vez que un balón era lanzado con mucha fuerza al arco. No tenía reparos en gritar: ¡Qué tal cacanazo! No pudieron retirarle su licencia la vez que azuzó al público a saltar las vallas para que fueran a golpear al árbitro limeño que cobró dos penales inexistentes. Nadie podía tocarlo; su afilada y procaz lengua lo tenía a salvaguarda. Muchos habían crecido escuchándolo. Lo tenían hasta en el almuerzo, cuando en “La hora del luchador” comentaba brevemente sobre deportes. Aunque estuviera enfermo, su romance con el micrófono no se interrumpía. Por más rivales que le salieron, o que Radio Programas del Perú transmitiera partidos del Espinoza, nadie podía quitarle su lugar. Acompañaba a todas partes al equipo. Ahí se hacía más importante, porque toda la afición iqueña estaba atenta a su relato. Guapeaba jugadores, sugería cambios al técnico, si el árbitro favorecía con sus cobros al equipo local tildaba su actuación de localista. Si el contrario hacía un gol, decía en voz baja:
—Señores, nos han metido un gol. Qué suerte tienen los maricones. Por favor, la madre del arquero no tuvo la culpa. Déjenla tranquila en su venusterio.
Cuando el equipo perdía, se enfurecía hasta el miércoles. Lunes y martes despotricaba contra jugadores, dirigentes, comando técnico y hasta utileros, a quienes recriminaba por la derrota. Jueves y viernes su ánimo, su voz, tenían otro tono. Gracias a su don manipulador hacía que las gradas del estadio estuvieran llenas. En la previa, inventaba chistes y comerciales:
Ese año, una generación de grandes jugadores vino a jugar por el Espinoza. Los comentarios exagerados a favor del equipo despertaron esperanzas de ganar el campeonato. La genta iba a verlos entrenar. En la primera ronda, el Espinoza ganó a cuanto rival se puso al frente.
El viejo y su audiencia ahondaron su romance. Inventó nuevos comerciales, y burlas hacia los contrarios:
—Voy a dar la alineación del cuadro visitante: el cojo mame, pisahuecos, asusmarcas, patafloja, tobillo triste...
El Octavio se mantuvo en la punta varias fechas. No perdía ni de visita. El viejo llegaba gallardo a los estadios, porque sabía que «los muchachos» tendrían otra gran tarde, incluso para resaltar los triunfos del equipo llegó a parafrasear citas históricas:
—Señores y señoras, los muchachos me hacen recordar al gran Napoleón cuando dijo: Vi, vencí, y regresé. Este equipo se va para campeón no lo duden. Ojalá no se vendan los muchachos.
Tuvo razón Pablito, «los muchachos» no se vendieron, no solo arrasaron adversarios, también barrieron con las chicas que después de cada triunfo, en un cuarto de hotel, agradecían efusivamente sus goles.
Las victorias del equipo, su puesto en la tabla, los bailes a sus rivales tenían un director: La voz del viejo.
—Qué bonito, Mozart se la pasa a Beethoven... los muchachos están componiendo una sonata...
Cuando un jugador perdía un balón, o daba un mal pase...
—Señoras y señores, acaba de estropearse una melodía.
Como era de esperarse, el equipo llegó a la final. Ninguna oncena iqueña había llegado a disputarla. Por las calles se respiraba fútbol. Los diarios deportivos de circulación nacional se agotaban muy temprano. Los canillitas, aprovechando la coyuntura, solo vendían El bocón o el Líbero junto a un Correo o El popular. El partido se disputaría en Piura, lugar imparcial elegido por dirigentes del Alianza Lima y el Octavio Espinoza. Las caravanas salieron repletas con globos, carteles e ilusión. Pablito, sabiendo que el lugar no sería neutral, ya que Alianza tenía hinchada en todo el país, y como no alzaba copa alguna hacía mucho tiempo, se valdría de todo para salir campeón; con su voz tendría que dar aliento e infundir fuerza a los sacrificados hinchas que viajaban a Piura. El viejo por fin tenía regodeo de narrar una final con el equipo de sus amores. Partió el sábado. Pasó varias horas en el bus. La vista del mar lo ensimismó. Era bueno sentirse un momento desconocido, ignorado, sin que nadie le dijera que era su fiel oyente, o guardar apariencias, porque el viejo, si podía criticar y hablar de ese modo, era porque nunca asistía a bares ni prostíbulos; tampoco podían acusarlo de coimear dirigentes o autoridades. Abrió los periódicos: tres jugadores reían, disfrutando su gran momento. El viejo cerraba los diarios con una sonrisa de satisfacción porque él sabía que parte de esa algarabía le pertenecía. La gente ahora lo veía como el oráculo que predijo que ese año el equipo traía el campeonato a Ica.
Piura era una fiesta. Miles de hinchas blanquiazules y rojos paseaban con banderolas por las calles. No hubo un solo acto de violencia, pero los insultos y burlas eran incesantes. La gente de Piura se dividió en dos. Por un lado querían un campeón provinciano, y por el otro, que el Alianza dejara esa seguidilla de fracasos.
El domingo llegó. Almorzó. No pudo conseguir una cabina para transmitir el partido. Ni modo, tenía que transmitirse al pie de la pista de atletismo. Sus asistentes colocaron una mesa y el teléfono con el que su voz llegaría a miles de hogares iqueños que ese día esperaban dar la vuelta olímpica en la Plaza de Armas. Rumbo al estadio, pidió al chofer que sintonizara Radio Programas. En ese momento, el locutor había interrumpido los comentarios acerca del partido, para dar pase al corresponsal en Ica, que, con voz temblorosa, anunciaba que a la 1:20 de la tarde un sismo había sacudido Ica. Los ojos de Pablito se exaltaron. Inmediatamente bajó del taxi a buscar un teléfono. Llamó a casa; la línea bloqueada lo desesperó. Estuvo intentando comunicarse, pero no pudo. El partido estaba por comenzar. Tornó su andar hacia el estadio. La preocupación por sus familiares, su casa, la cabina de Radio El Pueblo que lo albergaba de lunes a viernes lo tenían en vilo. Al llegar al estadio, la conmoción cundía entre los iqueños. En las tribunas, los comentarios acerca del terremoto eran que cientos de cuerpos yacían sepultados por bloques de adobe. La hinchada, angustiada, interceptó al viejo para preguntarle qué sabía.
—Pablito, ¿es cierto que hay miles de muertos?
—Caramba, no les crea. Como el Alianza no campeona hace mucho han creado esa noticia. En Ica siempre hay temblores.
—Pero, Pablito, dicen que la torre del Señor de Luren se ha caído y que en Pisco la catedral se ha venido abajo y ha sepultado a mucha gente
—Les vuelvo a decir, nos están manipulando, quieren poner nerviosos a los muchachos.
—¿Estás seguro? ¿No nos preocupamos?
El viejo mintió. Ya habría tiempo de viajar y ver con sus propios ojos la destrucción. En el camarín, jugadores, comando técnico y dirigentes estaban estupefactos. El antiguo local del club se había caído. La concentración, que es tan importante antes de los partidos se rompió. Igual, tendrían que salir al césped a matar. El pitazo del árbitro llamó a los equipos al campo. Las bromas e insultos entre ambas barras se detuvieron. Al salir las dos escuadras, el mutismo se rompió y dio paso a los cánticos y loas para ambos equipos. Un sagaz dirigente limeño pidió a la terna arbitral que diera un minuto de silencio en memoria de los muertos por el terremoto. Sabía que ese sería un golpe psicológico a jugadores y barristas. La terna admitió ese pedido. Al sonar el silbato que antecedía el minuto de silencio, las tribunas se pusieron de pie; solo se quedó sentada la del Espinoza. Los hinchas, segundos después, se pusieron a llorar. Fue un golpe certero. Las matracas se quedaron sin dar vueltas. La imagen de sus familiares saliendo despavoridos por el sismo los tenía intranquilos. Nadie osaba dar un cántico. El partido comenzó. El viejo, como nunca, narró el partido...
—¡Vamos, muchachos! ¡Háganlo por Ica! ¡No nos ganan! ¡Esos gorilas no nos ganan!
El comisario del partido vino a exigirle que bajara el volumen de su voz.
—¡No me joda!
—Modere su lenguaje o tendrá que salir fuera del perímetro del campo.
—¿Qué cosa quiere usted, que me calle? ¡Eso no señor!
Ante sus negativas, el comisario ordenó que sacaran a Pablito. La gente de Ica se enardeció, los mismos jugadores del Espinoza vinieron a impedir que lo votaran de ese modo. El partido estuvo detenido por siete minutos, en los que el árbitro principal, para no caldear los ánimos, no tuvo más remedio que dejarlo transmitir a pesar de que el comisario amenazó con no validar el partido. En Ica, el sismo había derrumbado cientos de casas, los hospitales colapsados no se daban abasto para atender a cientos de heridos. Pero a pesar de ese dolor, la afición estaba atenta al resultado de su equipo. La luz eléctrica se restringió. Pero donde hubiera una radio a pilas, un auto, la gente se reunía para oír la narración de Pablito. El viejo los hacía reír, aunque las réplicas se sucedían sin cesar. El viejo conocía, por periódicos faranduleros, vidas y milagros de los aliancistas...
—La tiene Balín, patea el balón afuera, piensa que está en el burdel a donde se escapa de la concentración... ¡Oiga, señor árbitro, regrese a ese gorila a su jaula!... ¿Machito Pérez? ¿Machito? Si la mujer le pega en plena calle...
Lo miraban con odio, pero él quería desconcentrarlos, devolver el favor a su dirigente. Pero el gol aliancista vino. Balín le hizo gesto obsceno al viejo. La gente ya sabía cuando narraba en ese tono...
—Señoras y señores, un error del árbitro al no cobrar una posición adelantada clarísima ha hecho que un nefando que sabe más de salsa que de fútbol haya hecho un gol al arco... gol de Ba... lín...
La posición adelantada no existió. Pablito no podía culpar al arquero ni a nadie. Sabía que los muchachos, como nunca antes, corrían, marcaban, no daban un balón por perdido. El primer tiempo terminó. Las réplicas seguían sucediéndose. Los heridos seguían llegando a los hospitales. Decenas de muertos eran encontrados entre escombros de adobe y quincha. Ese gol era más doloroso para algunos que los muros caídos. En el intermedio, sacó otros comerciales, le decía a sus oyentes que no se preocuparan, que el equipo jugaba como nunca, que eso gol era regalo del árbitro y que en el según do tiempo la historia sería otra. Los muchachos saltaron al campo de juego convencidos de voltear el resultado. Sonó el pitazo...
—La tiene Oré, vamos, cholo, vamos. Qué bonito, uno, dos, tres, se detiene, señores, el Octavio revive. La pasa a Quintana, éste se la toca a Jiménez. Oiga, ¿qué cobra este árbitro, ah? Es a favor de nosotros. Va a mover el balón Martínez, désela a Oré, que conoces de esto pelón, regresa a la defensa; el cholo, uno, dos, hace pared con Jiménez, Jiménez, Jiménez, ¡goooooooooooooooooool! Ica, ¡gooooooooooooool! Señores, goooooooooooool, griten en Ica y en alrededores. ¡Hermoso gol, señores, hermoso como la Huacachina!
En los hospitales y calles, el grito de gol resonó mucho más. Ni el sonido de la tierra temblando hubiera hecho tanta bulla como las gargantas de los iqueños. Los que no habían llorado por el terremoto, lo hicieron. El viejo quiso meterse al campo a abrazarse con los muchachos, quería sacarle la lengua a Balín, que lo había señalado con el dedo medio. El Alianza se le vino encima al Espinoza. La defensa conformada por el pelón Martínez, el feo Aguirre, el indio Huamán, el arquero Ecos, hacían denodados esfuerzos para que el balón no inflara las redes. El viejo, para no poner nerviosa a sus oyentes, decía:
—Un claro dominio del equipo iqueño. Ya está por llegar el segundo...
Alianza Lima estuvo cerca de aumentar el escore, sino fuera por la felina reacción de Ecos, que secó el grito de gol de los grones. Así como inventó chistes, refranes, anécdotas, comerciales, ahora fantaseaba jugadas. La gente cerca de él, se sorprendía de lo que oía, porque el Espinoza en ningún momento tenía en capilla al Alianza. Pero el viejo seguía imaginando jugadas. Faltaban cinco minutos para terminar el partido. En el alargue era seguro que el Alianza metía otro gol. El equipo iqueño se había quedado sin físico. De repente...
—Ataca Alianza Lima, González lanza un centro, la aleja Tordoya, la recibe Oré, contragolpe iqueño, ¡mira a Ruiz, que se desmarca, míralo, por favor, que va solito!
Como si El cholo hubiera escuchado, alzó la mirada, vio que Ruiz corría solo por la derecha...
—¡Cholo, Cholo! Qué tal pase, qué tal pase, Dios mío, la baja Ruiz, queda solo frente al arquero, tattatatatta, saca al arquero, tatatattata, ¡gooooooooooooooooooooooooool! ¡gooooooooooooooooool!...
La transmisión se quedó en silencio. El viejo no pudo aguantar la emoción, saltó al césped a abrazarse con los jugadores, con el comando técnico, besar la hierba. El árbitro tuvo que expulsarlo. En Ica ese gol hizo abrazar a heridos y enfermeros, a taxistas, canillitas, a hermanos, vecinos. El viejo no pudo terminar su relato, los policías lo llevaron a empellones a la tribuna, los iqueños bajaron a protegerlo, comprendían que él no quiso entristecerlos, querían más que nunca esa voz con la que habían crecido, el oráculo, un hombre legendario.
César Panduro Astorga (Ica - 1980)
César Panduro Astorga (Ica - 1980)
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