domingo, 28 de abril de 2024

EL ORO DE LA OLLERIA

Esta leyenda viene a explicar la historia del Distrito Santa Cruz de Flores.

Santa Cruz de Flores, Cañete Perú.


Quienes tienen que regar sus terrenos en la zona denominada “La Ollería” cuentan con mucho temor, que muy tarde, por las noches, en el mes de mayo, han oído un lúgubre sonido de campana, en un lugar no definido del Distrito Santa Cruz de Flores, “poniendo los pelos de punta al más valiente”. Los aborígenes posiblemente llegaron de la zona sur del Perú, de los pueblos vecinos del hoy Cerro Azul o los navegantes de Tambo de Mora, de acuerdo a su cosmovisión se apostaron en unas de las faldas de los cerros, lugar que muchos años más tarde le dieron el nombre de La Ollería.

Como eran muy buenos pescadores, armaron balsas con totoras que había en los aguajales, tejieron redes con hilos hechos de un algodón silvestre y finalmente hicieron un gran descubrimiento. En las orillas del mar, en la que hoy conocemos como “La Ensenada”, el golpe de las aguas del mar habían socavado los cerros, llegando a formar una caverna, con una enorme entrada, el túnel tenía un recorrido de cuatro kilómetros, esta cueva tenía más de un orificio de salida, una de ellas desembocaba en la Ollería, la llaman hasta hoy “Hueco Jediendo”, la otra salida del túnel quedó sellada, secretamente guardada. Los pobladores recorrían los vericuecos de esta caverna y muy pronto le dieron utilidad práctica. Cuando iban a pescar se introducían en ella y salían a la playa, con el producto de la pesca hacían el recorrido hacía sus hogares. Los pasadizos eran oscuros y había que prender antorchas, otro peligro era que el mar inundaba los túneles, en horas de marea alta arrastraba muchos deshechos desde la playa, especialmente cuando el río del valle aumentaba su caudal, arrastrando mucha vegetación.

Pasaron miles de años, hasta que se dieron cuenta que había un lugar que brillaba con la luz de las antorchas, era un metal que contenía un valor incalculable, poseía un color dorado, no se oxidaba fácilmente. Se trataba de un filón de oro, entonces comenzaron a extraerlo para confeccionar objetos durables, que adornen sus vestimentas. Por tal motivo la veneración al lugar, especialmente al cerro fue constante, incluso le llevaban ofrendas naturales. 

Un día, los pobladores se enteraron de la presencia de hombres barbudos, andaban por la playa, que parecían formar un solo ser con sus caballos, luego se enteraron que eran dos seres diferentes; pero se enteraron también que a donde iban sembraban la tierra con cadáveres. Ellos llevaban en sus manos lanzas que arrojaban fuego y estaban enloquecidos por el oro, tenían informaciones que en el lugar existía en cantidad. Los pobladores decidieron cerrar la boca de la cueva que llegaba hasta el lugar del filón, se aseguraron en no hablar del oro, hacerlo sería morir en manos de esos hombres, que ya habían colocado una cruz en la cumbre del cerro, en señal de dominación cristiana.

El jefe del poblado era un aborigen, corpulento e inteligente, un líder que protegía a su pueblo de las incursiones enemigas venidas desde el mar, se llamaba Tika, cuyo significado en lengua Qolla era “Flor”, él había sido preparado en el ejercito inka, ahora hacia frente a gente muy diferente a ellos. Después de haber hecho una férrea defensa de su zona, fue hecho prisionero, con muchos de sus hombres entre ellos el general Yenko líder de Los Huarcos. Les obligaron bajo amenaza de muerte a confesar de dónde sacaban el oro que encontraron en sus cuerpos, ya habían huaqueado todo el lugar, las tumbas de los principales habían sido saqueadas. Los españoles enfurecidos por el silencio de los prisioneros, fueron asesinando uno a uno, a Tika lo dejaron para el final, lo llevaron a su palacio que se ubicaba en la entrada del pueblo actual, mataron a su familia en su presencia, pero no habló. Finalmente lo condenaron a la pena del garrote, atado de pies y mano, le pusieron una soga en el cuello, empezaron a ajustar, mientras lo conminaban a confesar dónde quedaba la veta de oro; pero él no dijo una sola palabra, fiel al juramento que hiciera con los suyos. 

Finalmente le faltó el oxígeno y murió, con Tika se fue el secreto del lugar en donde se encontraba el filón de oro. Han transcurrido más de 500 años y jamás se supo el sitio donde se encontraba el filón de oro que tanto buscaban los españoles, pero de tiempos no establecidos se comenta que ciertas noches de mayo, se escucha el sonido de una campana, como si fuera un triste lamento de Tika, que al hacerlo pidiera descanso, queriendo indicar a la gente de hoy, que el gran filón está entre los cerros del lugar. Algunos pobladores, guiados por el cura del lugar, comentan que el filón de oro ya entró en posesión del demonio, señalando que se ha colocado varias cruces al cerro, para que no vuelva el diablo por el lugar, y no hay nada más que hacer.

Leyenda encontrada con distintas versiones en el lugar. Se ha recopilado el texto para explicar el origen pre- inca del Distrito y comprender el nombre original de flores, vocablo dado por el jefe de la resistencia de nombre Tika… Trabajo realizado por la Institución Educativa “Jesús Divino Maestro” Santa Cruz de Flores, Cañete, Región Lima Provincias. Año 2024.

martes, 13 de febrero de 2024

La leyenda de Cerro Prieto

 La leyenda de Cerro Prieto

Cerro Prieto visto desde el bus, ahora rodeado de casas


Se dice que en una montaña de Cerro Prieto, cerca de Guadalupe habita un malvado monstruo con forma de piedra. El motivo de que este ser viviese ahí era por ciertos rituales prehispánicos, porque los cerros eran dioses de los Yungas, los españoles ahora relacionan al cerro con el diablo, de esta forma evitan que se siga adorando al Wamani, por eso se piensa que los pobladores de los llanos calientes animaron al demonio a asentarse en aquella montaña, unas de las pocas de piedra con dirección al mar, el resto son dunas de arena.
Con la llegada de los españoles, comenzó la evangelización en la costa y a todo cerro le ponían cruces en la cima, fue por eso que los nativos pidieron a los sacerdotes que ahuyentasen a aquel ser maligno que algún día haría estallar la montaña y los mataría a todos.
En Ica, hay relatos que indican que Fray Ramón Rojas, un santo de origen guatemalteco famoso por sus milagros, salía muy menudo a la campiña iqueña llevando la imagen de la Virgen de Guadalupe, este santo varón incluso quiso cambiarle de nombre al cerro Saraja, un día llegó por Cerro Prieto para bendecirlo y liberarlo de todo mal.

LA LEYENDA DE LA BELLA DURMIENTE (Tingo María)

 


Cuentan los antiguos pobladores que un joven llamado Cuynac, atravesando la selva de Huánuco se encontró con una jovencita, quien era la princesa Nunash, los dos llegaron a enamorarse, y construyeron una mansión cercana a Pachas, a la cual le puso el nombre de Cuynash en honor de su amada.

La pareja vivió feliz por un tiempo rodeado de servidores y vasallos, pero esta felicidad llegaría a durar muy poco.

Un día llegó el padre de la princesa Amaru convertido un monstruo en forma de culebra. Cuynac con su hechicería, convirtió a la princesa en mariposa y él se convirtió en piedra para no ser atacados por el monstruo.

La princesa se valió de su nuevo estado para ir a la selva a buscar ayuda, consiguiendo vencer al monstruo.

La princesa logró retornar a su estado normal, pero Cuynac no pudo. Nunash, la princesa buscó al príncipe, y cansada de hacerlo se sentó en una piedra sin darse cuenta que ya había encontrado a su amado. Mientras ella dormía escuchó la voz del príncipe que le decía: “Amada ya no me busques los dioses han complacido mi deseo ahora soy solo una piedra destinada a permanecer en este estado para siempre, si tú me quieres todavía permanece a mi lado toda la vida en este cerro, y que en las noches de luna se note ante la mirada de la gente como mujer dormida,” la princesa aceptó la propuesta de su amado y quedó convertida en piedra, lo que hoy es la figura de la bella durmiente, cerro ubicado en Tingo María, Región Huánuco, en el Perú.



domingo, 28 de enero de 2024

¿Por qué se le llama Pisco?

Pisco es un palabra QUECHUA
Su significado es ave... "páxaro, generalmente. Si nos vamos a la parte histórica el nombre o topónimo es prehispánico. Los Incas al conquistar los llanos o zona costera, cerca al mar o hurin, lo hicieron siguiendo la ruta del cóndor. Empezaron por Vilcashuamán, luego Huaytará, en ese entonces entraron por Ticrapo, siguieron bajando y encontraron el inmenso valle que denominaron cóndor. El cóndor fue el primer pájaro gigante que dio el apelativo al valle. Linguísticamente se identificaba al cóndor con el pájaro andino, los naturales del lugar, los yungas, ya bastantes quechualizados, lo llamaron pisco, haciendo el vocablo extensivo a las muchas aves terrestres y marinas de la región iqueña. El valle del cóndor se convirtió en el valle del pájaro gigante o el valle de los pájaros menores, que abundan en la playa y el mar.
Entre 1824 y 1827, recorre el país Hugh S. Salvín, en 1829 el inglés publica sus vivencias. En el "Diario del Perú", texto considerado como primer documento escrito en el que se consigna al aguardiente de uva con el nombre del puerto que le daba salida. "La ciudad de Pisco, casi a una milla de la playa, está construida como todas las ciudades del Perú: una gran plaza en el centro, con calles que emergen en ángulos rectos. Este distrito es conocido por la fabricación de un licor fuerte que lleva el nombre de la ciudad; se le destila de la uva en el campo, hacia la sierra, a unos cinco a seis leguas de distancia"....



miércoles, 10 de enero de 2024

LOS IQUEÑOS Y LA POLÍTICA PERUANA

El año 1835, once años después de la Batalla de Ayacucho, los generales seguían peleando. Orbegoso, Santa Cruz, Gamarra y Felipe Santiago Salaverry, tenían sus propios intereses en la aún naciente República. Salaverry en el gobierno se entera que el Presidente de Bolivia, General Don Andrés de Santa Cruz, había entrado en territorio peruano. Entonces deja al mando de la nación, un consejo presidido por el hacendado iqueño Juan José Salas. Ya tenía organizado un pequeño ejército de 3,500 hombres y se embarca hacia Pisco, su llegada al puerto de la libertad fue la mañana del 6 de octubre, luego viene a Ica, estableciendo su cuartel en esta ciudad para ir estudiando los movimientos de su adversario. Las informaciones de inteligencia indicaban que Santa Cruz se apartaba del Cusco, motivo por el cual dispuso que su comando se divida en tres cuerpos, para después reunirse en Arequipa.
 1- El iqueño Juan Pablo Fernandini, tomó el camino por los andes, de Parinacochas a Vitor 
2- Salaverry por la costa, salió rumbo a Pisco, para reforzarse en su trayecto. 
3- El Coronel Porras quedó en Apurimac observando los movimientos de Santa Cruz. 
Se afirma que el General Salaverry estuvo dos veces en Ica, incluso pernoctó en la casa (Plaza de Armas, hoy funciona el Banco BBVA) del Marqués de Torre Hermosa. Fray Ramón Rojas tenía una gran experiencia en este tipo de problemas políticos territoriales, es por eso que se cuenta la siguiente TRADICIÓN: Fray Ramón le dijo a Salaverry - Vea General, un consejo le voy a dar aunque usted no lo pida. Espere al enemigo…deje usted que ya vendrán a atacarle por aquí…la victoria será fácil…Pero si usted se obstina en marchar al sur, saldrá perdido. Y yo amigo suyo, lamentaré lo que con usted va a ocurrir Por desdicha, el General Salaverry había pensado de distinto modo, y no era hombre de retroceder en sus decisiones. Ya se sabe lo que sucedió después en Socabaya. Cumpliéndose a pie de la letra el vaticinio de Fray Ramón Rojas. Salaverry fue fusilado en plena Plaza de Armas de Arequipa, teniendo como testigo a un importante iqueño, cuyo Colegio del Distrito Salas lleva su nombre. En otro suceso también participa un importante iqueño, José Matías Manzanilla Barrientos, me refiero al asesinato de Sánchez Cerro. (Campo de Marte). Todavia no se ha escrito un libro que trate sobre magnicidios... participación de iqueños e iqueña.

Casa del Marqués de Torre Hermosa

jueves, 7 de diciembre de 2023

EL VUELO DE LOS CÓNDORES

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo. –Ése es el barrista –decían unos. señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana. –Aquél es el domador. Y señalaban a un sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, foete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta. –Éste es el payaso, dijo alguien. El buen hombre volvió la cara vivamente. –¡Qué serio! –Así son en la calle. Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes. Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la escuela quiénes eran, cómo eran y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba oscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro. –¡Cómo! ¿Dónde has estado? Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder. –Nada –apunté con despreocupación forzada– que salimos tarde del colegio... –No puede ser, porque Alfredito llegó a su casa a las cuatro y cuarto... Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevía a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente: –Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó: –¡Está bien!... Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente. –Oye –me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente –anda a comer... Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidenta, mi abnegada compañerita, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.
 –¿Ya comieron todos?, le interrogué. 
–Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol... 
–Oye, le dije, ¿y qué han dicho? –Nada; mamá no ha querido comer... Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde. 
–Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer. –No, no quiero. 
–Pero oye, ¿dónde fuiste?... Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!
 –Cuántos volatineros hay –le decía–, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe de ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah!, ¡es un circo espléndido! –¿Y cuándo dan función? 
–El sábado.... E iba a continuar, cuando apareció la criada: 
–Niñita. ¡A acostarse! Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba. Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí; me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería... ¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo, que hasta ese instante me había contenido, no pude más y sollozando le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme me había perdonado! Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado. Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado: –Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo... 
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía de ser aquella criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida. Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; ¡qué oso tan inteligente! y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo... Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre. 
–¡Entradas! –cuchichearon mis hermanos. 
–¡Sí, entradas! ¡Espera!... –¡Entradas! –insistía el otro. El sobre fue a poder de mi madre. Levantóse papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre. –¿Qué es? ¿Qué es?... –¡Estarse quietos o... no hay nada! Volvimos a nuestros puestos. Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados! Eran las entradas para el circo; venía dentro un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla! El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Míster Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El vuelo de los cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea. Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo, y yo, pensando, me fui al jardín, después a la escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.  
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos. –¡El convite! ¡El convite!... –¡Abraham, Abraham!, gritaba mi hermanita. ¡Los volatineros! Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después, en un caballo blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la brida; después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música. En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta copla: Los jóvenes de este tiempo usan flor en el ojal y dentro de los bolsillos no se les encuentra un real... Una algazara estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico sombrero, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.  
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su "Carlos Alberto". Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltóse el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron. Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gentes se estacionaban en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa y blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras, que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, la "causa", sobre cuya blanda masa reposaban graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vendedoras... Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada. –¡Segunda! –gritaron todos, aplaudiendo. El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche. Sonó largamente otro campanillazo.. –¡Tercera! ¡Bravo! ¡Bravo! La música comenzó con el programa: Obertura por la banda. Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de vientre; hizo rehiletes y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Míster Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto: –¡El vuelo de los cóndores!  
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre los artistas Miss Orquídea, con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgóse de una cuerda y la ascendieron al estrado. Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del centro le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto. Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo –detenida la música– producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba, y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse. Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó... ¿Qué le pasó a la pobre niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud. Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé qué cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos...  
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea. El sábado siguiente, cuando había vuelto de la escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música. –¡El convite! ¡Los volatineros!... Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?... ¡Con qué ansias vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, los platillos estridentes, los acróbatas, y, después, el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza... Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido... ¿Dónde estaba Miss Orquídea?... No quise ver más; entré en mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.  
Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, sentéme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil. Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía de estar! Seguí a la escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado. Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquel día salía vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad de pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura. Metíme entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí: –Adiós... –Adiós... Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor... Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo. 

ABRAHAM VALDELOMAR 
Nacimiento: Ica, 27 de abril de1888
Muerte: Ayacucho, 03 de noviembre de 1919

domingo, 15 de octubre de 2023

La primera batalla por la Independencia del Perù (Nasca 15 de octubre de 1820)

 Octubre en la Historia Iqueña.

El P. Alberto Rossel Castro, es el estudioso que mejores fuentes utilizó para clarificar los hechos históricos de Ica.


1.- La batalla de Nasca. En estos días Palpa también ha celebrado la "primera batalla" entre las tropas realistas y patrioticas, dicho acontecimiento no es mencionado en sus escritos. Para esclarecer si la primera batalla entre patriotas y realistas ocurrió en Changuillo o Nasca, cita como fuente bibliográfica (Boletín N° 2 del Ejército Libertador - Cuartel General de Pisco, octubre 22 de 1820. Mariano. Mariano Felipe Paz Soldán - Historia del Perú Independiente, Primer Período (1819-1822), Lima 1848. pág73.) Ahí señala: "La acción de armas por la causa de la independencia del Perú, realizada en la entonces Villa de Nasca, el 15 de octubre de 1820, por las fuerzas del General José de San Martín, al desembarcar en Paracas, algunos historiadores contemporáneos, tergiversando los hechos, señalan esta batalla en la zona de Changuillo, cuando en esa época no era un pueblo sino el nombre de unas chácaras que pertenecieron a la jurisdicción de la hacienda San Javier". El Coronel Rojas estaba persiguiendo a Quimper, llegando a Changuillo en la madrugada del 15 de octubre, indaga que se encuentra a tres leguas de la retaguardia del enemigo. Por la mañana prosigue su camino a Nasca, ingresando por la zona de Kunkumayo, único camino para entrar al pueblo, el mismo Coronel dispuso que los valientes capitanes Lavalle, Bermúdez y el Teniente Suárez de cazadores de la escolta, entraran por las calles del pueblo con la caballeria a galope, mientras avanzaba la infantería, dice el Boletín consultado: "Los enemigos abandonaron la plaza con la velocidad del miedo y fueron perseguidos y acuchillados hasta una legua del pueblo. El camino por donde emprendieron su fuga quedó sembrado de cadáveres". Los soldados realistas fueron perseguidos a cinco kilómetros de Nasca, por el camino de herradura de Pangaraví que conducia hasta "El Cantón" o "Portachuelo", en este lugar hubo una batalla campal, los realistas tuvieron entre muertos y heridos 50 hombres, 6 oficiales prisioneros y 80 soldados de línea. Quimper salió de esta acción armada en fuga hacía Acarí. Los restos de los soldados y oficiales de la libertad que murieron en el combate de Nasca, fueron sepultados en el cementerio de San Clemente (hoy clausurado), tal como consta en las partidas de defunción asentadas en los libros parroquiales de Nasca.
El General Álvarez de Arenales, con fecha 20 de octubre confirma a San Martín antes de marchar a la sierra, la primera victoria obtenida en la batalla de Nasca, con saldo de varios muertos y heridos entre soldados chilenos y argentinos.
Todas las reacci

Entrada destacada

LA LAGUNA ENCANTADA

  Ya está establecido que todos los pueblos de la costa peruana son milenarios, aquí se establecieron los primeros peruanos, antes que Los I...