jueves, 9 de junio de 2022

PACO YUNQUE ( Cèsar Vallejo)

                                                                         César Vallejo 
Cuando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue adelantándose al centro del patio, con su libro primero, su cuaderno y su lápiz. Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que veía a un colegio; nunca había visto a tantos niños juntos. Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco, cada vez más tímido, se pegó a la pared, y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué desenvueltos! Como si estuviesen en su casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo. Paco estaba también atolondrado porque en el campo no oyó nunca sonar tantas voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después otro, después otro y después otro. A veces, oyó hablar hasta cuatro o cinco personas juntas. Era su padre, su madre, don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Eso no era ya voz de personas sino otro ruido. Muy diferente. Y ahora sí que esto del colegio era una bulla fuerte, de muchos. Paco estaba asordado. Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño más chico, medio ronco y con blusa azul, también le hablaba. De diversos grupos se separaban los alumnos y venían a ver a Paco, haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no podía oír nada por la gritería de los demás. Un niño trigueño, cara redonda y con una chaqueta verde muy ceñida en la cintura agarró a Paco por un brazo y quiso arrastrarlo. Pero Paco no se dejó. El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colorado. En ese momento sonó la campana, y todos entraron a los salones de clase. Dos niños –los hermanos Zumiga– tomaron de una y otra mano a Paco y le condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso seguirlos al principio, pero luego obedeció, porque vio que todos hacían lo mismo. Al entrar al salón se puso pálido. Todo quedó repentinamente en silencio y este silencio le dio miedo a Paco. Los Zumiga le estaban jalando, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuando de pronto le soltaron y lo dejaron solo. El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada a la altura de la sien, saludando en silencio y muy erguidos. Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su lápiz, se había quedado parado en medio del salón, entre las primeras carpetas de los alumnos y el pupitre del profesor. Un remolino se le hacía en la cabeza. Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños. Vocerío. Silencio. Una tracalada de sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el colegio. Quería llorar. El profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una de las carpetas delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le preguntó: 
— ¿Cómo se llama Ud.? Con voz temblorosa, Paco muy bajito: — Paco.
 — ¿Y su apellido? Diga usted todo su nombre
. — Paco Yunque. 
— Muy bien. El profesor volvió a su pupitre y, después de echar una mirada muy seria sobre todos los alumnos, dijo con voz militar: — ¡Siéntense! Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos ya estaban sentados. El profesor también se sentó y durante unos momentos escribió en unos libros. Paco Yunque tenía aún en la mano su libro, su cuaderno y su lápiz. Su compañero de carpeta le dijo: 
— Pon tus cosas, como yo, en la carpeta. Paco Yunque seguía muy aturdido y no le hizo caso. Su compañero le quitó entonces sus libros y los puso en la carpeta. Después, le dijo alegremente: 
— Yo también me llamo Paco, Paco Fariña. No tengas pena. Vamos a jugar con mi tablero. Tiene torres negras. Me lo ha comprado mi tía Susana. ¿Dónde está tu familia, la tuya? Paco Yunque no respondía nada. Este otro Paco le molestaba. Como éste eran seguramente todos los demás niños: habladores, contentos y no les daba miedo el colegio. ¿Por qué eran así? Y él, Paco Yunque, ¿por qué tenía tanto miedo? Miraba a hurtadillas al profesor, al pupitre, al muro que había detrás del profesor y al techo. También miró de reojo, a través de la ventana, al patio, que estaba ahora abandonado y en silencio. El sol brillaba afuera. De cuando en cuando, llegaban voces de otros salones de clase y ruidos de carretas que pasaban por la calle. ¡Qué cosa extraña era estar en el colegio! Paco Yunque empezaba a volver un poco de su aturdimiento. Pensó en su casa y en su mamá. Le preguntó a Paco Fariña: 
— ¿A qué hora nos iremos a nuestras casas? 
— A las once. ¿Dónde está tu casa? 
— Por allá. — ¿Está lejos?
 — Si... No... Paco Yunque no sabía en qué calle estaba su casa, porque acababan de traerlo, hacía pocos días, del campo y no conocía la ciudad. Sonaron unos pasos de carrera en el patio, apareció en la puerta del salón, Humberto, el hijo del señor Dorian Grieve, un inglés, patrón de los Yunque, gerente de los ferrocarriles de la Peruvian Corporation y alcalde del pueblo. Precisamente a Paco le habían hecho venir del campo para que acompañase al colegio a Humberto y para que jugara con él, pues ambos tenían la misma edad. Sólo que Humberto acostumbraba venir tarde al colegio y esta vez, por ser la primera, la señora Grieve le había dicho a la madre de Paco: 
— Lleve usted ya a Paco al colegio. No sirve que llegue tarde el primer día. Desde mañana esperará a que Humberto se levante y los llevará juntos a los dos. El profesor, al ver a Humberto Grieve, le dijo: — ¿Hoy otra vez tarde? Humberto con gran desenfado, respondió:
 — Que me he quedado dormido. 
— Bueno –dijo el profesor–. Que esta sea la última vez. Pase a sentarse. Humberto Grieve buscó con la mirada donde estaba Paco Yunque. Al dar con él, se le acercó y le dijo imperiosamente:
 — Ven a mi carpeta conmigo. Paco Fariña le dijo a Humberto Grieve:
 — No. Porque el señor lo ha puesto aquí. 
— ¿Y a ti qué te importa? –le increpó Grieve violentamente, arrastrando a Yunque por un brazo a su carpeta. — ¡Señor! –gritó entonces Fariña–, Grieve se está llevando a Paco Yunque a su carpeta. El profesor cesó de escribir y preguntó con voz enérgica: — ¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí? Fariña volvió a decir: 
— Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco Yunque. Humberto Grieve, instalado ya en su carpeta con paco Yunque, le dijo al profesor: 
— Sí, señor. Porque Paco Yunque es mi muchacho. Por eso. El profesor lo sabía esto perfectamente y le dijo a Humberto Grieve: 
— Muy bien. Pero yo lo he colocado con Paco Fariña, para que atienda mejor las explicaciones. Déjelo que vuelva a su sitio. Todos los alumnos miraban en silencio al profesor, a Humberto Grieve y a Paco Yunque. Fariña fue y tomó a Paco Yunque por la mano y quiso volverlo a traer a su carpeta, pero Grieve tomó a Paco Yunque por el otro brazo y no lo dejó moverse. El profesor le dijo otra vez a Grieve: — ¡Grieve! ¿Qué es esto? Humberto Grieve, colorado de cólera, dijo:
 — No, señor. Yo quiero que Yunque se quede conmigo. 
— Déjelo, le he dicho. 
— No, señor. — ¿Cómo? — No. El profesor estaba indignado y repetía, amenazador:
 — ¡Grieve! ¡Grieve! Humberto Grieve tenía bajo los ojos y sujetaba fuertemente por el brazo a Paco Yunque, el cual estaba aturdido y se dejaba jalar como un trapo por Fariña y por Grieve. Paco yunque tenía ahora más miedo a Humberto Grieve que al profesor, que a todos los demás niños y que al colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué este Humberto Grieve solía pegarle a Paco Yunque? El profesor se acercó a Paco Yunque, le tomó por el brazo y le condujo a la carpeta de Fariña. Grieve se puso a llorar, pataleando furiosamente su banco. De nuevo se oyeron pasos en el patio y otro alumno, Antonio Gesdres, –hijo de un albañil–, apareció a la puerta del salón. El profesor le dijo: 
— ¿Por qué llega usted tarde? 
— Porque fui a comprar pan para el desayuno. 
— ¿Y por qué no fue usted más temprano? 
— Porque estuve alzando a mi hermanito y mamá está enferma y papá se fue al trabajo. 
— Bueno –dijo el profesor, muy serio–. Párese ahí… Y, además, tiene usted una hora de reclusión. Le señaló un rincón, cerca de la pizarra de ejercicios. Paco Fariña, se levantó entonces y dijo:
 — Grieve también ha llegado tarde, señor. 
— Miente, señor –respondió rápidamente Humberto Grieve–. No he llegado tarde. Todos los alumnos dijeron en coro:
 — ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Grieve ha llegado tarde! 
— ¡Psch! ¡Silencio! –dijo malhumorado el profesor y todos los niños se callaron. El profesor se paseaba pensativo. Fariña le decía a Yunque en secreto: 
— Grieve ha llegado tarde y no lo castigan. Porque su papá tiene plata. Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa? ¿Cierto que eres su muchacho? Yunque respondió: 
— Yo vivo con mi mamá.
 — ¿En la casa de Humberto Grieve? 
— Es una casa muy bonita. Ahí está la patrona y el patrón. Ahí está mi mamá. Yo estoy con mi mamá. Humberto Grieve, desde su banco del otro lado del salón, miraba con cólera a Paco Yunque y le enseñaba los puños, porque se dejó llevar a la carpeta de Paco Fariña. Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría otra vez el niño Humberto, porque no se quedó con él, en su carpeta. Cuando saldrían del colegio, el niño Humberto le daría un empujón en el pecho y una patada en la pierna. El niño Humberto era malo y pegaba pronto, a cada rato. En la calle. En el corredor también. Y en la escalera. Y también en la cocina, delante de su mamá y delante de la patrona. Ahora le va a pegar, porque le estaba enseñando los puñetes y le miraba con ojos blancos. Yunque le dijo a Fariña:
 — Me voy a la carpeta del niño Humberto. Y Paco Fariña le decía: 
— No vayas. No seas zonzo. El señor te va a castigar. Fariña volteó a ver a Grieve y este Grieve le enseñó también a él los puños, refunfuñando no sé qué cosas, a escondidas del profesor.
 — ¡Señor! –gritó Fariña– Ahí, ese Grieve me está enseñando los puñetes. El profesor dijo: — ¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!... ¡Vamos a ver!... Vamos a hablar hoy de los peces, y después, vamos a hacer todos un ejercicio escrito en una hoja de los cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero ver quién hace mejor ejercicio, para que su nombre sea escrito en el Cuaderno de Honor del Colegio, como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo mismo. Hay que atender bien a la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien? Los alumnos respondieron en coro: 
— Sí señor. — Muy bien –dijo el profesor–. Vamos a ver. Vamos a hablar ahora de los peces. Varios niños quisieron hablar. El profesor le dijo a uno de los Zumiga que hablase. 
— Señor –dijo Zumiga–: Había en la playa mucha arena. Un día nos metimos entre la arena y encontramos un pez medio vivo y lo llevamos a mi casa. Pero se murió en el camino... Humberto Grieve dijo: 
— Señor: yo he cogido muchos peces y los he llevado a mi casa y los he soltado en mi salón y no se mueren nunca. El profesor preguntó: 
— Pero... ¿los deja usted en alguna vasija con agua? — No señor. Están sueltos, entre los muebles. Todos los niños se echaron a reír. Un chico, flacucho y pálido, dijo: 
— Mentira, señor. Porque el pez se muere pronto, cuando lo sacan del agua. 
— No, señor –decía Humberto Grieve–. Porque en mi salón no se mueren. Porque mi salón es muy elegante. Porque mi papá me dijo que trajera peces y que podía dejarlos sueltos entre las sillas. Paco Fariña se moría de risa. Los Zumiga también. El chico rubio y gordo, de chaqueta blanca, y el otro cara redonda y chaqueta verde, se reían ruidosamente. ¡Qué Grieve tan divertido! ¡Los peces en su salón! ¡Entre los muebles! ¡Como si fuesen pájaros! Era una gran mentira lo que contaba Grieve. Todos los chicos exclamaban a la vez reventando de risa: — Ja! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Miente, señor! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Mentira! ¡Mentira! Humberto Grieve se enojó porque no le creían lo que contaba. Todos se burlaban de lo que había dicho. Pero Grieve recordaba que trajo dos peces a su casa y los soltó en el salón y ahí estuvieron muchos días. Los movió y se movían. No estaba seguro si vivieron muchos días o murieron pronto. Grieve, de todos modos, quería que le creyeran lo que decía. En medio de las risas de todos, le dijo a uno de los Zumiga: 
— ¡Claro! Porque mi papá tiene mucha plata. Y me ha dicho que va a hacer llevar a mi casa a todos los peces del mar. Para mí. Para que juegue con ellos en mi salón grande. El profesor dijo en alta voz: — ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Silencio! Grieve no se acuerda bien, seguramente. Porque los peces mueren cuando... Los niños añadieron en coro: 
— ...se les saca del agua.
 — Eso es –dijo el profesor. El niño flacucho y pálido dijo: — Porque los peces tienen sus mamás en el agua y sacándolos, se quedan sin mamás. — ¡No, no, no! –dijo el profesor–. Los peces mueren fuera del agua, porque no pueden respirar. Ellos toman el aire que hay en el agua, y cuando salen, no pueden absorber el aire que hay afuera. — Porque ya están como muertos –dijo un niño. Humberto Grieve dijo: — Mi papá puede darles aire en mi casa, porque tiene bastante plata para comprar todo. El chico vestido de verde dijo: 
— Mi papá también tiene plata. 
— Mi papá también –dijo otro chico. Todos los niños dijeron que sus papás tenían mucho dinero. Paco Yunque no decía nada y estaba pensando en los peces que morían fuera del agua. Fariña le dijo a Paco Yunque: 
— Y tú, ¿tu papá no tiene plata? Paco Yunque reflexionó y se acordó haberle visto una vez a su mamá con unas pesetas en la mano. Yunque dijo a Fariña: 
— Mi mamá tiene también mucha plata. 
— ¿Cuánto? –le preguntó Fariña. 
— Como cuatro pesetas. Fariña dijo al profesor en voz alta:
 — Paco Yunque dice que su mamá tiene también mucha plata. 
— ¡Mentira, señor! –respondió Humberto Grieve– Paco Yunque miente, porque su mamá es la sirvienta de mi mamá y no tiene nada. El profesor tomó la tiza y escribió en la pizarra dando la espalda a los niños. Humberto Grieve, aprovechando de que no le veía el profesor, dio un salto y le jaló de los pelos a Yunque, volviéndose a la carrera a su carpeta. Yunque se puso a llorar. 
— ¿Qué es eso? –dijo el profesor, volviéndose a ver lo que pasaba. Paco Fariña, dijo:
 — Grieve le ha tirado de los pelos, señor. 
— No, señor –dijo Grieve–. Yo no he sido. Yo no me he movido de mi sitio. — ¡Bueno, bueno! –dijo el profesor–. ¡Silencio! ¡Cállese Paco Yunque! ¡Silencio! Siguió escribiendo en la pizarra; y después preguntó a Grieve: — Si se le saca del agua, ¿qué sucede con el pez? 
— Va a vivir en mi salón –contestó Grieve. Otra vez se reían de Grieve los niños. Este Grieve no sabía nada. No pensaba más que en su casa y en su salón y en su papá y en su plata. Siempre estaba diciendo tonterías. — Vamos a ver, usted, Paco Yunque –dijo el profesor– ¿Qué pasa con el pez, si se le saca del agua? Paco Yunque, medio llorando todavía por el jalón de los pelos que le dio Grieve, repitió de una tirada lo que dijo el profesor: 
— Los peces mueren fuera del agua porque les falta aire. 
— ¡Eso es! –decía el profesor–. Muy bien. Volvió a escribir en la pizarra. Humberto Grieve aprovechó otra vez de que no podía verle el profesor y fue a darle un puñetazo a Paco Fariña en la boca y regresó de un salto a su carpeta. Fariña, en vez de llorar como Paco Yunque, dijo a grandes voces al profesor: — ¡Señor! ¡Acaba de pegarme Humberto Grieve! 
— ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! –decían todos los niños a la vez. Una bulla tremenda había en el salón. El profesor dio un puñetazo en su pupitre y dijo: 
— ¡Silencio! El salón se sumió en un silencio completo y cada alumno estaba en su carpeta, serio y derecho, mirando ansiosamente al profesor. ¡Las cosas de este Humberto Grieve! ¡Ya ven lo que estaba pasando por su cuenta! ¡Ahora habrá que ver lo que va a hacer el profesor, que estaba colorado de cólera! ¡Y todo por culpa de Humberto Grieve! 
— ¿Qué desorden es ése? –preguntó el profesor a Paco Fariña. Paco Fariña, con los ojos brillantes de rabia, decía: 
— Humberto Grieve me ha pegado un puñetazo en la cara, sin que yo le haga nada. 
— ¿Verdad, Grieve? — No, señor –dijo Humberto Grieve–. Yo no le he pegado. El profesor miró a todos los alumnos sin saber a qué atenerse. ¿Quién de los dos decía la verdad? ¿Fariña o Grieve? — ¿Quién lo ha visto? –preguntó el profesor a Fariña. — ¡Todos, señor! Paco Yunque también lo ha visto. — ¿Es verdad lo que dice Paco Fariña? –le preguntó el profesor a Yunque. Paco Yunque miró a Humberto Grieve y no se atrevió a responder, porque si decía sí, el niño Humberto le pegaría a la salida. Yunque no dijo nada y bajó la cabeza. Fariña dijo: — Yunque no dice nada, señor, porque Humberto Grieve le pega, porque es su muchacho y vive en su casa. El profesor preguntó a los otros alumnos: 
— ¿Quién otro ha visto lo que dice Fariña? — ¡Yo, señor! ¡Yo, señor! ¡Yo, señor! El profesor volvió a preguntar a Grieve:
 — ¿Entonces, es cierto, Grieve, que le ha pegado usted a Fariña? 
— ¡No, señor! Yo no le he pegado. 
— Cuidado con mentir Grieve. ¡Un niño decente como usted, no debe mentir! — No, señor. Yo no le he pegado. 
— Bueno. Yo creo en lo que usted dice. Yo sé que usted no miente nunca. Bueno. Pero tenga usted mucho cuidado en adelante. El profesor se puso a pasear, pensativo, y todos los alumnos seguían circunspectos y derechos en sus bancos. Paco Fariña gruñía a media voz y como queriendo llorar: — No le castigan, porque su papá es rico. Le voy a decir a mi mamá. El profesor le oyó y se plantó enojado delante de Fariña y le dijo en alta voz: 
— ¿Qué está usted diciendo? Humberto Grieve es un buen alumno. No miente nunca. No molesta a nadie. Por eso no le castigo. Aquí todos los niños son iguales, los hijos de ricos y los hijos de pobres. Yo los castigo aunque sean hijos de ricos. Como usted vuelva a decir lo que está diciendo del padre de Grieve, le pondré dos horas de reclusión. ¿Me ha oído usted? Paco Fariña estaba agachado. Paco Yunque también. Los dos sabían que era Humberto Grieve quien les había pegado y que era un gran mentiroso. El profesor fue a la pizarra y siguió escribiendo. 
— ¿Por qué no le dijiste al señor que me ha pegado Humberto Grieve? 
— Porque el niño Humberto me pega. 
— Y, ¿por qué no se lo dices a tu mamá? — Porque si le digo a mi mamá, también me pega y la patrona se enoja. Mientras el profesor escribía en la pizarra, Humberto Grieve se puso a llenar de dibujos su cuaderno. Paco Yunque estaba pensando en su mamá. Después se acordó de la patrona y del niño Humberto. ¿Le pegarían al volver a la casa? Yunque miraba a los otros niños y éstos no le pegaban a Yunque ni a Fariña, ni a nadie. Tampoco le querían agarrar a Yunque en las otras carpetas, como quiso hacerlo el niño Humberto. ¿Por qué el niño Humberto era así con él? Yunque se lo diría ahora a su mamá y si el niño Humberto le pegaba, se lo diría al profesor. Pero el profesor no le hacía nada al niño Humberto. Entonces, se lo diría a Paco Fariña. Le preguntó a Paco Fariña: 
— ¿A ti también te pega el niño Humberto? 
— ¿A mí? ¡Qué me va a pegar a mí! Le pego un puñetazo en el hocico y le hecho sangre. ¡Vas a ver! ¡Como me haga alguna cosa! ¡Déjalo y verás! ¡Y se lo diré a mi mamá! ¡Y vendrá mi papá y le pegará a Grieve y a su papá también, y a todos! Paco Yunque le oía asustado a Paco Fariña lo que decía. ¿Cierto sería que le pegaría al niño Humberto? ¿Y que su papá vendría a pegarle al señor Grieve? Paco Yunque no quería creerlo, porque al niño Humberto no le pegaba nadie. Si Fariña le pegaba, vendría el patrón y le pegaría a Fariña y también al papá de Fariña. Le pegaría el patrón a todos. Porque todos le tenían miedo. Porque el señor Grieve hablaba muy serio y estaba mandando siempre. Y venían a su casa señores y señoras que le tenían mucho miedo y obedecían siempre al patrón y a la patrona. En buena cuenta, el señor Grieve podía más que el profesor y más que todos. Paco Yunque miró al profesor que escribía en la pizarra. ¿Quién era el profesor? ¿Por qué era tan serio y daba tanto miedo? Yunque seguía mirándolo. No era el profesor igual a su papá ni al señor Grieve. Más bien se parecía a otros señores que venían a la casa y hablaban con el patrón. Tenían un pescuezo colorado y su nariz parecía moco de pavo. Sus zapatos hacían risss-risssrisss-risss, cuando caminaba mucho. Yunque empezó a fastidiarse. ¿A qué hora se iría a su casa? Pero el niño Humberto le iba a pegar a la salida del colegio. Y la mamá de Paco Yunque le diría al niño Humberto: “No, niño. No le pegue usted a Paquito. No sea tan malo”. Y nada más le diría. Pero Paco tendría colorada la pierna de la patada del niño Humberto. Y Paco se pondría a llorar. Porque al niño Humberto nadie le hacía nada. Y porque el patrón y la patrona le querían mucho al niño Humberto, y Paco Yunque tenía pena porque el niño Humberto le pegaba mucho. Todos, todos, todos le tenían miedo al niño Humberto y a sus papás. Todos. Todos. Todos. El profesor también. La cocinera, su hija. La mamá de Paco. El Venancio con su mandil. La María que lava las bacinicas. Quebró ayer una bacinica en tres pedazos grandes. ¿Le pegaría también el patrón al papá de Paco Yunque? Qué cosa fea era esto del patrón y del niño Humberto. Paco Yunque quería llorar. ¿A qué hora acabaría de escribir el profesor en la pizarra? 
— ¡Bueno! –dijo el profesor, cesando de escribir–. Ahí está el ejercicio escrito. Ahora, todos sacan sus cuadernos y copian lo que hay en la pizarra. Hay que copiarlo exactamente igual. 
— ¿En nuestros cuadernos? –preguntó tímidamente Paco Yunque. 
— Sí, en sus cuadernos –le respondió el profesor– ¿Usted sabe escribir un poco? 
— Sí, señor. Porque mi papá me enseñó en el campo. 
— Muy bien. Entonces, todos a copiar. Los niños sacaron sus cuadernos y se pusieron a copiar el ejercicio que el profesor había escrito en la pizarra. 
— No hay que apurarse –decía el profesor–. Hay que escribir poco a poco, para no equivocarse. Humberto Grieve preguntó: 
— ¿Es, señor, el ejercicio escrito de los peces? 
— Sí. A copiar todo el mundo. El salón se sumió en el silencio. No se oía sino el ruido de los lápices. El profesor se sentó a su pupitre y también se puso a escribir en unos libros. Humberto Grieve, en vez de copiar su ejercicio, se puso otra vez a hacer dibujos en su cuaderno. Lo llenó completamente de dibujos de peces, de muñecos y de cuadritos. Al cabo de un rato, el profesor se paró y preguntó: — ¿Ya terminaron? 
— Bueno –dijo el profesor–. Pongan al pie sus nombres bien claros. En ese momento sonó la campana del recreo. Una gran algazara volvieron a hacer los niños y salieron corriendo al patio. Paco Yunque había copiado su ejercicio muy bien y salió al recreo con su libro, su cuaderno y su lápiz. Ya en el patio, vino Humberto Grieve y agarró a Paco Yunque por un brazo, diciéndole con cólera: 
— Ven para jugar al melo. Lo echo de un empellón al medio y le hizo derribar su libro, su cuaderno y su lápiz. Yunque hacía lo que le ordenaba Grieve, pero estaba colorado y avergonzado de que los otros niños viesen cómo lo zarandeaba el niño Humberto. Yunque quería llorar. Paco Fariña, los dos Zumigas y otros niños rodeaban a Humberto Grieve y a Paco Yunque. El niño flacucho y pálido recogió el libro, el cuaderno y el lápiz de Yunque, pero Humberto Grieve se los quitó a la fuerza, diciéndole: — ¡Déjalos! ¡No te metas! Porque Paco Yunque es mi muchacho. Humberto Grieve llevó al salón de clases las cosas de Paco Yunque y se las guardó en su carpeta. Después, volvió al patio a jugar con Paco Yunque. Le cogió del pescuezo y le hizo doblar la cintura y ponerse en cuatro manos. 
— Estate quieto así –le ordenó imperiosamente–. No te muevas hasta que yo te diga. Humberto Grieve se retiró a cierta distancia y desde allí vino corriendo y dio un salto sobre Paco Yunque, apoyando las manos sobre sus espaldas y dándole una patada feroz en las posaderas. Volvió a retirarse y volvió a saltar sobre Paco Yunque, dándole otra patada. Mucho rato estuvo así jugando Humberto Grieve con Paco Yunque. Le dio como veinte saltos y veinte patadas. De repente se oyó un llanto. Era Yunque que estaba llorando de las fuertes patadas del niño Humberto. Entonces salió Paco Fariña del ruedo formado por los otros niños y se plantó ante Grieve, diciéndole: 
— ¡No! ¡No te dejo que saltes sobre Paco Yunque! Humberto Grieve le respondió amenazándole: — ¡Oye! ¡Oye! ¡Paco Fariña! ¡Paco Fariña! ¡Te voy a dar un puñetazo! Pero Fariña no se movía y estaba tieso delante de Grieve y le decía: 
— ¡Porque es tu muchacho le pegas y lo saltas y lo haces llorar! ¡Sáltalo y verás! Los dos hermanos Zumiga abrazaban a Paco Yunque y le decían que ya no llorase y le consolaban diciéndole: 
— ¿Por qué te dejas saltar así y dar de patadas? ¡Pégale! ¡Sáltalo tú también! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zonzo! ¡Cállate! ¡Ya no llores! ¡Ya nos vamos a ir a nuestras casas! Paco Yunque estaba siempre llorando y sus lágrimas parecían ahogarle. Se formó un tumulto de niños en torno a Paco Yunque y otro tumulto en torno a Humberto Grieve y a Paco Fariña. Grieve le dio un empellón brutal a Fariña y lo derribó al suelo. Vino un alumno más grande, del segundo año, y defendió a Fariña, dándole a Grieve un puntapié. Y otro niño del tercer año, más grande que todos, defendió a Grieve dándole una furiosa trompada al alumno del segundo año. Un buen rato llovieron bofetadas y patadas entre varios niños. Eso era un enredo. Sonó la campana y todos los niños volvieron a sus salones de clase. A Paco Yunque lo llevaron por los brazos los dos hermanos Zumiga. Una gran gritería había en el salón del primer año, cuando entró el profesor. Todos se callaron. El profesor miró a todos muy serios y dijo como un militar: — ¡Siéntense! Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados. Entonces el profesor se sentó en su pupitre y llamó por lista a los niños para que le entregasen sus cuartillas con los ejercicios escritos sobre el tema de los peces. A medida que el profesor recibía las hojas de los cuadernos, las iba leyendo y escribía las notas en unos libros. Humberto Grieve se acercó a la carpeta de Paco Yunque y le entregó su libro, su cuaderno y su lápiz. Pero antes había arrancado la hoja del cuaderno en que estaba el ejercicio de Paco Yunque y puso en ella su firma. Cuando el profesor dijo: “Humberto Grieve”, Grieve fue y presentó el ejercicio de Paco Yunque como si fuese suyo. Y cuando el profesor dijo: “Paco Yunque”, Yunque se puso a buscar en su cuaderno la hoja en que escribió su ejercicio y no lo encontró. 
— ¿La ha perdido usted –le preguntó el profesor– o no la ha hecho usted? Pero Paco Yunque no sabía lo que se había hecho la hoja de su cuaderno y, muy avergonzado, se quedó en silencio y bajó la frente. 
— Bueno –dijo el profesor, y anotó en unos libros la falta de Paco Yunque. Después siguieron los demás entregando sus ejercicios. Cuando el profesor acabó de verlos todos, entró de repente al salón el Director del Colegio. El profesor y los niños se pusieron de pie respetuosamente. El Director miró como enojado a los alumnos y dijo en voz alta: 
— ¡Siéntense! El Director le preguntó al profesor:
 — ¿Ya sabe usted quién es el mejor alumno de su año? ¿Ya han hecho el ejercicio semanal para calificarlos?
 — Sí, señor Director –dijo el profesor–. Acaban de hacerlo. La nota más alta la ha obtenido Humberto Grieve. 
— ¿Dónde está su ejercicio? 
— Aquí está, señor Director. El profesor buscó entre todas las hojas de los alumnos y encontró el ejercicio firmado por Humberto Grieve. Se lo dio al Director, que se quedó viendo largo rato la cuartilla. — Muy bien –dijo el Director, contento. Subió al pupitre y miró severamente a los alumnos. Después les dijo con su voz un poco ronca pero enérgica: — De todos los ejercicios que ustedes han hecho, ahora, el mejor es el de Humberto Grieve. Así es que el nombre de este niño va a ser inscrito en el Cuadro de Honor de esta semana, como el mejor alumno del primer año. Salga afuera Humberto Grieve. Todos los niños miraron ansiosamente a Humberto Grieve, que salió pavoneándose a pararse muy derecho y orgulloso delante del pupitre del profesor. El Director le dio la mano diciéndole: 
— Muy bien, Humberto Grieve. Lo felicito. Así deben ser los niños. Muy bien. Se volvió el Director a los demás alumnos y les dijo: — Todos ustedes deben hacer lo mismo que Humberto Grieve. Deben ser buenos alumnos como él. Deben estudiar y ser aplicados como él. Deben ser serios, formales y buenos niños como él. Y si así lo hacen, recibirá cada uno un premio al fin de año y sus nombres serán también inscritos en el Cuadro de Honor del Colegio, como el de Humberto Grieve. A ver si la semana que viene, hay otro alumno que dé una buena clase y haga un buen ejercicio como el que ha hecho hoy Humberto Grieve. Así lo espero. Se quedó el Director callado un rato. Todos los alumnos estaban pensativos y miraban a Humberto Grieve con admiración. ¡Qué rico Grieve! ¡Qué buen ejercicio ha escrito! ¡Ése si que era bueno! ¡Era el mejor alumno de todos! ¡Llegando tarde y todo! ¡Y pegándoles a todos! ¡Pero ya lo estaban viendo! ¡Le había dado la mano al Director! ¡Humberto Grieve, el mejor de todos los del primer año! El Director se despidió del profesor, hizo una venia a los alumnos, que se pararon para despedirlo, y salió. El profesor dijo después: 
— ¡Siéntense! Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados. El profesor ordenó a Grieve: 
— Váyase a su asiento. Humberto Grieve, muy alegre, volvió a su carpeta. Al pasar junto a Paco Fariña, le echó la lengua. El profesor subió a su pupitre y se puso a escribir en unos libros. Paco Fariña le dijo en voz baja a Paco Yunque: 
— Mira al señor, está poniendo tu nombre en su libro, porque no has presentado tu ejercicio. ¡Míralo! Te va a dejar ahora recluso y no vas a ir a tu casa. ¿Por qué has roto tu cuaderno? ¿Dónde lo pusiste? Paco Yunque no contestaba nada y estaba con la cabeza agachada.
 — ¡Anda! –le volvió a decir Paco Fariña–. ¡Contesta! ¿Por qué no contestas? ¿Dónde has dejado tu ejercicio? Paco Fariña se agachó a mirar la cara de Paco Yunque y le vio que estaba llorando. Entonces le consoló diciéndole: — ¡Déjalo! ¡No llores! ¡Déjalo! ¡No tengas pena! ¡Vamos a jugar con mi tablero! ¡Tiene torres negras! ¡Déjalo! ¡Yo te regalo mi tablero! ¡No seas zonzo! ¡Ya no llores! Pero Paco Yunque seguía llorando agachado.

jueves, 2 de junio de 2022

Oswaldo Reynoso: “Me da asco cuando escucho que el peruano es pacífico”

Le llaman el verdadero transgresor de la literatura peruana; resaltan la agresiva belleza de su prosa. Pero hace 50 años dijeron que sus libros eran obscenos y que había que arrojarlos a la basura. Las editoriales pequeñas lo publican y los escolares de provincias leen sus libros. Él se llama a sí mismo el bestseller clandestino del Perú. Habla como profesor y como el marxista convicto y confeso que nunca ha dejado de ser. Utiliza un papel a manera de pizarra y enumera sus ideas con orden y precisión. Su abundante cabellera blanca sigue inalterable y tiene una cicatriz en la nariz producto de una reciente intervención para eliminar un cáncer de piel. Hola Oswaldo. Los he citado en este café que es un lugar abierto porque no me gusta que me tomen fotos con los libros de mi biblioteca, eso me parece una gran huachafería. Es como si entrevistaran a un general y éste se tomara una foto frente a sus tanques. También los hubiera podido invitar a una cantina. ¿Cuál es tu lugar preferido? El Sapo de Oro que queda en Breña, entre Orbegoso y Varela. En los años 50 y 60, existían las famosas ramadas que eran restaurantes grandes con mesas y rocolas, y la gente se reunía para conversar y jugar sapo y cacho. En cada barrio había una. Ahora solo queda ésa en Breña y hay otro en La Mar en Pueblo Libre. A la entrada hay una registradora antigua y la radiola tiene toda la colección de la música de la Sonora Matancera, rancheras y valses antiguos. Ahora los bares y cafés se están uniformizando. Igual que las ciudades de provincias. Son pocas las que conservan el perfil antiguo. Uno está en una calle de Chiclayo, de Trujillo o de Piura y parece que estuviera en Lima. Las mismas farmacias, las mismas pollerías. Solamente el centro de Huamanga, el de Cusco, el de Arequipa y parte de Moquegua se conserva. Eso se llama globalización. Sí, en el proceso de globalización hay dos factores: Los que globalizan y los globalizados, que somos nosotros. Eso hace que perdamos nuestra característica nacional. Yo no hablo de identidad porque no creo que exista una única en el Perú. Acá nada se puede generalizar. Por ejemplo, tenemos el caso de los jóvenes frente a la ley del trabajo. Se habla del poder joven, pero habría que preguntarse hasta qué punto los jóvenes de los conos han tenido voz en las protestas. Yo he visto a los representantes que pertenecen a una clase media acomodada. Ellos no van a plantear cuestiones de fondo como el problema del agua, del desagüe, de la vivienda, de los estudios. No van a dañar la estructura del sistema. Pero reconoces que lograron parar el proyecto de ley. Eso ha sido bueno. Yo me inicié en la docencia cuando tenía 22 años y siempre he estado en contacto con la juventud. Me he encontrado con jóvenes que eran muy violentos, extremistas, convertidos en empresarios. Muy pocos persisten en la línea. Lo que vale es la posición que se tiene dentro del proceso económico y productivo de un país. Hablemos sobre libros. Hay nuevos autores y un creciente movimiento literario.
 ¿Ves con buenos ojos el rumbo que está tomando la literatura peruana? 
En este momento se propician novelas y cuentos en los que los personajes pobres o provincianos, a través de su esfuerzo y su ubicación, llegan a un gran sitial. Te refieres a las novela Contarlo todo, de Jeremías Gamboa. Gamboa es el ejemplo. Ha recibido el apoyo de Vargas Llosa porque él defiende este sistema. Pero yo creo que si Vargas Llosa la hubiera leído con atención no hubiera dicho que es una buena novela. Se ha dejado ganar por lo mismo que siempre criticó en los izquierdistas que transformaban la literatura en un arma de combate. 
¿Qué es la literatura para ti? 
La literatura es un arte, y un arte es la consecución de la belleza. Como elementos para crear esa belleza la pintura utiliza el trazo, los colores. La literatura utiliza tres elementos: la imagen, la palabra y la estructura. Si en un texto llamado literario no hay un trabajo estético sobre uno de estos elementos puede tener cualquier nombre, pero no es literatura. En la Feria del Libro de Trujillo me tocó estar en una mesa redonda con un escritor mexicano y él dijo que toda la vida había sido periodista político, que había hecho reportajes sobre figuras políticas, pero se dio cuenta de que algunas cosas se le habían quedado y decidió escribir una novela en base a ellas. Entonces cuando me tocó hablar le dije que él no había escrito una novela, sino lo que le sobró de los reportajes con una estructura de novela. Yo le llamo a eso una novela bastarda. Eres categórico con algunos temas. No negocias con lo que crees. Una vez me preguntaron de qué trataba la novela que había publicado. Yo contesté que la literatura no “trata”, en cambio un libro de historia y de economía “trata”. Una obra de arte está hecha de tal manera que va a despertar en el lector una sensación de placer que le va a llevar a un mayor conocimiento de él y del mundo.
 ¿Ni en tus más duros momentos de marxista te ha jalado el realismo socialista, ese estilo soviético de escribir?
 No, hay que verlo de esta manera: Marx tuvo el proyecto de escribir el segundo tomo de El Capital para hablar de la superestructura, específicamente sobre la cultura y el arte. Nunca lo escribió. El año 30, un grupo de marxistas alemanes, entre los que estaban Lukács y Goldmann, trata de estudiar la estética marxista. En El Capital, Marx dice que los momentos culminantes del arte se dieron en Grecia que era una sociedad esclavista. Ellos juntan todas sus referencias sobre el arte y en base a ellas estructuran lo que Marx pudo haber dicho sobre el tema en el libro que no escribió. Si bien es cierto que el arte pertenece a la superestructura, es una producción humana que trasciende la estructura. Por ejemplo, Vivaldi, Bach y Mozart compusieron misas que en ese momento tenían una funcionalidad social porque se ejecutaban en las iglesias, pero su talento estaba por encima de eso. Por eso es que esas misas ahora se ejecutan en auditorios. Otro ejemplo: Cuando Stalin propone una reforma profunda en el agro y dice que con ella se llegaría directamente al socialismo, Pablo Neruda se entusiasma y hace una oda. A los cinco años, Stalin reconoce que ese proyecto fue un fracaso. ¿En qué quedó la oda? Antes se hablaba del arte como un instrumento de combate. Siempre ha sido eso. Pero lo fundamental no es que sea un arma sino una gran realización estética que va a quedar. Muchos escritores de izquierda cayeron en lo panfletario; algunos en lo simplón. Hay en el Perú escritores que dicen que tienen una ideología de izquierda. Escriben una novela y se la entregan a las transnacionales que sacan un libro, lo ponen en librerías exclusivas a un costo que no baja de 60 soles. ¿Para quién está escribiendo ese escritor? ¿En qué quedó su izquierdismo? ¿Creen que un joven de Huaycán va a tener pasaje para ir a la librería y 60 soles para comprar esa novela? Todos tenemos una concepción ideológica que es la forma cómo vemos el mundo. Y ésta se refleja en el título del libro, en el tema, en cómo se estructura una frase. Yo procuro que mis libros se vendan a 10 o 15 soles, más no. No entro en contacto con ninguna editorial que quiera publicar mi libro a 60 soles porque fundamentalmente yo escribo para la gente del pueblo. ¿Hay una tendencia a que estas grandes editoriales estandaricen las formas y los temas? Éstas quieren una literatura fácil de traducir, de personajes que llaman “universales”, cuando la universalidad está en uno mismo, en su propio pueblo. Alguien decía:“pinta tu aldea y estarás pintando el mundo”. Quieren novelas policiales o de terror con un lenguaje que todos comprendan, cuando nosotros tenemos un lenguaje rico. Nada más alejado del arte social que Proust y En busca del tiempo perdido, tu libro preferido. No crean. Hay fragmentos en la obra de Proust en los que se refiere a las conversaciones que tiene con la señora que lo atiende. Proust se detiene en las palabras de esta señora que es de una zona campesina de Francia, y tiene páginas extraordinarias sobre el valor de sus expresiones populares.
 ¿Pero no piensas que la visión de la literatura peruana y de los autores que la representan se ha ampliado? 
El año pasado el Ministerio de Cultura seleccionó a los que irían a la Feria del Libro de Bogotá, que estuvo dedicada al Perú. Yo dije que una delegación que represente al Perú debió estar integrada por representantes de la literatura quechua, aymara, amazónica, afroperuana, china y japonesa. Pero pudo ser peor. Se te incluyó a ti y a Julián Pérez. Los dos nada más. A tal extremo que en Bogotá me preguntaban en qué país vivía porque llegaron delegados peruanos que vivían en Estados Unidos y en Europa. Y luego, parecía una feria organizada por las transnacionales del libro peruano: todos sus autores estaban allí. A mí me dieron 45 minutos para hablar sobre el cuerpo en una mesa redonda. En cambio, Alonso Cueto tuvo ocho presentaciones y Roncagliolo tuvo ocho presentaciones. La encargada de la feria fue la hija de Oquendo y la coordinadora fue la hija de Mirko Lauer. En grandes carteles estaban las fotos de Gabriela Wiener y Roncagliolo. Ellos no representan la literatura peruana. ¿Dónde estaban los grandes autores de provincias? En Bogotá me preguntaban en qué país vivía porque llegaron delegados peruanos que vivían en Estados Unidos y en Europa. Y luego, parecía una feria organizada por las transnacionales del libro peruano: todos sus autores estaban allí 
¿Nos podrías mencionar algunos? 
En Arequipa hay un gran narrador que se llama Orlando Mazeyra. Pueden leer sus crónicas y cuentos en la revista de Hildebrandt. Tiene un libro que se llama Mi familia y otras miserias. En Chimbote está uno de los más grandes escritores peruanos: Fernando Cueto, que ha escrito Ese camino existe. Cueto es el mismo que fue policía. Sí. Yo no soy crítico, simplemente soy lector, pero me parece que es la mejor novela que se ha escrito sobre los años de violencia en el Perú. Es la mejor por el lenguaje, por las imágenes. Ahora estoy leyendo una magnífica novela suya, El diluvio de Rosaura Albina, que tiene unas 600 páginas. En el prólogo se dice que es como el Canto de Sirena del norte. A mí no me parece. La novela de Goyo Martínez es más un documento antropológico. Ésta no. Como El zorro de arriba y el zorro de abajo de Arguedas. La visión de Arguedas era de turista. Fernando Cueto escribió Lancha Varada, que habla de los burdeles de Chimbote y cómo éstos se van hacia la periferia conforme Chimbote va creciendo con la pesca. Aparecen personajes del submundo de la prostitución de Chimbote. Después, en Iquitos, Cayo Vásquez tiene una magnífica novela que se llama Hostal Amor. En Trujillo está Mauricio Málaga, que ha escrito una novela casi de aventura sobre la vida de los que están en las esquinas y hacen malabarismos. El diario de un chiquillo de 18 años que se va a viajar por Latinoamérica. No es el tema lo bueno, sino las imágenes que utiliza, cómo cuenta la historia.
 ¿Qué opinas de la obra de Diego Trelles? 
La primera novela me gustó mucho: El círculo de los escritores asesinos. Bioy me parece muy enredada, quiso meter todo. Pero es un buen escritor, tiene pasta. Tú has dicho que la polémica criollos-andinos es una tontería, pero definitivamente hay una marginación de los provincianos. Hay un escritor que presentó una novela a una de estas editoriales. La novela la enviaron a España, desde donde recibe una carta en la que le dicen que estaban interesados en publicarla, pero que tenía que quitar muchos peruanismos y que debía darle otro perfil a los personajes. Él lo rechazó. Está claro que no las publican porque quieren novelas llanas, con lenguaje llano y que no cuestionen. Todo está armado. Juan Marsé, el escritor español, fue miembro del jurado de Planeta cuando se presentó Jaime Bayly, y él cuenta que antes del concurso Bayly lo invitó a tomar un trago. Mientras conversaban le dijo que Planeta le había asegurado que le darían el premio, pero que el problema era que todavía no había terminado de escribir su novela. Por ese motivo Marsé renunció a ser jurado. Está todo amañado. ¿Por qué si las transnacionales andan en busca de talentos, marginan a estos escritores que son buenos? Porque no tienen las condiciones que ellos exigen. 
¿Qué opinas del escritor “profesional” que escribe una novela por año?
 Yo soy un escritor profesional, pero no soy un escritor ganapan. Éstos últimos son los que negocian con las editoriales para escribir una novela cada año. Yo soy creador. Tuviste un silencio literario de 23 años. No publiqué, pero sí escribí. Tengo escritas más de dos mil páginas en mi casa. Y cada vez que publicas causas revuelo. Este año se cumplen 50 años de la publicación de En octubre no hay milagros. En esa época empleé varios términos que los críticos llamaron “jerga del hampa”, pero cuando llegué de Arequipa a Lima, yo no me junté con hampones sino con jóvenes de los barrios pobres de Lima. De ahí saqué ese vocabulario. Hay una doctora lexicógrafa en San Marcos que se llama Luisa Portillo. Ella ha hecho un trabajo de investigación y ha señalado que por lo menos 15 o 20 términos de Los inocentes ya están en la Academia. A esos términos les ha dado el nombre de léxico popular peruano, no jerga del hampa. Tú fuiste uno de los integrantes del legendario Grupo Narración. No lo integré, lo fundé. El año 1954 egresé como profesor y al año empecé a enseñar en La Cantuta. En 1960 el Parlamento, dominado por los apristas, da una ley universitaria que la rebaja a un simple instituto dependiente del Ministerio de Educación. Entonces hubo una protesta comandada por Walter Peñaloza. Entonces eran profesores en Humanidades Washington Delgado, Javier Sologuren, Aníbal Quijano, Luis Jaime Cisneros, José María Arguedas, Alejandro Romualdo Valle, Juan Gonzalo Rose y Eleodoro Vargas Vicuña. Nos declaramos en rebeldía y tomamos La Cantuta. El gobierno dio una resolución por la que nos cesaba. A mí me contrataron en Venezuela y en ese país redacté un manifiesto. Después de dos años llegué a Lima y en el Palermo convoqué a algunos amigos para que lo leyeran. Estuvieron de acuerdo. Les propuse formar el grupo y sacar una revista. Publicamos tres números. ¿Y cómo pudo haber tenido tanto impacto un grupo que solo duró cuatro o cinco años? Creo que porque nos planteamos la gran pregunta de cómo un grupo de escritores de clase media provinciana podíamos escribir en un país en el que había 50% de analfabetos. Yo propuse hacer lo que hizo Mariátegui: tener una línea ideológica pero abrir las páginas a todos los que quisieran escribir. Contacté a jóvenes escritores y muchos de ellos publicaron por primera vez en la revista. Por ejemplo, Hildebrando Pérez, Juan Morillo, Eduardo Gonzáles Viaña, Gregorio Martínez, Augusto Higa. José Watanabe publicó su primer cuento que se llamaba Trapiche. Nos reuníamos en el Palermo y en la casa de Vilma Aguilar, la esposa de Miguel Gutiérrez. El núcleo duro éramos nosotros tres.
 Tu relación con Miguel Gutiérrez era estrecha. ¿Qué los alejó?
 No sé. Él se alejó. En realidad, yo tenía más amistad con Vilma. Yo la vi a ella en China y me volví a encontrar con ella antes de que la tomaran presa. Era una excelente persona, cantaba muy bien y tenía un espíritu de dirigente. ¿Qué hacía ella en Narración? Nos ponía en regla. Era la administradora. ¿Tuvieron comunicación con Hora Zero, el grupo emblemático de los 70, que también recoge las expresiones de la calle? Sí tuvimos, pero tuve una discrepancia con ellos porque en un manifiesto sostuvieron que querían tomar la Casa de la Cultura. Nuestra posición no era esa. Todo Estado tiene una política cultural que se manifiesta a través de sus organismos oficiales y nosotros no queríamos tener nada que ver con ella. ¿Cómo ha sido tu relación con Vargas Llosa a lo largo del tiempo? Siempre he tenido una buena relación con él. En el año 1976 yo era vicerrector de La Cantuta y ese año los militares tomaron la universidad, así que acepté una propuesta de la embajada china y me fui a trabajar como profesor y corrector allá. Después de dos años regresé de vacaciones y encontré que se estaba preparando una gran huelga contra Morales Bermúdez y uno de los pedidos era que se reabra La Cantuta. Yo no me involucré porque estaba con mi familia, pero una noche estaba en El Palermo y me tomaron preso. Me llevaron al último piso de la prefectura a una celda grande donde había una concentración de dirigentes. Mi hermana estaba preocupada. Se enteró por el periódico de que Vargas Llosa estaba en Lima como representante del Pen Club mundial. Él le contestó y le dijo: “Yo me voy a interesar de inmediato porque Oswaldo es un buen escritor y es mi amigo”, le dijo. Entonces llamó al ministro del interior, Richter Prada y me liberaron. Vargas Llosa fue uno de los pocos que te defendieron cuando salen tus primeros libros y los calificaron de obscenos, pornográficos y que deberían terminar en la basura. Me defendieron Washington Delgado, Sologuren, Arguedas, Salazar Bondy, Baquerizo y Vargas Llosa. Pasados los años me encontré con él y le agradecí. También lo llamé después de mi detención y me dijo que él me tenía consideración porque yo era un escritor marxista que me había ido a trabajar a un país socialista, y no como otros que se iban a trabajar a los países imperialistas. ¿Te sorprendió la reacción de la crítica frente a Los inocentes? Desde los quince años he escrito lo que siento y veo. Tuve una buena formación en primaria, aunque me malograron el espíritu con la religión. En mi casa tenía una magnífica biblioteca. Mi padre era un buen lector. Escribí Los inocentes y para mí fue una gran sorpresa la reacción que se produjo en Lima. No me explicaba por qué. Atacaron mis libros por el lenguaje que utilicé, porque hablaban de sexo y porque no entendían si Los inocentes eran cuentos o una novela. “¿Qué mierda has hecho?, me decían, porque estaban acostumbrados a que el cuento tuviera cierta estructura, y eso es lo que hacen ahora en los talleres.
 ¿Qué te conduce a la ruptura de ciertas reglas y a la experimentación con el lenguaje?
 Encontré la clave en El origen de la tragedia de Nietzsche. Él habla del dios Dionisio que encarna la orgía, el desenfreno. Este dios llegó a Grecia donde estaba Apolo, que es el orden, la quietud. Los griegos quisieron encadenar a Dionisio. Por eso es que Aristóteles escribe La retórica y La república para poner orden y reglas. Todo el arte ha sido la lucha de Apolo contra Dionisio. Nietzsche habla de una anarquía estética, de la destrucción de las formas. Yo le agrego a eso una orgía de sensaciones. ¿Fuiste y todavía eres un rebelde? Mi actitud se explica porque mis padres nacieron en Tacna, bajo la dominación chilena, y después de una serie de peripecias se encontraron en Arequipa. Tenían costumbres chilenas y un grupo de arequipeños les empezaron a llamar “los chilenos”. En la rebelión del año 1955 mi casa fue invadida por las fuerzas del orden, y a mi padre lo tomaron preso acusándolo de espía chileno. Eso lo afectó mucho y antes de morir me agarró la mano y me dijo: “Oswaldito, recuerda que yo me muero sin patria”. Eso me ha conmovido toda la vida. Nunca has sido militante. Nunca. El ser militante de un partido político implica someterse a una línea con la que a veces no coincides. En un partido de izquierda auténtico se necesita que sus militantes sean muy disciplinados, muy responsables. Y eso no va conmigo. Dentro del grupo Narración has tenido contacto con gente que ha participado en el periodo de la violencia política. Yo no hablo de violencia. Nos hemos olvidado que vivimos en un país en el que siempre ha habido enfrentamientos armados. Desde el Imperio incaico y de allí en adelante se suceden las rebeliones, las luchas por la Independencia, la guerra con Chile, las montoneras, y el siglo XX que está lleno de levantamientos. Me da asco cuando escucho que el peruano es pacífico. ¿Cuál fue el error de Sendero Luminoso? ¿Ganarse el rechazo de los campesinos y finalmente terminar siendo expulsados de las zonas rurales? No, no es así. Yo estaba acá en el Perú, con Juan José Vega, el historiador, en el momento en el que apareció la noticia de que Sendero había iniciado la lucha armada. Y recuerdo que él me dijo: “Han levantado la tapa de una marmita en plena ebullición”. Desde el Virreinato ha habido luchas entre las comunidades por linderos; nunca se resolvió ese problema. Todavía no se tiene una idea clara de lo que ha pasado. Es muy complicado. Lo otro: no por ser campesino se es bueno. No es que justifique. Pero la impresión de que el pobre es bueno y el rico es malo no es cierta. Unos se aliaron a los militares y otros a Sendero. La guerra de la Independencia ha sido una guerra entre campesinos. Esa ha sido la historia del Perú. Casi todos los que te entrevistan te preguntan cuál es tu impresión sobre Abimael Guzmán, al que conociste desde tu juventud en Arequipa. Lo de Reynoso es pura coincidencia, ¿no? Sí, él es hijo de Berenice Reynoso, de Sicuani. Yo ya vivía en Lima, era profesor en La Cantuta e iba de vacaciones a Arequipa. Allí había un grupo que sacaba una magnífica revista que se llamaba Hombre y mundo. Yo me juntaba con ellos. Él escribía ahí. Abimael era muy amigo de mi hermano. Después lo encontré enla universidad de Huamanga.
 ¿Cómo lo recuerdas?
 Como un joven muy inteligente. Despertaba la atención de la gente por su forma de hablar, por sus análisis. Era un gran lector. Yo hablaba con él de Proust, de Joyce y de música clásica. Una vez en un reportaje dije que era humanista y Faverón me armó un escándalo. Una cosa es ser humanista y otra humanitario. ¿Qué mierda has hecho?, me decían, porque estaban acostumbrados a que el cuento tuviera cierta estructura, y eso es lo que hacen ahora en los talleres. Estabas escribiendo una novela Huamanga, Huamanga. ¡No la armo, no la armo! Llegaste a China un año después de la muerte de Mao TseTung. En Los eunucos inmortales tienes una visión diferente de la que se nos ha vendido sobre Tiananmeng, como si los jóvenes chinos hubieran querido el liberalismo, el libre mercado. No, ellos querían un verdadero socialismo porque el Partido Comunista se había convertido en uno de viejos corruptos. Los dirigentes se hicieron ricos. Al inicio de la revolución china MaoTseTung planteó llegar directamente al socialismo, y Liu Shaoqi sostiene que hay la necesidad de una etapa capitalista previa. Hubo una lucha fuerte y gana Mao. Después cuando Deng Xiaoping toma las riendas introduce una serie de reformas capitalistas, pero mantiene el partido. ¿Qué lectura tienes de la revolución cultural? Buena y mala. ¿Qué es lo bueno? Logró solucionar el problema del hambre, de la educación y de la vivienda. La Revolución Cultural enfatiza en el autosostenimiento de las aldeas y comunas campesinas en las que cada chino tiene su chancho, su taller de costura en el que se hacen su ropa, así que no les falta lo básico.
 ¿Y encontraste la felicidad en China como creías? 
Es difícil encontrar la felicidad. ¿Qué has encontrado en tu vida a los casi ochenta y cuatro años? Cierta paz y una gran alegría porque sé que lo que escribo tiene actualidad y la gente sigue leyéndome.
 ¿Propuestas como la de la unión civil ayudan a desterrar los prejuicios?
 El debate se ha centrado en eso, pero de lo que se trata es de luchar contra la homofobia. Cuando me invitan a dar charlas lo primero que hago es sacar dos billetes: uno de 20 con el rostro de Porras Barrenechea y otro de 50 con el rostro de Abraham Valdelomar. Estos dos señores son los más ilustres homosexuales del Perú. Entonces yo les digo: “ A todos los homofóbicos yo les aconsejo que cuando reciban estos billetes los rompan”. Somos tan hipócritas. En el país falta recorrer un largo camino. Es una vergüenza frente a otros países de Latinoamérica. Cuando un joven de 16 o 17 años descubre que es homosexual , y recibe el asedio de sus padres y de la gente del colegio, se siente absolutamente desamparado y triste. Por ese motivo hay gran cantidad de jóvenes que se han suicidado. En el Perú les ponen rejas sociales y los aíslan. El marxismo clásico tiene que hacerse una autocrítica en ese punto. Yo diría que no es el marxismo sino su aplicación en algunos lugares. En Cuba ya lo han reconocido. Antes los mandaban presos. Pero sucede que la hija de Raúl Castro es lesbiana y ella está a cargo del movimiento de liberación. Yo he estado allí hace tres meses, y de casualidad entré a la discoteca del hotel donde estaba alojado y era de ambiente. En China metían a los homosexuales en barcos y los fondeaban. ¿En tu caso personal? A mí siempre me han respetado. Yo me he hecho respetar.

lunes, 18 de abril de 2022

PAN GU Y LA CREACIÓN DEL MUNDO (Mito Chino)

PAN GU Y LA CREACIÓN DEL MUNDO (Mito Chino)
En el principio, el universo estaba contenido en un huevo, dentro del cual, las fuerzas vitales del yin (obscura, femenina y fría) y del yang (clara, masculina y caliente) se relacionan una con otra. Dentro del huevo, Pan Gu, formado a partir de estas fuerzas, estuvo durmiendo durante 18000 años. Al despertar, se estiró y lo rompió. Los elementos más pesados del interior del huevo se fueron hacia abajo para formar la tierra y los más ligeros flotaron para formar el cielo. Entre la tierra y el cielo, estaba Pan Gu, durante otros 18000 años, entonces la tierra y el cielo se separaban un poco más. Pan Gu crecía la misma proporción por lo que siempre se llenaba el espacio intermedio. Finalmente, la tierra y el cielo llegaron a sus posiciones definitivas. Agotado, Pan Gu, se echó a descansar. Y estaba tan agotado que murió. Su cuerpo y sus miembros se convirtieron en montañas. Sus ojos, se transformaron en el sol y la luna. Su carne, la tierra, sus cabellos, los árboles, las plantas, sus lágrimas, ríos y mares. Su aliento, fue el viento, su voz el trueno y el relámpago. Y por último... las pulgas de Pan Gu... ¡se convirtieron en la humanidad!

domingo, 10 de abril de 2022

LA ESCALOFRIANTE HISTORIA DE LA MUERTE DE EDGAR ALLAN POE

LA ESCALOFRIANTE HISTORIA DE LA MUERTE DE EDGAR ALLAN POE

 

En octubre de 1849, Edgar Allan Poe ya era un autor conocido y reconocido, se decía que tenía problemas de alcoholismo y estaba a punto de casarse con una mujer llamada Elmira Royster Shelton. El autor del gato negro se encontraba de regreso de un viaje de Richmond a Filadelfia, pero, según los reportes, después de llegar a Baltimore desapareció misteriosamente. Sin embargo fue encontrado el 3 de octubre, en un estado delirante, sucio, débil y hablando palabras sin sentido común, fuera de la taberna Gunner´s Hall. Hallado por un hombre llamado Joseph Walker, quien le preguntó si conocía a alguien cercano con quien pudiera contactar y él mencionó a un editor llamado Joseph Snodgrass. Walker le escribió a Snodgrass una carta pidiendo su ayuda, en la que explicaba que Poe se encontraba en muy mal estado Después de eso, el autor del cuervo fue llevado al Washington College Hospital, y la historia se pone muy extraña a partir de ese momento. El escritor supuestamente fue encerrado en una habitación sin ventanas y solo recibió la visita del doctor John Moran. Poe finalmente murió el 7 de octubre y, según la historia, sus últimas palabras fueron “Señor, ayuda a mi pobre alma”. Las historias y rumores comenzaron a circular desde el primer momento que se supo de su muerte. No hay muchos registros sobre su hospitalización, pero los que existen dicen que murió de frenitis o una congestión en el cerebro, que se usaba para describir las sobredosis de drogas, pero se comenzó a sospechar que algo más había pasado debido a que los tratamientos médicos de la época no eran los mejores, y unas cuantas personas involucradas podrían haber tenido motivos para querer matarlo.

lunes, 18 de octubre de 2021

EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde

—Ella me prometió que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas —murmuró el Estudiante—; pero en todo el jardín no queda ni una sola rosa roja. El Ruiseñor le estaba escuchando desde su nido en la encina, y lo miraba a través de las hojas; al oír esto último, se sintió asombrado. —¡Ni una sola rosa roja en todo el jardín! —repitió el Estudiante con sus ojos llenos de lágrimas—. ¡Ay, es que la felicidad depende hasta de cosas tan pequeñas! Ya he estudiado todo lo que los sabios han escrito, conozco los secretos de la filosofía y sin embargo, soy desdichado por no tener una rosa roja. —Por fin tenemos aquí a un enamorado auténtico —se dijo el ruiseñor—. He estado cantándole noche tras noche, aunque no lo conozco; y noche tras noche le he contado su historia a las estrellas; y por fin lo veo ahora. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos como la rosa que desea; pero la pasión ha hecho palidecer su rostro hasta dejarlo del color del marfil, y la tristeza ya le puso su marca en la frente. —El Príncipe da el baile mañana por la noche —seguía quejándose el Estudiante—, y allí estará mi amada. Si le llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja la estrecharé entre mis brazos, y ella apoyará su cabeza sobre mi hombro, y apoyará su mano en la mía. Pero como no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, tendré que sentarme solo, y ella pasará bailando delante mío, sin siquiera mirarme y se me romperá el corazón. —Este sí que es un auténtico enamorado verdadero —seguía pensando el Ruiseñor—. Yo canto y él sufre; lo que para mí es alegría, para él es dolor. No cabe duda que el amor es una cosa admirable, más preciosa que las esmeraldas y más rara que los ópalos blancos. Ni con perlas ni con ungüentos se lo puede comprar, porque no se vende en los mercados. No se puede adquirir en el comercio ni pesar en las balanzas del oro. —Los músicos estarán sentados en su estrado —decía el Estudiante—, y harán surgir la música de sus instrumentos, y mi amada bailará al son del arpa y el violín. Ella bailará tan levemente, que sus pies casi no tocarán el suelo, y los cortesanos, con sus trajes fastuosos, formarán corro en torno suyo para admirarla. Pero conmigo no bailará, porque no tengo una rosa roja para darle. Y se arrojó sobre la hierba, y ocultando su rostro entre las manos, se puso a llorar amargamente. —¿Por qué está llorando? —preguntó una lagartija verde que pasaba frente a él con la cola al aire. —¿Sí, por qué? —murmuraba una margarita a su vecina, con voz dulce y tenue. —Está llorando por una rosa roja —explicó el Ruiseñor. —¿Por una rosa roja? —exclamaron las otras en coro. ¡Qué ridiculez! La lagartija, que era un poco cínica, se puso a reír a carcajadas. Sólo el Ruiseñor comprendía el secreto de la pena del Estudiante y, posado silenciosamente en la encina, meditaba sobre el misterio del amor. Por último, desplegó sus alas oscuras y se elevó en el aire. Cruzó como una sombra a través de la avenida, y como una sombra se deslizó por el jardín. En medio del prado había un magnífico rosal, y el Ruiseñor voló hasta posársele en una de sus ramas. —Necesito una rosa roja —le dijo. Dámela y yo te cantaré mi canción más dulce. Pero el rosal negó sacudiendo su ramaje. —Mis rosas son blancas —le contestó—, como la espuma del mar y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve donde mi hermana que crece al lado del viejo reloj de sol, y puede ser que ella te proporcione la flor que necesitas. El Ruiseñor voló hacia el gran rosal que crecía junto al viejo reloj de sol. —Dame una rosa roja —le dijo—, y te cantaré mi canción más dulce. Pero el rosal negó sacudiendo su follaje. —Mis rosas son amarillas —contestó—, tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar, y más amarillas que el Narciso que florece en el prado. Pero anda a ver a mi hermano, que crece al pie de la ventana del Estudiante, y quizás él pueda darte la flor que necesitas. El Ruiseñor voló entonces hasta el viejo rosal que crecía al pie de la ventana del Estudiante. —Dame una rosa roja —le dijo—, y yo te cantaré mi canción más dulce. Pero el rosal negó sacudiendo su follaje. —Rojas son, en efecto, mis rosas —contestó—; tan rojas como las patas de las palomas, y más rojas que los abanicos de coral que relumbran en las cavernas del océano. Pero el invierno heló mis venas, y la escarcha marchitó mis capullos, y la tormenta rompió mis ramas y durante todo este año no tendré rosas rojas. —Una rosa roja es todo lo que necesito —exclamó el Ruiseñor—; ¡sólo una rosa roja! ¿No hay manera alguna de que la pueda obtener? —Hay una manera —contestó el rosal—, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtela. —Dímela —repuso el Ruiseñor—. Yo no me asustaré. —Si quieres una rosa roja —dijo el rosal—, tienes que construirla con tu música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu corazón. Debes cantar con tu pecho apoyado sobre una de mis espinas. Debes cantar toda la noche, hasta que la espina atraviese tu corazón y la sangre de tu vida fluirá en mis venas y se hará mía... —La propia muerte es un precio muy alto por una rosa roja —murmuró el Ruiseñor—, y la vida es dulce para todos. Es agradable detenerse en el bosque verde y ver al sol viajando en su carroza de oro y a la luna en su carroza de perlas. Es muy dulce el aroma del espino, y también son dulces las campanillas azules que crecen en el valle y los brezos que florecen en el collado. Sin embargo, el Amor es mejor que la vida, y, por último, ¿qué es el corazón de un ruiseñor comparado con el corazón de un hombre enamorado? Y, desplegando sus alas oscuras, el ruiseñor se elevó en el aire, cruzó por el jardín como una sombra, y como una sombra se deslizó a través de la avenida. El Estudiante seguía echado en la hierba, como lo había dejado; y las lágrimas no se secaban en sus anchos ojos. —¡Alégrate! —le gritó el Ruiseñor—. ¡Siéntete dichoso, porque tendrás tu rosa roja! Yo la construiré con mi música, a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi corazón. Lo único que pido en cambio, es que seas un verdadero amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, por muy sabia que ésta sea, y es más poderoso que la Fuerza, por muy fuerte que ella sea. Las alas del Amor son llamas de mil tonalidades, y su cuerpo es del color del fuego. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como la mirra silvestre. El Estudiante levantó la vista de la hierba y escuchó, pero no comprendió lo que decía el Ruiseñor, porque él sólo podía entender lo que estaba escrito en los libros. En cambio, la encina comprendió y se puso a balancear muy tristemente, porque sentía un hondo cariño por el pequeño Ruiseñor que había construido el nido en sus ramajes. —Cántame, por favor, una última canción —le susurró la encina—, porque voy a sentirme muy sola cuando te hayas ido. Y el Ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que cae de una jarra de plata. Cuando terminó la canción del Ruiseñor, se levantó el Estudiante y sacó del bolsillo un cuadernito y un lápiz. —He de admitir que ese pájaro tiene estilo —se dijo a sí mismo caminando por la alameda—, eso no puede negarse; pero ¿acaso siente lo que canta? Temo que no, debe ser como tantos artistas, puro estilo y nada de sinceridad. Jamás se sacrificaría por alguien, piensa solamente en música y ya se sabe que el arte es egoísta. Sin embargo, debo reconocer que su voz da notas muy bellas. ¡Lástima que no signifiquen nada, o que no signifiquen nada importante para nadie! Luego entró en su alcoba, y, echándose sobre su cama, comenzó de nuevo a pensar en su amor. Después de unos momentos se quedó dormido. Cuando la luna alumbró en los cielos, el Ruiseñor voló hacia el rosal, y apoyó su pecho sobre la mayor de las espinas. Toda la noche estuvo cantando con el pecho contra la espina, y la luna fría y cristalina se inclinó para escuchar. Toda la noche estuvo cantando así apoyado, y la espina se hundía más y más en su carne y la sangre de su vida se derramaba en el rosal. Cantó primero al nacimiento del Amor en el corazón de los adolescentes. Entonces, en la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo como canción tras canción. Al principio era pálida, como la niebla que flota sobre el río; pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora. La rosa que floreció en la rama más alta del rosal era como el reflejo de una rosa en un cáliz de plata, era como el reflejo de una rosa en espejo de agua. El rosal le gritó al Ruiseñor para que apretara más su pecho contra la espina. —¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o el día llegará antes de haber terminado de fabricar la rosa! Y el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y más y más creció su canto porque ahora cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un joven y de una virgen. Y un delicado rubor comenzó a cubrir las hojas de la rosa, como el rubor que cubre las mejillas del novio cuando besa los labios de su prometida. Pero la espina no llegaba todavía al corazón del corazón, y el corazón de la rosa permanecía blanco, porque sólo la sangre de un ruiseñor puede enrojecer el corazón de una rosa. Y el rosal le gritó al Ruiseñor para que se apretara más aún contra la espina. —¡Aprétate más, pequeño Ruiseñor —gritó el rosal—, o llegará el día antes de haber terminado de fabricar la rosa! Y el Ruiseñor se apretó más aún contra la espina, y la espina al fin le alcanzó el corazón. Un terrible dolor lo traspasó. Más y más amargo era el dolor, y más y más impetuosa se hacía su canción, porque ahora cantaba el Amor sublimado por la muerte, el Amor que no puede aprisionar la tumba. Y la rosa del rosal se puso camersí como la rosa del cielo del Oriente. Su corona de pétalos era púrpura como es purpúreo el corazón de un rubí. La voz del Ruiseñor ya desmayaba, sus alitas comenzaron a agitarse, y una nube le cayó sobre sus ojos. Su canto desmayaba más y más, y sentía que algo le obstruía la garganta. Entonces tuvo una última explosión de música. Al oírla la luna blanca se olvidó del alba y se demoró en el horizonte. Al oírla la rosa roja tembló de éxtasis y abrió sus pétalos al frescor de la mañana. El eco llevó la canción a la caverna de las montañas, y despertó a los pastores dormidos. Luego navegó entre los juncos del río que llevaron el mensaje hasta el mar. —¡Mira, mira —gritó el rosal—, la rosa ya está terminada! Pero el Ruiseñor no contestó, porque estaba muerto con la espina clavada en su corazón. Ya era eso del mediodía cuando despertó el Estudiante; abrió la ventana y miró hacia afuera. —¡Caramba, qué maravillosa visión! —exclamó—. ¡Una rosa roja! En mi vida he visto una rosa semejante. Es tan hermosa que estoy seguro que tiene un nombre muy largo en latín. Se inclinó por el balcón y la cortó. En seguida se caló el sombrero, y con la rosa en la mano, corrió a la casa del profesor. La hija del profesor estaba sentada cerca de la puerta, devanando una madeja de seda azul, con su perrito a los pies. —Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —exclamó el Estudiante—. Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. Esta noche la prenderás sobre tu corazón y como bailaremos juntos podré decirte cuánto te amo. Pero la jovencita frunció el ceño. —Me temo que no va a hacer juego con mi vestido nuevo —repuso—, Y, además el sobrino del Chambelán me envió unas joyas de verdad, y todo el mundo sabe que las joyas son más caras que las flores. —Eres una ingrata incorregible —dijo agriamente el Estudiante, y tiró con ira la rosa al arroyo donde un carro la aplastó al pasar. —¿Ingrata? —dijo la muchacha—. Yo te digo que eres un grosero. ¿Qué eres tú, después de todo? Sólo un estudiante, y ni siquiera creo que lleves hebillas de plata en los zapatos, como lo hace el sobrino del Chambelán. Y muy altanera se metió en su casa. —¡Qué cosa más estúpida es el Amor! —se dijo el Estudiante mientras caminaba—. No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no demuestra nada y le habla a uno siempre de cosas que no suceden nunca, y hace creer verdades que no son ciertas. En realidad no es nada práctico, y como en estos tiempos ser práctico es serlo todo, volveré a la Filosofía y al estudio de la Metafísica. Y al llegar a su casa, abrió un libro lleno de polvo, y se puso a leer. FIN

martes, 14 de septiembre de 2021

EL CADÁVER DE UN FRACASO

Escribe: Dante Castro



El estado peruano, desde la dictadura de Fujimori, se prestigió por haber acabado con el terrorismo. Decía haberlo derrotado política y militarmente. Nunca dijo que acabó con las causas estructurales que hicieron posible el terrorismo, pero cada cierto tiempo espantaban al público con sorpresivas noticias de reestructuración del aparato orgánico o de sobrevivencia de remanentes del terrorismo. Son más de 25 años de aprovechamiento del tema para conseguir fines políticos a través del miedo. El pánico vende, el miedo moviliza, el temor desmoviliza, la estupidez paraliza y la imbecilidad se multiplica de acuerdo a los titulares de la prensa amarilla y las patinadas de la TV basura. Tiene que suceder algo en el VRAEM en épocas electorales, sino no hay porcentajes de votos para la derecha y en especial para el fujimorismo. Las campañas psicosociales son fáciles de manejar, los muñecos se crean en las oficinas de DIRCOTE y pasan un file o "fail" a cada estúpido/a que dice trabajar en la "unidad de investigación" de cada medio de prensa. Ahora le temen a un cadáver.

¿Dónde está el fracaso? El estado no confía en su capacidad de crear consensos contra el terrorismo, no confía en sus mecanismos de control del subconsciente colectivo y le teme aún a Sendero Luminoso. Si hay alguien asustado aquí es el vencedor, no el vencido.
Dice la doctrina penal que la pena sirve para redimir al reo y reincorporarlo a la sociedad. Note usted, estimado-a lector-a, que la prisión militar de la Base Naval del Callao no redime a nadie, no reeduca, no trabaja para reincorporar a la sociedad al culpable de terrorismo. No se trata de un castigo al sentenciado, sino de una venganza, de un desquite con humillación incluida. La peligrosidad del reo hizo que convivamos con un régimen penitenciario fuera de la ley. ¿Tanta era su peligrosidad? De haber ido a una prisión común, ¿podía convocar multitudes?
Igualmente pasa ahora con un cadáver al que no saben qué hacerle. Un cuerpo inerte está jaqueando a un régimen que se dice "estado de derecho". No saben si quemarlo, si esparcir sus cenizas en el mar, si no mancillar el mar de Grau con sus cenizas, si sepultarlo en secreto sin mostrarlo a sus deudos, si desaparecerlo para que su tumba no se convierta en lugar de veneración. Es tan patético el espectáculo que merecería un cuento al estilo Gabo.
Los tres poderes del estado son los tres chiflados dándose tropezones y sin saber en qué dirección correr. Un parlamento hostil dominado por el fujimorismo en varios matices, acusa al ejecutivo por estar repleto de senderistas-terroristas encubiertos. ¡Movadef está en palacio!, dicen. La prensa color KK sube las tintas de sus titulares y editoriales para demostrar el senderismo en el gobierno y pedir vacancia. Pero el cadáver, ay, siguió muriendo. No basta con que el presidente Pedro Castillo deslinde con el terrorismo ni que varios ministros exijan la pulverización o atomización del cuerpo.
La doble moral de la derecha, incluidas las FFAA y PNP, necesita del cadáver y a la vez quieren desaparecerlo. Lo necesitan en la medida que el pánico antiterrorista es un elemento de gobernabilidad. Reclaman desaparecerlo porque el cadáver puede reclutar simpatías y su tumba será un templo. Dudan en desaparecerlo, porque se convertirá en mito. Al final, la opinión de las FFAA que no derrotaron a SL prevalecerá y lo han de incinerar para que sus cenizas vayan a destino desconocido.
Lógico es que las víctimas del terrorismo de SL reclamen el máximo rigor, a menos que crean que les agradecerán por haber matado a sus padres, hijos o familiares cercanos. Nadie puede mofarse del dolor ajeno: no tienen derecho. Igualmente nadie puede mofarse del dolor de las víctimas del terrorismo de estado, ese que perpetraron las FFAA genocidas contra pobladores civiles desarmados.
Por otra parte, los marxistas no podemos rasgarnos las vestiduras por un cadáver. El cuerpo inerte es una porción de materia del universo, nada más. En sí mismo, no merece deificación ni veneración. La "sagrada sepultura" es un concepto cristiano, por lo tanto metafísico. Los que emprenden el camino de la lucha armada están absolutamente convencidos de la insignificancia de sus restos después de haber sido ejecutados o asesinados. Del paradero de la muerte, no hay boleto de regreso, tal como no existe la "resurrección de la carne". En tal sentido, reclamar el cadáver solo tendría efectos en cuanto a la satisfacción de un derecho reconocido en la legislación y para fines criminalísticos de investigación de causas del deceso. La pervivencia del mito está muy por encima del destino del cuerpo.
Pero mientras el cadáver sigue muriendo, al decir de César Vallejo, me preocupa el otro cadáver: el de una democracia que hace medio siglo dejó de respirar porque su legitimidad solo convence a los ilusos, tontos e ingenuos. Esta democracia que no puede aceptar que un maestro de escuela rural haya ganado las elecciones, que un quechua hablante masque coca en el Parlamento, que no concibe el progreso con justicia social. Ese es el verdadero cadáver insepulto, putrefacto, que cada 5 años sacan de su catafalco para tratar de revivirlo y que en cada una de esas ocasiones, apesta más. Estamos a tiempo de deshacernos de ese cadáver pestilente y suplantarlo por una democracia participativa que integre al pueblo a través del poder popular. Medítenlo mientras los carroñeros disfrutan de su vocación funeraria y su aliento de cementerio.

domingo, 29 de agosto de 2021

USHANAM JAMPI

 



La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde las primeras horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a la que se había convocado la víspera, solemnemente.

     Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos. Allí estaban el jornalero, poncho al hombro, sonriendo con sonrisa idiota, ante la frase intencionada de los corros; el pastor greñudo de de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en torno de un tronco; el viejo silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela tímida y pulcra de pies limpios y bruñidos como acero pavonado, y uñas desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja regañona, haciendo perinolear al aire el huso mientras barcotea un rosario interminable de conjuros, y el chiquillo, con su clásico sombrero de falda gacha y capa cónica tiritando al abrigo de un ilusorio ponchito que apenas le llega al vértice de los codos.
     Y por entre esa multitud, los perros, unos perros de color ámbar sucio, hoscos, de cabeza angulosas y largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, miradas de lobo, cola de zorro y patas largas, nervudas y nudosas yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las gentes con descaro, interrogándoles con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos impacientes, de bestias que reclamaran su pitanza.
     Se trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de sus miembros. Conce Maille, ladrón incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente, no tanto por el hecho en sí cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo cometía igual crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la justicia severa e inflexible de los yayas, merecedora de un castigo pronto y ejemplar.
     Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza, con una macicez de mueble incaico, el gran concejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto, solemne, impasible, impenetrable, sin más señales de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que parecían tascar un freno  invisible.
     De pronto los yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la masticación, limpiáronse en un pase de manos de las bocas espumosas y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el consejo, exclamó:
   -Ya hemos cachado bastante. La coca nos aconsejará en el momento de la justicia. Ahora bebamos para hacerlo mejor.
     Y todos servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta.     
     -Que traigan  a Conce Maille –ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de beber.
     Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el  Tribunal un indio de edad incalculable, alto, fornido, ceñudo y que parecía desdeñar las lujurias y amenazas de la muchedumbre. En esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas de los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que la del abatimiento. Era tal la regularidad de sus facciones de indio puro, la gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señorial que, a pesar de sus ojos sanguinolentos, fluía de su persona una gran simpatía la simpatía que despiertan los hombres que poseen la hermosura y la fuerza.
     -¡Suéltenlo! –exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.
     Una vez libre Maille, se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó sobre el consejo una mirada sutilmente desdeñosa y esperó.
     -José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste su vaca y que y que has ido a vendérsela a los de Obas. ¿Tú qué dices?
     -¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.
     -¿Por qué entonces no te quejaste?
     -Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.
     -Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su derecho.
     Ponciano al verse aludido, intervino:
     -Maille está mintiendo, taita. El toro que dice que yo le robé se lo compré a Natividad Huaylas. Que lo diga; está presente.
     -Verdad,  taita –contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del consejo.
     -¡Perro! –gritó  Maille, encarándose ferozmente a Huaylas-. Tan ladrón tú como Ponciano. Todo lo que tú vendes es robado. Aquí todos se roban.
      Ante la imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia al mismo tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo rabiosamente. Pero el jefe del tribunal, más inalterable que nunca, después de imponer silencio con gesto imperioso dijo:
     -Conce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte entregándote a la justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.
     Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que desde uno de los extremos de la mesa, miraba torvamente a Maille, añadió:
     -¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano?
     -Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita.
     En vista de estas respuestas el presidente se dirigió al público en esta forma:
     -¿Quién conoce la vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?
     Muchas voces contestaron a un tiempo que la conocían y que podría costar realmente los treinta soles que le había fijado su dueño.
     -¿Has oído, Maille? –dijo el presidente al aludido.
     -He oído, pero no tengo dinero para pagar.
     -¡Tienes ganado, tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus ganados, y como tú no puedes seguir aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupán inmediatamente y para siempre. La primera vez te aconsejamos lo que debías hacer para que enmendaras y volvieras a ser hombre de bien. No has querido. Te burlas de yaachisum.  La segunda vez tratamos de ponerle bien con Felipe Tacuche, a quien le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achusun, pues no has querido reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente… Hoy le ha tocado a Ponciano ser el perjudicado y mañana quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de botarte y aplicarte el jirarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves, ya sabes lo que te espera: te cogemos y te aplicamos ushanam-jampi. ¿Has oído bien Conce Maille?
     Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui que, por milagro había conservado en la persecución y sacado un poco de coca se puso a chacchar lentamente.
     El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado, dirigiéndose a sus colegas, volvió a decir:
     -Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Conce Maille, acusado por tercera vez de robo en nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo ha desmentido, no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer con él?
     -Botarlo de aquí, aplicarle jirarishum,  - contestaron a una voz los yayas, volviendo a quedar mudos e impasibles.
     -¿Has oído Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien; pero no lo has querido. Caiga sobre ti el jirarishum.
     Después levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz solemne y más alta que la empleada hasta entonces.
     -Este hombre que ven aquí es Conce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón. Si alguna vez se atreve a volver a nuestras tierras cualquiera de los presentes podrá matarlo. No lo olviden. Decuriones, cojan a ese hombre y sígannos
     Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el pueblo y comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio. Hasta los perros, momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas las orejas y las colas, como percatados de la solemnidad del acto.
     Después de un cuarto de hora de marcha por  senderos abruptos, el jefe de los yayas levantó su vara de alcalde y la extraña procesión se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán de las de Obas.
     -¡Suelten a ese hombre! –exclamó el yaya de la vara.
     -Y dirigiéndose al reo:
     -Conce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque nuestros jircas se enojarían, y su enojo causaría la pérdida de las cosechas y se secarían las quebradas y vendría la peste. Pasa el río y aléjate para siempre de aquí.
     Maille volvió la cara hacia la multitud que con gesto de asco e indignación, más afligido que real, acababa de acompañar las palabras sentenciosas del yaya, y después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente despreciativo, con ese desprecio que sólo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:
       -¡Ysmayta-micuy!
       - Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los matorrales de la banda opuesta, mientras los perros ladraban furiosamente, sin atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo.
     Si para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio como Conce Maille, la expulsión de la comunidad significa todas las afrentas posibles, el resumen de todos los dolores frente a la pérdida de todos los bienes; la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la choza.
     El jirarishum es la muerte civil del condenado, una muerta de la que jamás se vuelve a la rehabilitación; que condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle con un signo que le cierra para siempre las puertas de la comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con ella a cuestas por quebradas, cerros, punas y bosques, o para que baje a vivir en las ciudades bajo las férulas del misti; lo que para un indio altivo y amante de las alturas es un suplicio y una vergüenza.
Y Conce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría resignarse a la expulsión que acababa de sufrir. Sobre todo, habían dos fuerzas que le atraían constantemente a la tierra perdida: su madre y su choza. ¿Qué iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los más inauditos proyectos. Y exaltado por los recuerdos nostálgico y cargado su corazón de odio, como una nube, de electricidad, harto en pocos días de la vida de azar y merodeos que se le obligaba a llevar, volvió a repasar, en las postrimerías de una noche, el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los ladridos de una jauría famélica y feroz.
     A pesar de su valentía, comprobada cien veces, Maille, al pisar la tierra prohibida, sintió como una mano que le apretara el corazón, y tuvo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la muerte? Pero ¿qué podría importarle la muerte a él, acostumbrado a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros? Lo suficiente para batirse con Chupán entero escapar y cuando se le antojara.
     Y el indio, con el arma preparada, avanzó cauteloso, auscultando todos los ruidos, oteando los matorrales, por la misma senda de los despeñaderos  y de los cactus tentaculares y amenazadores como pulpos, especie de vía crucis, por donde solamente se atrevería a bajar, pero nunca a subir, los chupanes, por estar reservada para los grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la roca Tarpeya del pueblo.
     Maille salvó todas las dificultades de la ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a una casucha y lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de un cántaro. La puerta se abrió y dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz decía:
     -Entra guagua-yau, entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te habrán visto?
     Maille, por toda respuesta, se encogió de hombros y entró.
     Pero el gran consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio su hogar, del gran dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia con que se adhiere a todo lo suyo, hasta el punto de morirse de tristeza cuando  le falta poder para recuperarlo, pensaba: “Maille, volverá cualquier noche de estas; Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él sienta el deseo de chacchar bajo su techo y al lado de la vieja Natalia, no habrá nada que lo detenga”.
     Y los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer alguna vez el condenado. Y resolvieron vigilarla día y noche, por turno, con disimulo y tenacidad verdaderamente indios.
     Por eso aquella noche, apenas Conce Maille penetró a su casa, un espía corrió a comunicar la noticia al jefe de los yayas.
     -Conce Maille ha entrado a su casa, taita. Natalia le ha abierto la puerta –exclamó palpitante, emocionado, estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a un león de repente.
     -¿Estás seguro, Santos?
     -Sí, taita, Nastasia lo abrazó. ¿A quién podría abrazar la vieja Natalia, taita? Es Cunce…
     -¿Está armado?
     -Con carabina, taita. Sí vamos a sacarlo, iremos todos armados Cunce es malo y tira bien.
     Y la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente… “¡Ha llegado Cunce Maille! ¡Ha llegado Cunce Maille!” era la frase que repetían todos estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos. Los hombres sacaron a relucir sus grandes garrotes –los garrotes de los momentos trágicos-; las mujeres, en cuclillas, comenzaron a formar ruedas frente a la puerta de sus casas, y los perros, inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y a dialogar a la distancia.
     -¿Oyes Cunce? –murmuró  la vieja Natasia, que, recelosa y con el oído pegado a la puerta, no perdía el menor ruido, mientras aquel, sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del mundo-. Siento pasos que se acercan, y los perros se están preguntando quién ha venido de fuera. ¿No oyes? Te habrán visto.. ¡Para qué habrás venido guagua-yau!
     Conce hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir:
     -Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chaccha en mi casa. Voime ya. Volveré otro día.
     Y el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su madre y, sin volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos sospechosos; sólo una leve y rosada claridad comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
     Pero Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de ese silencio. Ordenóle a su madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo; dio en seguida un paso atrás, para tomar impulso, y de un gran salto al sesgo salvo la puerta y echó a correr como una exhalación. Sonó una descarga y una lluvia de plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que innumerables grupos de indios armados de todas armas, aparecían por todas partes gritando: ¡Muera Conce Maille! ¡Ushanam-jampi! ¡Ushanam-jampi!
     Maille apenas logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente, le obligó a retroceder y escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario de la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a disparar certeramente sobre los primeros que intentaron alcanzarle.
     Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los horrores y ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba trazas de acabar en una heroicidad monstruosa, épica, digna de la grandeza de un canto.
      A cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles, de rifles anticuados, de escopetas inválidas, hechos por manos temblorosas, el sitiado respondía con uno invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A las dos horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a un yaya, lo que había enfurecido al pueblo entero.
     -¡Tomen, perros! –gritaba Maille a cada indio que derribaba-. Antes que me cojan mataré cincuenta. Cunce Maille vale cincuenta perros chupanes. ¿Dónde está Marcos Huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su boca con esta shipina?  
     Y shipina era el cañón de arma, que amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido.
     Ante tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de larga deliberación, resolvieron tratar con el rebelde. El comisionado debería comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida que, una vez abajo y entre ellos, ya se verá cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre animoso y astuto como Maille, y de palabra capaz de convencer al más desconfiado.
     Alguien señaló a José Facundo. –“Verdad –exclamaron  los demás-. Facundo engaña al zorro cuando quiere y hace bailar al jirca más furioso”.
     Y Facundo, después de aceptar tranquilamente la honrosa misión, recostó su escopeta en la tapia en que estaba parapetado, sentase, sacó un puñado de coca y se puso a catipar religiosamente por espacio de diez minutos largos. Hecha la catipa y satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una vertiginosa carrera, llena de saltos y zig-zags, en dirección al campanario gritando:
     -¡Amigo Cunce!, ¡amigo Cunce! Facundo quiere hablarte.
     Conce Maille le dejó llegar y una vez que lo vio sentarse en el primer escalón de la gradería le preguntó:
     -¿Qué quieres, Facundo?
     -Pedirte que te bajes y te vayas.
     -¿Quién te manda?
     -¡Yayas!
     -Yayas son unos supaypa-huachasgan, que cuando huelen sangre quieren beberla. ¿No querrán beber la mía?
     -No, yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un trago de chacta en el mismo jarro y te dejarán salir con la condición de que no vuelvas más.
     -Han querido matarme.
     -Ellos no; ushanam-jampi, nuestra ley. Ushanam-jampi igual para todos; pero se olvidará esta vez para ti. Están asombrados de tu valentía. Han preguntado a nuestra gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También han catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
     Conce Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no podía continuar indefinidamente, que, al fin llegaría el instante en que habría de agotársele la munición y vendría el hambre, acabó por decir, al mismo tiempo que bajaba.
     -No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y, a veinte pasos de distancia, juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin molestarme.
     Lo que pedía Maille era una enormidad, una enormidad que Facundo no podía prometer, no sólo porque no estaba autorizado para ello sino porque ante el poder del ushanam.jampi no había juramento posible.
     Facundo vaciló también, pero su vacilación fue cosa de un instante. Y, después de reír con gesto de perro a quien le hubiesen pisado la cola, replicó:
     -He venido a ofrecerte lo que pidas. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi hermano.
     Y, abriendo los brazos, añadió:
     -Cunce, ¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el orgullo de decirle mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú.
     Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y, dejando su carabina a un lado, se precipitó en los brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de un estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el enroscamiento de dos brazos musculosos, que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instantáneamente el lazo que se les había tendido, y, rápido como el tigre, estrechó más fuerte a su adversario, levantándolo en peso e intentó escalar con él el campanario. Pero al poner el pie en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la serenidad, con un brusco movimiento de riñones hizo perder a Maille el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo, escupiéndose injurias y amenazas. Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos jadeaban, Maille logró quedar encima de su contendor.
     -¡Perro!, más perro que los yayas –exclamó Maille, trémulo de ira-, te voy a retacear allá arriba, después de comerte la lengua.
     Facundo cerró los ojos y se limitó a gritar rabiosamente:
     -¡Ya está!, ¡ya está! ¡ya está! ¡Ushanam-jampi!
     -¡Calla, traidor!-, volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo a facundo por la garganta se la apretó tan rudamente que le hizo saltar la lengua, una lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la cola de un pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran conmoción se deslizaba por su cuerpo como una onda.
     Maille sonrió satánicamente, desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su víctima y  se levantó con intención de volver al campanario. Pero los sitiadores, que, aprovechando el tiempo que había durado la lucha, lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo aturdió; una puñalada en la espalda lo hizo tambalear; una pedrada en el pecho obligóle a soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida. Sin embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñaladas y puntapiés y llegar, batiéndose en retirada, hasta su casa. Pero la turba, que lo seguía de cerca, penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en los brazos de su madre. Diez puñaladas se le hundieron en el cuerpo.
     -¡No le hagan así taitas, que el corazón me duele! –gritó la vieja Nastasia, mientras salpicado el rostro de sangre, caía de bruces, arrastrada  por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz acometida. Entonces desarrollóse una escena horripilante, canibalesca. Los cuchillos, cansados de punzar, una mano arrancaba el corazón y otra los ojos, ésta cortaba la lengua y aquella vaciaba el vientre de la víctima. Y todo esto acompañado de gritos, risotadas, insultos e imprecaciones, coreados por los feroces ladridos de los perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban grandes tarascadas al cadáver y sumergían ansiosamente los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.
     -¡A arrastrarlo! –gritó una voz.
     -¡A arrastrarlo! –respondieron cien más.
     -¡A la quebrada con él!
      -¡A la quebrada!
     Inmediatamente se le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero, por el pueblo, para que,, según los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi, después por la senda de los cactus.
     Cuando los arrastradotes llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del Chillán, sólo quedaba de Conce Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo demás quedóse entre los cactus, las puntas de las rocas y las quijadas insaciables de los perros.
     Seis meses después, todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra casa de los Maille, unos colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasosos, a manera de guirnaldas: eran los intestinos de Conce Maille, puestos allí por mandato de la justicia implacable de los yayas.

ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR

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