martes, 1 de abril de 2014

Un cuento de César Panduro.


Tía no quiero que me coman


San José de Los Molinos (Distrito de la Provincia Ica)
Mi padrastro me enseñó a temerle. La vida me enseñó a amarla hasta el punto de querer ser su hijo y tener los labios como higos por reventar sobre el rostro azul, no negro, porque mi tía y sus 14 hijos no fueron negros, fueron azules como el cielo que tiene sus nubes blancas como ellos tenían sus dientes que a cada instante se mostraban para celebrar la jodadera fecunda y sin culpa. Yo me moría de miedo cada vez que venía a casa, me escondía debajo de la cama, es más no comía, pensando que ella y los 4 negros (mis primos) con los que andaba me tragarían, porque eso me dijo mi padrastro, que los negros comían niños. Mordía mis uñas por el miedo, estrujaba la estampita de la virgen del tránsito para que se fueran rápido…un día sin aviso, como siempre, vino a la casa y me encontró. Yo abrí la puerta sin saber que era ella. Cerré la puerta ni bien supe que era ella. Mi madre me regañó por dejarla afuera cargando una canasta llena de frutas que siempre nos traía. Me obligó a pedirle disculpas, me puse delante de ella, mudo. Yo quería llorar, no por las reprensiones de mi madre, sino por el terror que sentía porque pensaba que en cualquier momento me daría un mordiscón. De manera tierna mi tía me puso sobre sus piernas redondas y gruesas, no pude más, lloré, me tiré al piso, mi madre no entendía por qué hacía eso, me quiso dar un jalón, pero mi tía le dijo que me dejara…me preguntó por qué le tenía miedo, miré a sus ojos dulces, le respondí, porque iba a comerme, lejos de fruncir el ceño o lanzar una mirada castigadora a mi madre, rió estruendosamente, le dio tanta risa que mi madre tuvo que traer agua para que tomara porque se había puesto roja. Me llevó otra vez sobre su falda de tela vieja, sus dedos entre las chancletas eran de barro. La chacra los había endurecido. cuarteado. Me dio un beso. Me preguntó quién me enseñó que ella comía. No dudé en decirle que mi padrastro. Vi su cara de cólera. Miró a mi madre. “ese serrano, no basta con pegarle al chico, sino que le enseña cojudeces”. Volvió a reír. Le pidió a mi madre llevarme a los molinos. Le rogué a mi madre con la mirada que no me dejara ir. Ahora sí me iba a comer. Mi padrastro siempre peleaba con mi madre por mí. Para congraciarse me dijo que la ayudara a llevar sus bolsas hasta su casa. Allá dormirás. Sin restañar fui hacia mi cuarto, saqué un short y un polo. Quise despedirme de mi hermano, pedirle disculpas por las veces que le pegué. Todo el camino lloré. Mi tía me hacía caricias. Al llegar, 4 negros, recibieron a su primo con alegría. Ahorita me comen. Con más fuerza empuñaba la estampita de la virgen del tránsito. No decía ni tus ni mus. Me abracé a mi tía. Uno de sus hijos me hizo llorar. ¡No jodan al chico! gritó y se puso a cocinar. Mi silencio la conmovió. Quizá ya en ese entonces mi cara era triste. Mientras pelaba el conejo que especialmente mató para mí, hablaba sobre mamá, que como era posible que ese hombre le pegara, que me enseñara a odiar a su sangre. No le decía nada, la vi romper con sus manos ramas secas para meterlas al fogón. Mi tío se sorprendió de verme en la cocina. ¿Se va a quedar? Claro. El miedo me subió por los pies. Mi tío era un negro corpulento, de manos gruesas y de olor penetrante. Fidel, sabes que nuestro sobrino piensa que lo vamos a comer. Mi tía rió. Mi tío no. Eso me asustó mucho más. Si mi tía había matado y pelado con facilidad al conejo, mi tío lo haría ahora conmigo…bueno hay que comerlo para la cena. Mi tío, me contó después que le quiñó el ojo a mi tía, para que respondiera nada. Movió la cabeza. Mis primos llegaron. Yo no comí. Mi tío, dijo a todos que habría una cena especial. Quise suplicarles que no me comieran. Se rió al ver mi cara de susto. Quise huir. Saltar la quincha y ahogarme en la achirana. Eso era mejor que morir despedazado. Yo tenía 8 años. Lo mejor que hice fue quedarme viendo el pacae grande. Ahí supe la forma del árbol cuyos frutos mi tía nos llevaba a casa para que lo comiéramos como si fueran algodones dulces. Era realmente grande. El cielo era azul. El agua era azul. Yo era morado. Me quisieron llevar a la chacra. Les dije que no. Mi tía se quedó viéndome. Estuve viendo todo el rato el pacae. La noche llegó. En ese entonces los Molinos no tenía luz eléctrica. La mesa larga de mi tía donde entraban sus 14 negros, por razones que solo la genética puede explicar, no tuvo ninguna hija, ninguno murió en los primeros años de vida, ninguno llegó a ser médico ni ingeniero, como me pedía mi tía que fuera, porque yo tenía la suerte de ir al colegio. No pude ver sus caras. Los lamparines no eran muchos. Veía sus risas. Mi tía se preocupó. No quise comer otra vez…Mi tío, les dijo a todos que esta noche me comerían. Todos se callaron. Estalló la risa, pepo se atragantó. Fefo, el menor me miró asombrado. ¡A su primo les han dicho que en esta casa se comen a los niños!...Pedro, le increpó mi tía…Carajo mujer, estoy bromeando. Mi tío, que no era cariñoso ni con sus hijos, me agarró la cabeza. ¡Acá nadie come a nadie! Luego soltó una carcajada. Cenaron hablando sobre cosas del campo. Yo veía el fuego de los lamparines temblar haciendo eco de mis piernas. La noche sería larga, oscura, con muchas aves pasando por encima del techo de barro y carrizo. Si no me habían comido en la cena, seguía pensando, lo harían en el desayuno. Mi tía vino a hacerme dormir. Me habló de mi abuela, la “chola” que tuvo al igual que ella 14 partos ininterrumpidos, algunos murieron, algunos salieron blancos, la mayoría como tú hijito, trigueños, con todo el sol acumulándose en la piel…mi tía se fue, sus pasos se derrumbaron, la noche pasó como un pájaro, ni el cuco que según mi padrastro, era negro, vino a mi cama. Soñé que era negro, un hijo más de mi tía. Desperté, abriendo mi corazón al día, mi tía curtía el desayuno con su sudor, la acompañé donde una amiga, orgullosamente me llevaba de la mano, probablemente sabía que necesitaba cariño y me lo dio a raudales. Me quedé tres días en su casa. Me acostumbré rápidamente a su cariño. Con pesar volví a la rutina de ver mi madre pelear con mi padrastro. Con ansias cada vez que la puerta daba ruidos, salía a ver si era mi tía. Mis primos en cada santo que íbamos a los molinos hacían que yo dijera “que iban a comerme”. Todos reían recordando al niño de 8 años que aprendió con ellos que el alma tenía el color de mi tía. Fui a todos los santos donde lloraba porque sus 16 negros le cantaban “happy verde” al unísono, fui al entierro de mi tío al que mi tía recordó siempre con la canción de Lucha Reyes que le dedicó cuando llevaba comida a mi abuelo en la hacienda de los Malatesta, vi inundar su corazón de pena y desbordarse como el río que esa vez se llevó todos sus animales, incluido el majo, “perro de miera, parece tu marido, ah perdón, yo soy tu marido” decía mi tío, vi entristecer su cabello, como el mío, ahora que su recuerdo sale a saludarme, como lo hacía con gozo, matando sus mejores animales que en mi estómago la lloran.



César Panduro, dirige la Biblioteca Abraham Valdelomar de Huacachina.



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