La
torre de los pájaros azules
El autor del cuento ( José Vásquez Peña) |
A
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quella
tarde los pájaros azules revoloteaban en la parte superior de la vieja torre.
Mirábamos sus finas acrobacias, oíamos sus dulces trinos, mientras por el lado
oeste del lugar iba destejiéndose el día en hilachas rojiplomizas, encendiendo
misteriosamente las dunas.
Soy
Próspero Buenavista Ventura… Vengan… Voy a hablarles de este lugar, de estos hechos; pero desde el otro lado del tiempo. Después que aconteció aquel suceso de los pájaros
azules, pasó un largo lapso de frustración que me impedía reintegrarme otra vez
a la vida común. Hasta que decidí hacerlo, pasara lo que pasara. Tanteé
posibilidades diversas, hasta que encontré la forma más feliz y eficaz para reinventarme. Hace mucho tiempo ya
que llevo una nueva vida. Ahora, guiado cariñosamente por mi lazarillo, Falkor, un pastor alemán,
recorro varias veces al día, como en este momento, la larga avenida Arenales, que ahora luce
asfaltada y con amplias veredas, según
me cuentan, y conforme lo compruebo diariamente
con mi inseparable bastón, que escrupulosamente examina de manera previa mi
camino. Antes, cuando la luz iluminaba mi existencia, era diferente este sitio. Hasta donde me permiten recordar mis vivencias, mi
memoria y la memoria de mis buenos viejos esta no era una avenida, era un
inmenso terral, atravesado por la línea férrea, flanqueado por algunas casas y con
árboles sembrados o nacidos asimétricamente al centro. El tiempo, ese fuego que nos consume me ha
convertido en otro ser, hace mucho que he renunciado a los territorios físicos;
habito, ahora, en los predios del recuerdo y la imaginación. Habito con/en el
recuerdo. Camino, caminando sueño el tiempo. Camino, hablo y escucho las voces del pasado, que ahora se las traslado
a ustedes, para que ellas habiten en sus mentes, por siempre. Como podrán intuir estoy refiriéndome a otros
tiempos -remotos tiempos- en los cuales
se tejieron leyendas y extrañas
historias, no sólo como ésta que es el centro de mi relato, sino otras, igual
de oscuras, supuestamente acaecidas en esta zona de Duna Encantada, comprendida
entre los ya desaparecidos burdeles de la antigua calle Chota, que yo llegué a
conocer por fisgoneo, en mi infancia, zarandeado
por la voz y el ritmo de Bienvenido Granda, y las
blancas paredes del cementerio de Saraja;
lugar surcado por la amplia
Avenida, ahora llamada Arenales,
que siempre ha estado revestida de misterio; tal vez por la cercanía con el osario de la ciudad,
una cuadra antes del cual estaba el huarango de los muertos; o quizá
porque conserva aún ese halo
extraño de apariciones y fantasmas que datan desde la Colonia, etapa que nos trajo tantos miedos y
supersticiones. O, posiblemente, porque en la segunda cuadra de la avenida
Arenales se hallaba la misteriosa torre de los pájaros azules. Soy un
viajero impenitente por estas veredas, en ellas -repito- me cruzo con el
pasado, como ahora. Hola Próspero -escucho- Agudizo el oído. Luego de un breve
recordar, identificando la voz, contesto, entusiasta: ¡Hola, Ramón! Es Ramón
Rojas Díaz, antiguo vecino del lugar; moreno, de menuda complexión, envidiable
vitalidad y persistente pasión por los libros. Lo conocí (lo vi) cuarentón; ahora, me cuentan que su raleada y ensortijada cabellera, muestra ya
el paso de los años; tanto que su cabeza termina, en la parte posterior,
en una monacal calvicie. Él es uno de mis buenos viejos, un cofre de recuerdos, el dato viviente. De él aprendí parte de la historia de este
lugar, cuando en cierta ocasión me
contó, seca la boca, enervado el rostro: en
las soledosas noches escucho aún con claridad el tren saliendo de su estación
central de la calle Lambayeque; oigo, cómo saluda con el vozarrón grave de su
pitido; siento, con escalofríos, el penetrante chirriar de sus rieles. De pronto,
percibo también, cómo la voz del tren es apagada por el desesperado grito de
Prudencio Chacaliaza, empleado ferroviario, brequero más exactamente, que por
bajarse a recoger su gorra, cayó entre los rieles, cuando el tren estaba en plena marcha, y
terminó siendo triturado por los últimos
vagones. Yo soy un convencido de que el tren hacía, en ese entonces, su
extraño recorrido llevándose el presente; a su regreso de Pisco, traía el
futuro que rápidamente se esfumaba entre blancas nubes. Pero también -creo que
antes de desaparecer del paisaje- el tren ha instalado el pasado en el
imaginario popular; tanto así que
Chacaliaza se ha convertido en una de las ánimas más veneradas por los iqueños. Su gruta, que
durante años fue una modesta peaña de piedras, ubicada a la orilla de la
acequia la mochica, en el mismo lugar del accidente; ahora, es una construcción
de material noble, trasladada al costado de la cancha de básquet. Todos los
días, la gruta luce iluminada por interminables velitas misioneras que alguna
vez fueron prendidas para nunca apagarse, en el mundo de la fe del pueblo;
es el agradecimiento por los milagros
que según afirma la gente de antaño, e incluso la de hoy, realizó/realiza
Chacaliaza. Esas huellas instaladas en nuestras mentes no sólo son mística, también son físicas, por
ejemplo, hasta ahora, en la panamericana sur pasando Subtanjalla hay un caserío que se llama el Cambio, en
alusión a que allí se cruzaban los trenes y había doble vía para que uno cuadrara
y el otro pasara. En este permanente peregrinaje por estas veredas,
ocasionalmente me sumo en largos silencios, cuando mi estado de ánimo es
deprimido; esporádicamente, converso con mi lazarillo, alegrándome con sus
ocurrencias. Otras veces, como ahora
mismo, converso con el pasado a través de las voces que me saludan.
Siento, ahora, que me toman por los hombros. Me
detienen cariñosamente, cerca
al huarango de los muertos, según me explica mi
interlocutor. Es el chino Martín Wong Vicuña, otrora destacado arquero del
Octavio Espinoza, que vive en el colindante barrio del Tamarindo. Me cuenta con
su lengua enredada: yo he vivido tiempos
en que se respetaba, hasta el miedo irracional, a los difuntos. A cuántos
familiares y amigos he acompañado por esta ruta que lleva al más allá; antes
hacíamos una pascana en el huarango de
los muertos, que hasta ahora, como puedes sentirlo por esta sombra que nos
cobija, existe a la entrada de la moderna urbanización Santa María que está
construida sobre una leyenda, la antigua laguna de Saraja. Cuenta por ahí que
de tiempo en tiempo aparecen perdidos,
en sus amplias calles, la niña de los ojos jacarandá y los patitos
encantados buscando su laguna. ¿Cómo puede ser eso? ¿No lo sé? El chino enfatiza su asombro con una
ligera elevación de su tono de voz, para
seguir relatando: En este huarango,
descansábamos para tomar fuerza y cargar el cajón en su último tramo, pero
sobre todo para elevar nuestras oraciones por su alma y discursear. Allí demorábamos, a veces horas,
para decir las bondades del difunto. Ustedes saben, no hay muerto malo, el
asunto era exagerar para que el muertito se vaya alegre, contento. Y su imagen,
en este mundo quede revalorada. Hay más: no lo hacíamos por hipocresía como
ahora, era por complacer al fallecido. Luego apresurábamos el paso para que la
noche no nos ganara antes de llegar al cementerio. El pasado salía de su
mente con tal convicción que me hacía vivir en una realidad recontada,
diferente. En el cementerio, evitábamos acercarnos al panteón de los suicidas, que
estaba al lado izquierdo de la mirada del ángel (el del obelisco que está a la
entrada). Allí estaban enterrados los chinos (los asiáticos netos) y otros que en épocas anteriores optaban por
el suicidio ante cualquier fracaso; a ellos los excomulgaba la iglesia y los
enterraban en un pabellón separado. Estaba prohibido visitarlos pero nosotros
trepando paredes cuántas veces fuimos a contemplar las lápidas tristes -con su habitual elocuencia continúa- Si se hacía de noche, luego de dejar el
cadáver en su nicho, a nuestro regreso, veníamos en grupos mínimo de cinco, silbando para darnos
valor escamoteándole el cuerpo al miedo,
sacándole la vuelta a las ánimas rezongonas. No parábamos hasta la iluminada esquina de la
Calle Pacasmayo, que ya contaba con luz
en las noches por encontrarse a dos
cuadras de la Planta Eléctrica, que a la sazón era la novedad del adelanto
científico. En esta esquina -me
recontó- hasta hace poco se levantaba el
Palomar, sobre el cual se tejieron tantas cosas extrañas, como aquella que
sostiene que allí se cometió un crimen pasional, escuchándose en noches de luna
llena gritos desgarradores. Lo real es que esa edificación nunca se terminó. En
eso radicaba su lado insólito. Lo cierto es que sus propietarios: la familia
Díaz, poderosos empresarios madereros de la primera mitad del siglo veinte,
decidieron construir allí el edificio más grande jamás construido en Duna
Encantada; sin embargo por haberse regresado, de improviso a la Selva, nunca lo
concluyeron. Este edificio que terminó destartalado, en uno de sus extremos, el
que daba a la calle Pacasmayo, tenía una torre de tres pisos. Primero la gente
la llamó el palomar porque gran cantidad de palomas habitaban en su interior.
Sin embargo posteriormente, por consenso horizontal, la llamamos la torre de los pájaros azules porque
en cierta época las aves se introducían al
torreón y salían pintadas de azul. La gente tejió una serie de versiones
fantasmagóricas, hasta que cierta vez, con otros jóvenes, subimos a la torre y
salimos azules. En el último piso
encontramos el depósito de pinturas que no llegaron a utilizar en la inconclusa
construcción. Las bolsas de pintura azul, con el correr del tiempo se habían
roto. ¿Para que te recuento esta historia?
¡Esto lo sabes tú
mejor que yo, Próspero, pues fuiste parte de esta anécdota! La memoria me falla a veces. La edad… la edad.
Fue
entonces que el recuerdo me invadió, volví a ver que los pájaros azules
revoloteaban en la parte superior de la
vieja torre, se introducían en picada al interior y salían más azules aún. Me
vi muy joven, imberbe, asombrado al
presenciar tal fenómeno. Me acuerdo que aquel día acuciados por el temor, por la curiosidad, por la valentía, qué sé yo,
resolvimos desentrañar ese misterio. Conjuntamente con un grupo de amigos,
dentro del cual estaban Martín, empezamos a subir la torre, por sus viejas
escaleras. Al llegar al tercer piso una
bandada de palomas aleteó fuertemente para volar y terminamos todos de color azul. Fue en ese momento que desesperadamente me refregué los ojos, les había
caído pintura. Me acerqué a la ventana, casi a ciegas, tropecé con una madera y
caí al vació. Y allá abajo, al rebotar en el piso, empecé a ver el mundo
primero azul… azul… azul la torre
envuelta en nubes plomizas y los pájaros azules más quietos que nunca, en lo
alto; luego morado… morado; finalmente negro… negro. Desde ese instante
vivo ocupado con mi infierno personal.
Me
despedí de Martín, cuando Falkor, mi lazarillo, avisaba nuestra llegada con
sonoros ladridos y para mayor eficacia con sus patas delanteras tocaba la
puerta de mi casa, en el pasaje Díaz.
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