viernes, 3 de febrero de 2017

Un hermoso cuento iqueño (José Vásquez Peña)

La torre de los pájaros azules

El autor del cuento ( José Vásquez Peña)



A
quella tarde los pájaros azules revoloteaban en la parte superior de la vieja torre. Mirábamos sus finas acrobacias, oíamos sus dulces trinos, mientras por el lado oeste del lugar iba destejiéndose el día en hilachas rojiplomizas, encendiendo misteriosamente las dunas.

Soy Próspero Buenavista Ventura… Vengan… Voy a hablarles de este lugar,  de estos hechos;  pero desde el otro lado del tiempo. Después  que aconteció aquel suceso de los pájaros azules, pasó un largo lapso de frustración que me impedía reintegrarme otra vez a la vida común. Hasta que decidí hacerlo, pasara lo que pasara. Tanteé posibilidades diversas, hasta que encontré la forma más feliz y  eficaz para reinventarme. Hace mucho tiempo ya que llevo una nueva vida. Ahora, guiado cariñosamente por  mi lazarillo, Falkor, un pastor alemán, recorro varias veces al día, como en este momento,  la larga avenida Arenales, que ahora luce asfaltada  y con amplias veredas, según me cuentan,  y conforme lo compruebo diariamente con mi inseparable bastón, que escrupulosamente examina de manera previa mi camino. Antes, cuando la luz iluminaba mi existencia,  era diferente este sitio. Hasta  donde me permiten recordar mis vivencias, mi memoria y la memoria de mis buenos viejos esta no era una avenida, era un inmenso terral, atravesado por la línea férrea, flanqueado por algunas casas y con árboles sembrados o nacidos asimétricamente al centro. El tiempo, ese fuego que nos consume me ha convertido en otro ser, hace mucho que he renunciado a los territorios físicos; habito, ahora, en los predios del recuerdo y la imaginación. Habito con/en el recuerdo. Camino, caminando sueño el tiempo. Camino,  hablo y escucho las  voces del pasado, que ahora se las traslado a  ustedes,  para que ellas habiten  en sus mentes, por  siempre. Como   podrán  intuir   estoy   refiriéndome   a   otros   tiempos -remotos tiempos- en los cuales se tejieron leyendas  y extrañas historias, no sólo como ésta que es el centro de mi relato, sino otras, igual de oscuras, supuestamente acaecidas en esta zona de Duna Encantada, comprendida entre los ya desaparecidos burdeles de la antigua calle Chota, que yo llegué a conocer por fisgoneo, en mi infancia,  zarandeado por la voz y el ritmo de Bienvenido Granda,  y  las blancas paredes del cementerio de Saraja;  lugar surcado por la amplia  Avenida, ahora llamada  Arenales, que siempre ha estado revestida de misterio; tal vez  por la cercanía con el osario de la ciudad, una cuadra antes del cual estaba el huarango de los muertos;  o quizá  porque conserva  aún ese halo extraño de apariciones y fantasmas que datan desde la  Colonia, etapa que nos trajo tantos miedos y supersticiones. O, posiblemente, porque en la segunda cuadra de la avenida Arenales se hallaba la  misteriosa torre de los pájaros azules. Soy un viajero impenitente por estas veredas, en ellas -repito- me cruzo con el pasado, como ahora. Hola Próspero -escucho- Agudizo el oído. Luego de un breve recordar, identificando la voz, contesto, entusiasta: ¡Hola, Ramón! Es Ramón Rojas Díaz, antiguo vecino del lugar; moreno, de menuda complexión, envidiable vitalidad y persistente pasión por los libros. Lo conocí (lo vi)  cuarentón; ahora,  me cuentan que su  raleada y ensortijada cabellera,  muestra ya  el paso de los años; tanto que su cabeza termina, en la parte posterior, en una monacal calvicie.  Él  es uno de mis buenos viejos,  un cofre de recuerdos, el dato viviente.  De él aprendí parte de la historia de este lugar, cuando en cierta ocasión  me contó, seca la boca, enervado el rostro: en las soledosas noches escucho aún con claridad el tren saliendo de su estación central de la calle Lambayeque; oigo, cómo saluda con el vozarrón grave de su pitido; siento, con escalofríos, el  penetrante chirriar de sus rieles. De pronto, percibo también, cómo la voz del tren es apagada por el desesperado grito de Prudencio Chacaliaza, empleado ferroviario, brequero más exactamente, que por bajarse a recoger su gorra, cayó entre los rieles,  cuando el tren estaba en plena marcha,  y  terminó siendo triturado por los últimos  vagones. Yo soy un convencido de que el tren hacía, en ese entonces, su extraño recorrido llevándose el presente; a su regreso de Pisco, traía el futuro que rápidamente se esfumaba entre blancas nubes. Pero también -creo que antes de desaparecer del paisaje- el tren ha instalado el pasado en el imaginario popular; tanto así que  Chacaliaza se ha convertido en una de las ánimas  más veneradas por los iqueños. Su gruta, que durante años fue una modesta peaña de piedras, ubicada a la orilla de la acequia la mochica, en el mismo lugar del accidente; ahora, es una construcción de material noble, trasladada al costado de la cancha de básquet. Todos los días, la gruta luce iluminada por interminables velitas misioneras que alguna vez fueron prendidas para nunca apagarse, en el mundo de la fe del pueblo; es  el agradecimiento por los milagros que según afirma la gente de antaño, e incluso la de hoy, realizó/realiza Chacaliaza. Esas huellas instaladas en nuestras mentes  no sólo son mística, también son físicas, por ejemplo, hasta ahora, en la panamericana sur pasando Subtanjalla  hay un caserío que se llama el Cambio, en alusión a que allí se cruzaban los trenes y había doble vía para que uno cuadrara y el otro pasara.  En este  permanente peregrinaje por estas veredas, ocasionalmente me sumo en largos silencios, cuando mi estado de ánimo es deprimido; esporádicamente, converso con mi lazarillo, alegrándome con sus ocurrencias. Otras veces, como ahora  mismo, converso con el pasado a través de las voces que me saludan. Siento, ahora, que me toman por los hombros. Me  detienen cariñosamente,  cerca al  huarango  de los muertos, según me explica mi interlocutor. Es el chino Martín Wong Vicuña, otrora destacado arquero del Octavio Espinoza, que vive en el colindante barrio del Tamarindo. Me cuenta con su lengua enredada: yo he vivido tiempos en que se respetaba, hasta el miedo irracional, a los difuntos. A cuántos familiares y amigos he acompañado por esta ruta que lleva al más allá; antes hacíamos una pascana  en el huarango de los muertos, que hasta ahora, como puedes sentirlo por esta sombra que nos cobija, existe a la entrada de la moderna urbanización Santa María que está construida sobre una leyenda, la antigua laguna de Saraja. Cuenta por ahí que de tiempo en tiempo aparecen perdidos,  en sus amplias calles, la niña de los ojos jacarandá y los patitos encantados buscando su laguna. ¿Cómo puede ser eso? ¿No lo  sé? El chino enfatiza su asombro con una ligera elevación de su  tono de voz, para seguir relatando: En este huarango, descansábamos para tomar fuerza y cargar el cajón en su último tramo, pero sobre todo para elevar nuestras oraciones por su alma  y  discursear. Allí demorábamos, a veces horas, para decir las bondades del difunto. Ustedes saben, no hay muerto malo, el asunto era exagerar para que el muertito se vaya alegre, contento. Y su imagen, en este mundo quede revalorada. Hay más: no lo hacíamos por hipocresía como ahora, era por complacer al fallecido. Luego apresurábamos el paso para que la noche no nos ganara antes de llegar al cementerio. El pasado salía de su mente con tal convicción que me hacía vivir en una realidad recontada, diferente.  En el cementerio, evitábamos acercarnos al panteón de los suicidas, que estaba al lado izquierdo de la mirada del ángel (el del obelisco que está a la entrada). Allí estaban enterrados los chinos (los asiáticos netos)  y otros que en épocas anteriores optaban por el suicidio ante cualquier fracaso; a ellos los excomulgaba la iglesia y los enterraban en un pabellón separado. Estaba prohibido visitarlos pero nosotros trepando paredes cuántas veces fuimos a contemplar las lápidas tristes  -con su habitual elocuencia continúa-   Si se hacía de noche, luego de dejar el cadáver en su nicho, a  nuestro  regreso, veníamos en  grupos mínimo de cinco, silbando para darnos valor escamoteándole  el cuerpo al miedo, sacándole la vuelta a las ánimas rezongonas.  No parábamos hasta la iluminada esquina de la Calle Pacasmayo, que ya contaba  con luz en las noches  por encontrarse a dos cuadras de la Planta Eléctrica, que a la sazón era la novedad del adelanto científico.  En esta esquina -me recontó- hasta hace poco se levantaba el Palomar, sobre el cual se tejieron tantas cosas extrañas, como aquella que sostiene que allí se cometió un crimen pasional, escuchándose en noches de luna llena gritos desgarradores. Lo real es que esa edificación nunca se terminó. En eso radicaba su lado insólito. Lo cierto es que sus propietarios: la familia Díaz, poderosos empresarios madereros de la primera mitad del siglo veinte, decidieron construir allí el edificio más grande jamás construido en Duna Encantada; sin embargo por haberse regresado, de improviso a la Selva, nunca lo concluyeron. Este edificio que terminó destartalado, en uno de sus extremos, el que daba a la calle Pacasmayo, tenía una torre de tres pisos. Primero la gente la llamó el palomar porque gran cantidad de palomas habitaban en su interior. Sin embargo posteriormente, por consenso horizontal, la  llamamos la torre de los pájaros azules porque en cierta época las aves se introducían al  torreón y salían pintadas de azul. La gente tejió una serie de versiones fantasmagóricas, hasta que cierta vez, con otros jóvenes, subimos a la torre y salimos azules. En el  último piso encontramos el depósito de pinturas que no llegaron a utilizar en la inconclusa construcción. Las bolsas de pintura azul, con el correr del tiempo se habían roto. ¿Para que te recuento esta historia?  ¡Esto lo sabes tú mejor que yo, Próspero, pues fuiste parte de esta anécdota!  La memoria me falla a veces. La edad… la edad.  Fue entonces que el recuerdo me invadió, volví a ver que los pájaros azules revoloteaban en la parte superior  de la vieja torre, se introducían en picada al interior y salían más azules aún. Me vi muy joven, imberbe,  asombrado al presenciar tal fenómeno. Me acuerdo que aquel día  acuciados por   el temor, por  la curiosidad, por la valentía, qué sé yo, resolvimos desentrañar ese misterio. Conjuntamente con un grupo de amigos, dentro del cual estaban Martín, empezamos a subir la torre, por sus viejas escaleras. Al  llegar al tercer piso una bandada de palomas aleteó fuertemente para volar y terminamos todos de color azul. Fue en ese momento que desesperadamente me refregué los ojos, les había caído pintura. Me acerqué a la ventana, casi a ciegas, tropecé con una madera y caí al vació. Y allá abajo, al rebotar en el piso, empecé a ver el mundo primero azul… azul…  azul la torre envuelta en nubes plomizas y los pájaros azules más quietos que nunca, en lo alto;  luego morado… morado;  finalmente negro… negro. Desde ese instante vivo ocupado con mi infierno personal.

Me despedí de Martín, cuando Falkor, mi lazarillo, avisaba nuestra llegada con sonoros ladridos y para mayor eficacia con sus patas delanteras tocaba la puerta de mi casa, en el pasaje Díaz.  


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