Manonga arrojada del infierno (1)
I
- Y entre platanales iba saliendo lentamente la Manonga, desdentada, colgada de un brazo; bajo el otro, llevaba un atado de leña a medio consumir:
pavesa de su vida de maldad.
Eso me dijo Venancio Quispe, el día mismo que se
produjo el reencuentro. A mí, me
lo contó primero. Mejor dicho, me escribió en un papel, antes que a todos, su increíble episodio, con temblorosa mano, garabateando también el espacio; por que las palabras, desde ese momento, se le fueron adentro, muy adentro, por los caminos del miedo.
Dicen los de Tallamana, que cuando murió Venancio, después de habitar
muchísimo tiempo en el mundo del silencio y la desesperación, en su agonía, recobró el habla y pregonó con la fuerza del
último suspiro, lo que había sucedió ese
día.
Y ahora, desde Mansión Luna, se escucha su voz contando su reencuentro con
la Manonga, más allá de la vida, en los platanales.
Desde ese entonces, uno lo oye.
Ya lo oirá usted, si osa algún día orientar sus pasos por esos
parajes.
De verdad, da
miedo.
II
Huamanguilla,
sembríos de paltos, y flores de suche, el camino.
Un aplastante sol les
recibió, al compás de doce alegres
campanadas, fugadas de la capilla de San Antonio.
Muchas caras curiosas, invadieron de inmediatamente la única calle
del Caserío, colindante con la Achirana.
Voces rumorosas.
- De juro buscan a Juan Cuco
- A qué otra cosa viene la gente acá
Eduviges, mujer
ya de cuarenta años, cholona entera, cuerpo de pallar, con el sudor brotando,
desmontó del asno; ayudó luego a la Manonga a bajar del anca.
Antes que Eduviges pudiera articular palabra, Coitijo, como un dardo, lanzó las preguntas de estilo.
- ¿Para quién?
- ¿Para Juan Cuco o para la Gringa?
- Busco al brujo mayor – Eduviges.
Coitijo, colorado, melenudo, cuarentón, siempre alegre; entre vino y pisco, señaló la casita de caña de rojovivo pintada.
- Ahí vive el maistro. Pasen nomás al segundo cuarto; en el primero,
atiende la Gringa.
Esta escena se
produjo cuando Manonga de Tallamana, tenía catorce
años y su tía Eduviges la llevó hasta Huamanguilla para que Juan Cuco le sacara
el demonio que llevaba adentro.
- ¡Ay! Don Juan, esta muchacha es malosa, se pasa la vida haciendo
maldad. Ayer nomás le sacó los ojos al
gato negro de la vecina, y en una cajita
se los envió de regalo.
- Siéntese, dijo Juan Cuco. Debo
saber detalles para luego actuar.
Sacó los naipes y colocándolos sobre el apolillado
escritorio, fue disparándolos, con furia, con calma, con temor, hasta cubrirlos
de figuras.
- Ella es la maldad. – Mientras
hablaba, Juan Cuco, hacía extraños movimientos, cortando el aire con su sombrero negro, alón,
formando círculos.
- Ella es la maldad, trataremos de curarla.
- Cúrela, Don Juan. Le daré diez chivatos de mi corral. ¡Cúrela!- Eduviges.
- Mal agüero, caballo desbocao. Rey maniatao por la maldad. Reina,
eclipsada por la envidia.
Silencio y miradas.
Siguió… siguió. Cuando hubo terminado de tender la sábana de
barajas, se eternizó en la contemplación.
Luego, habló Juan Cuco.
- ¡Huy! Manonga será difícil tu
curación. Las cartas anuncian que te quemarás en el infierno. Es extraño – enfatizó- la última carta dice que no será en el mismo
infierno, sino cercanamente.
- ¡Cúrela! ¡Cúrela! La
imploración subió de tono.
Juan Cuco entró al cuarto
contíguo, y salió con un atado de hierbas, haciendo la señal de la cruz,
mascullando conjuros.
- Me envías, ahora mismo, los
chivos. Necesito además que me dejes una
prenda íntima de Manonga para terminar de curarla.
III
Varios años pasaron.
- Esta curación no ha funcionao.
– Repetía Eduviges, cada vez que se
sentaban a la mesa con Manonga, y a la
par de ingerir alimentos evaluaban actos.
- Manonga ha empeorao – me dijo muy preocupada, Eduviges, un Jueves de compadres.
Aquel día fui a retornarle la
tabla, hermoso balai adornado con
guirnaldas y con dos muñecos, el compadre y la comadre, hechos de masa de
bizcocho.
- Gracias compadrito, por
aceptar- me expresó.
Abrió
la ventana, febrero estaba en todas las esquinas del patio, y mucho más allá se
distinguía el monte de árboles que antes se divisaba denso, coposo; ahora, sólo se notaba
un grupo raleado de eucaliptos y pinos. Habían disminuido los árboles
por la tala indiscriminada que hacían los jóvenes, en este tiempo, para celebrar
la fiesta de la Yunza.
No
permanecí allí más de quince minutos. Suficientes para enterarme que Manonga
seguía creciendo como refinada expresión de maldad. Huamanguilla, Tallamana,
Orongo y lugares cercanos supieron de ella y empezaron a temerle y odiarle.
Convertida
en una hermosa mujer, encandilaba a los hombres de la región, enfrentándolos, para
hacerlos merecedores de una simple mirada o una sonrisa.
Hubieron
varias riñas y desencantos en el caserío.
Me quiero casar contigo, Manonga, mirándola
fijamente a los ojos, el Timoleón, bajo una tarde azul, a la sombra de un palto
viejo, como su amor, declarándose. Y la
Manonga, loca estaré para amarrarme con
alguien de acá. A otros, a los cazamoscas,
dos jóvenes, siempre con la boca abierta, esperando el manjar del cielo,
los desesperaba. Te ofrecemos –los dos querían casarse con ella- nuestros
terrenos, nuestros chivatos, nuestras
vidas, ¡cásate con nosotros, Manonga! Y
ella, riendo, primero que baje el dedo
San Pedro, que llore sangre la sábila, que a los chivatos no le crezcan cuernos. Y
una letanía de insólitos pedidos que orilló a muchos pretendientes a la locura.
Precisamente, en loca actitud, un martes trece al amanecer, aparecieron cinco
enamorados cantándole amor, amor
desesperado; sus cuellos, colgados de una soga color corazón atada a un enorme
palto, a orillas de la Achirana; sus caras moradas, sus lenguas salidas,
buscando saciar la sequedad del momento final; sus piernas pendulaban la desgracia, rasgando
los secretos del viento. Del pecho de cada uno de ellos, sobresalía una carta
que en lenguaje parco decía: todo por
amor a la Manonga.
Colgaron
la nostalgia de sus cuerpos, al imperio eterno del amor.
IV
El día
que se casó Manonga, con un forastero, las
campanas de la Capilla se volvieron de palo.
- ¿Qué hace el sacristán prendío de la soga del campanario? Le dijo Don
Rulo Morales, el hombre que andaba de la mano con la muerte, a Josesón Aguado.
Estaban
sentados en el muro de una de las
compuertas de la Achirana, frente a la Capilla de San Antonio,
contemplando el accionar del sacristán.
- Tú debes saberlo, Rulo. Tú que tantas veces has sorteao la muerte, debes saber qué sucede cuando no suenan las
campanas.
- Será porque el sonido dulce de campanas no hace juego con la maldad de
Manonga.
Y la
boda se realizó orlada por el silencio.
Ese
día, hasta los pájaros decidieron
emigrar hacia la quebrada de Santo Domingo de Capilla, para no amenizar con sus trinos el
acontecimiento. De manera que a la
Manonga nadie la vio cuando se casó. Ni el mismo Rulo la vio, pues antes que
llegara al carruaje tirado por elegantes caballos, le dijo a Josesón.
- Deja al sacristán. Debe estar espulgando la soga. Vamos a tomarnos una
mulita de aguardiente.
Y se
fueron.
Nadie
se enteró tampoco que ya eran esposos, sino hasta mucho después de que,
angustiados porque el pueblo los ignoraba, tuvieron que poner un letrero grande,
frente a su casa, que decía: recién
casados.
Venancio
Quispe, el mortal que la desposó, hacía
algún tiempo había afincado sus reales en Tallamana. Todo fue que conoció a
Manonga y empezó a comprar terrenos, en los que cultivó esperanzas y deseos,
ardorosos, sexuales, que nacían de los ojos, del cuerpo, del vientre de Manonga;
y escocían primero su frente, bajando,
bajando luego, no sabía hasta donde.
A
Venancio le costó trabajo conseguir el sí de Manonga. Luego de un sinfín de tentativas, escuchó.
- Te acepto, pero como prueba de amor quiero que incendies la choza de
Timoleón, allá arriba de Orongo, cerca del cerro, de noche, cuando él esté
durmiendo.
Venancio,
en ese momento, experimentó una sensación de repudio, pero más pudo el sentimiento de amor que se le
había colgado del corazón.
Una
noche, la choza de Timoleón fue barrida
por el fuego, sin que nadie supiera jamás quién lo había hecho.
- Habrá sido la vela que dejó prendida Don Timo, antes de bajar al
Caserío. Felizmente el no estuvo allí - Me dijo Isacc Jáuregui, la tarde
siguiente en que comentábamos el incidente, en el tambo de Orongo.
Nunca
se supo bien, cómo se conocieron, ni cómo surgieron las desavenencias que
fueron royendo los corazones, los cuerpos y la vida de Venancio y Manonga.
Reunidos
con Maito Tubillas, tomando cachina colada, una tarde de farra, que se prolongó
hasta el amanecer, Venancio nos confesó: sólo
por amor, porque me tiene encandilao, soporto las maldades de Manonga .Pero
pronto estallaré. Tengo el odio a flor de labio. El convencimiento empezaba
ya a envolver las palabras de Venancio, sin que Manonga avizorara la tormenta.
Hasta
que el amor fue ganado por el odio. Una tarde cuando Venancio, de regreso de
sus labores, encontró que Manonga había quemado el colchón del tesoro, haciendo
humo sus caudales, estalló en ira. Todo debido a que el día anterior Venancio
no había llevado a Manonga al Pueblo a comprar un sombrero de moda, amarillo
con cinta negra que llegaba hasta la cintura.
- Estoy harto Manonga –le dijo- Harto. ¡Ojalá te mueras pronto! Ese día,
haremos fiesta en Tallamana. Yo bailaré con el violín del diablo, a horcajadas
sobre la vida, el día de tu muerte, Manonga. Desde este momento, ¡te odio! Te
odio, al igual que todo el pueblo.
Manonga,
como nunca, se preocupó y decidió explorar su futuro, tomando un brebaje de
savia de San Pedro, planta
alucinógena, amarga, que le había recomendado, hace tiempo, Juan Cuco. Logró
tomarlo con dificultad, a la sombra del último huarango del valle, ubicado en
el límite mismo con la Pampa de Yauca, hasta
donde tuvo que ir para estar en olor de soledad. Sentada sobre su sueño, se
dejo conducir por desconocidos ríos, por extraños parajes, hasta que llegó al
final de sus días. Fue cuando se alarmó del destino que le esperaba. Se vio
vagando por la eternidad con un atado de leña, bajo el brazo, un calor intenso,
rodeándola, abrasándola. Allí de improviso la abandonó el sueño. Y Manonga
tornó en esperanza su mirada que refugió en la inmensidad de la pampa.
V
- Ha muerto la Manonga – Corrió la voz,
con velocidad de buena nueva.
- Ha muerto atragantada de maldad, la Manonga- fue el coro que se deslizó de oído
en oído hasta trasponer los linderos del pueblo y recrearse en otros parajes.
La gente se preparó. ¡Habría fiesta para despedirla! Al menos, así lo había prometido Venancio Quispe,
que andaba luciendo una dilatada sonrisa por el suceso; buscaba, en ese momento, una pizarra para
anunciar el baile, la alegría, la dicha, del viaje al infierno de Manonga.
-
Al infierno tiene que ir; no cabe duda – estuvo
diciendo hasta el anochecer, Coitijo, con dos platillos que hacía sonar de rato
en rato. Y bebía. Bebió tanto que al
amanecer llegó a conocer la extrema delicia de la cachina que lo atosigó hasta
la felicidad.
Y la fiesta
de realizó, en la plaza principal, con mucha algarabía.
El féretro, en casa, solo, abandonado,
consumía los cuatro cirios, que despedían el alma de Manonga. Dicen que le brotó el alma en forma de
mariposa negra, y los cirios le seguían
acompañando a descender a su morada.
Cuando la mariposa se apartó de ella, Manonga sintió que su viaje comenzó, fue al exhalar el último suspiro, acompañado
de la algarabía de la gente, cosa que aún oyó con
claridad. Después siguió un camino amplio, rodeado de eucaliptos y flores. Al
fondo divisó una cuesta y al costado un sinuoso caminito que descendía a la
profundidad de los abismo donde la esperaba Caronte. Un camino iba a la cima; el otro a la sima. Cuando llegó a la
bifurcación, el camino hacia arriba se
esfumó, y el caminito, creciendo, la atrajo con fuerza, irresistible, hasta encantadora. Manonga no tuvo otra alternativa que seguir. A
medida que descendía se sentía abrasada. Su alma ¿o qué era? Lo que la mantenía
consciente. No lo sabía. Lo real es que, sentía calor, ardía. ¿O sería que sus
neuronas no morían y la mantenían pensante?
Divisó a lo lejos, una mansión de color rojo
encendido, con una puerta enorme. Tocó fuerte, muy fuerte. Una voz horrísona se
dejó escuchar, y un hombre escarlata apareció vestido de una
vistosa levita que se prolongaba en una cola,
larga, roja.
- ¿Desea entrar? Identifíquese.
- Manonga de Tallamana.
El diálogo se extendió en
pormenores.
- Un momento, consultaré.
Esperó. Aguardó impaciente
una eternidad.
De regreso, el hombre le
espetó una pregunta burlona.
- ¿Con que Manonga de Tallamana, eh?
- Sí… Sí, Señor.
- Señor de las tinieblas –retrucó- demórese y complete. Señor, es cualquiera.
- ¿Puedo entrar? La Manonga
Mirándola fijamente, el
hombre escarlata sentenció.
- Ni aquí tiene cabida.
Cogiendo luego un atado de
leña, finalizó la conversación.
- Tome. ¡Quémese afuera! A vagar por el universo. ¡Largo!
Los pasos escarlata dieron
la vuelta y se introdujeron en las profundidades.
Todo esto lo contó la
mismísima Manonga, cuando Juan Cuco la convocó una noche oscura. Hubieran visto
ustedes, cómo se movía el vaso sobre una mesa negra, alocadamente, de una letra
a otra, para trasmitir el mensaje. Al
final a Juan Cuco tuvimos que auxiliarlo. Quedó exhausto. Hasta le dimos
respiración artificial.
VI
Venancio Quispe, caminando entre el follaje y la penumbra
vesperal, tarareaba una canción popular.
La tarde se iba, como todas las tardes.
Al igual que nosotros, él ignoraba adónde se iban
los días a la hora del crepúsculo. Pero de lo que sí tenía certidumbre es que las
tardes se llevan los colores y traen la negrura.
- Me voy pal… Tra… la… la – Se le entreveró la letra de
la canción en el cerebro y la olvidó por completo. Con el olvido, irrumpió el
miedo súbito, paralizante.
Se acercaba a Mansión
Luna, aquel paraje extraño por donde el
tiempo ha pasado sin dejar huella y el paisaje ha ido perdiendo sus elementos
naturales, haciéndolo cada vez más desolador.
Mansión Luna, en ese tiempo, se llamaba aún, Callejón de la Chivillona;
después de lo acontecido y de las sucesivas apariciones fantasmales, dejó de
llamarse así y la gente de Tallamana, con respeto ahora le llama Mansión Luna.
Por ese Callejón, venía Venancio Quispe, aquella tarde que se ahogaba en el crepúsculo;
el miedo ya se le había metido en las
venas. De improviso sintió como si de
los platanales, que había adelante, alguien le observara. Se detuvo, por miedo, por precaución, pero se detuvo. De pronto percibió un ruido.
Era como si estuvieran caminando sobre hojas secas; como si apartaran las colgantes y largas hojas
de plátanos. Sintió ¡puaj! que algo se descolgaba. Levantó la mirada y pudo ver
a Manonga, colgada de un brazo; con un
atado de leña bajo el otro, sonriente, como
diciendo: Venancio, hiciste fiesta el día
de mi muerte, pues ahora vas a bailar conmigo. ¡Ven baila! La voz resonaba en la conciencia de
Venancio.
La aparición empezó a
danzar ante los ojos aterrados de Venancio, que no podía articular palabra.
- ¡Baila!- le decía. Y ahora Venancio escuchaba con claridad el mandato.
- ¡Baila! Le decía, reía, carcajeaba, al mismo tiempo que empezaba a
desvestirse, hasta quedar desnuda. Luego sus fláccidas carnes fueron
desprendiéndose y quedó totalmente en huesos.
- ¡Baila! Y ahora era el esqueleto que danzaba, ordenando.
Venancio
huyó por los caminos del miedo, hasta llegar al mundo del silencio y la
desesperación.
_______________________________________________
(1)
Manonga arrojada del infierno, es un
cuento de José Vásquez Peña, incluido en el libro La Soledad del Viejo Huarango. Duna Encantada
Ediciones. Lima, 1988.