lunes, 21 de abril de 2014

Los ojos de Rodrigo



"no paraba de hablar de lo bonita y delicada que era, de sus ojos marrones, sus labios grandes, y sobre todo de que tuviéramos cuidado en notar la belleza de su cabello"

A Oswaldo Reynoso

Rodrigo siempre tuvo la muerte en sus ojos. Recuerdo cuando el profesor de Biología preguntó qué clase de animal era un murciélago, y él, muy suelto de huesos y lengua, respondió: es una rata haciendo ala delta. Esa respuesta inesperada hizo que el maestro lo regañara de manera tan furibunda que pensamos que iba a golpearlo. Él no se inmutó, lo miró a los ojos con desafío y solo atinó a decir «lo siento».
En los recreos nunca dejaba su mochila sobre la carpeta. Como si los secretos no se supieran, cuidaba de que no viéramos ni sus cuadernos ni sus escritos. No fue un alumno aplicado, aunque tampoco flojo, casi todas las materias las aprobaba con bajísimas calificaciones, pero en literatura siempre sacó las mejores Yo veía su rostro enardecerse cuando el profesor nos leía poemas de amor o hablaba de la vida de los poetas. Para nosotros el curso era aburridísimo porque leíamos muchos libros.
Rodrigo siempre salía más temprano de lo debido. Antes iba al baño a lavarse la cara, peinarse y limpiarse los zapatos. Su pantalón plomo estaba siempre impecable, igual que la camisa blanca que cuidaba de mantener limpia y libre de arrugas. Nosotros solo nos preguntábamos adónde iba. Presuroso, tímido, sus pasos lo llevaban casi volando por la vereda. Miraba de vez en cuando hacia atrás para percatarse de que nadie lo siguiera.
Una vez vino muy contento a clase. Esa algarabía, con el pasar de los días, se intensificó. Nos daba curiosidad el motivo de su alegría.
 Hasta que nos dijo el porqué de esa felicidad: muchachos, tengo novia. Es la más bonita de su colegio, una princesa. Nosotros nos reímos. Pero mírenla, díganme si no es una reina, aquí tengo su foto. En efecto, la chica que estaba en la foto era muy hermosa. Me declaré hace dos semanas y me aceptó. Quiero que la conozcan.
 Durante un mes estuvo con la misma cantaleta, que vamos, que quiero que la conozcan. Lo que deseaba en realidad era alzar su ego y despertar envidia. La trasformación que sufrió por causa del amor fue increíble. Ahora que estás enamorado por fin te bañas, le decíamos, y él reía. Una vez se descuidó y dejó su mochila sobre la carpeta. Ni cortos ni perezosos, la abrimos para saber qué secretos guardaba con tanto misterio. Al sacar las cosas, varias cartas cayeron al suelo. Curiosos, las levantamos y nos pusimos a leerlas en voz alta. Las palabras que estaban sobre el papel eran hermosas. Poemas, epigramas, dibujos, corazones cruzados por una flecha, sin duda nuestro amigo era un poeta. Pero el encanto de la lectura se rompió al verlo entrar al salón y ya no tener tiempo de devolver ni la mochila ni las cartas a su sitio. Gritó,mentó la madre, quiso agarrarse a golpes con nosotros, le pedimos que se calmara, pero no entendía razones, ya las cosas iban a pasar a mayores, pero gracias a Dios entró el profesor de matemáticas y todo volvió a la calma.
Nos sentamos. Yo me moría de vergüenza, pero tampoco iba a permitir que nos tratara de esa manera. Le envié un mensaje en un papel a su carpeta; en él, le pedía disculpas y también le aclaraba que no era forma de tratar a sus compañeros.
Ya los números estaban a punto de provocar en nosotros un derrame cerebral, y como un milagro que todo colegial pide, el auxiliar tocó la puerta, pidió permiso para ingresar y comunicó que íbamos a salir antes de lo acostumbrado, que recogiéramos nuestras cosas y, eso sí, nos dirigiéramos directo a nuestras casas.
Ya fuera del salón, me acerqué a Rodrigo a esperar la respuesta de la nota que mandé. Ay, el amor; pensé que otra vez se pondría irascible y neurótico, pero no fue así. Los disculpo, pero ahora sí me acompañan a conocerla.Y como todo agravio tiene una expiación, tuvimos que obedecerle.
En el camino nos tuvo locos, no paraba de hablar de lo bonita y delicada que era, de sus ojos marrones, sus labios grandes, y sobre todo de que tuviéramos cuidado en notar la belleza de su cabello. Era la primera vez que yo iba a un colegio a mirar chicas. Me asombré de la cantidad de muchachos apostados en las esquinas adyacentes al colegio, reunidos como jaurías, a la espera de que alguna chica los mirara con ternura o que ocurriera el momento omnipotente de la mirada del amor.
Las muchachas coqueteaban, sonreían, murmuraban mientras pasaban delante de nosotros. Pasaban y pasaban, pero de la amada de Rodrigo ni su sombra. Los postes se encendieron, y con ellos, la preocupación de volver a casa. La calle se fue quedando sola, a oscuras, como un río que ya no resuena su temblor en la piedra. Del rostro alegre de Rodrigo con que venía en el camino no quedó un vestigio. Aguilar le dijo que ya era hora de regresar. Para justificar el bochorno que sentía, nos dijo que quizá le había pasado algo a la chica y que lo disculpáramos por hacernos perder el tiempo. Era evidente que no se sentía bien, pero no pudimos evitar burlarnos de él. Emprendimos el regreso. Volteamos por la esquina del complejo deportivo; la noche se hacía más noche que nunca; para cortar camino, tomamos la calle que desembocaba al parque Grau. Entre los ficus entrevimos una pareja de adolescentes que se besaban como si fuera a acabarse el mundo. Al mirarlos, sentimos cierta envidia (a veces nos cuesta aceptar la felicidad ajena); quisimos pasar cerca de ellos, cuando de pronto Rodrigo empezó a balbucir insultos, hasta que no pudo controlarse y gritó: puta conchetumadre. Los adolescentes se separaron asustados. La confusión se apoderó de todo. Por las descripciones que había hecho de la chica, intuimos que era ella. Rodrigo quiso golpear al muchacho. Tuvimos que intervenir, para que no se pelearan. Él no se calmaba.Gritaba, lloraba, le pedía explicaciones, pero la chica le increpaba que él no era nadie, que ella no era su enamorada ni él dueño de su vida. Yo le grité; nunca había insultado a una mujer, pero me dolió que tratara así a mi amigo. Ella se fue con el otro muchacho. Rodrigo se sentó en el filo de la vereda. Es muy triste cuando un hombre llora por una mujer, es el niño más niño de los niños. Lo llevamos a su casa. En el camino no hablamos. Antes de llegar a su cuadra, tiró la mochila a la pista. Su madre, muy preocupada, lo vio venir a través de la ventana con nosotros y al fin pudo tranquilizarse. Ese día llegué a las nueve de la noche. La incertidumbre de mi madre al no saber por qué tardaba hizo que fuera a la policía a poner una denuncia por mi desaparición. Yo tenía mucho miedo de llegar a casa, porque conocía las reacciones de mi madre. Estaba muy asustado, pero al verme me abrazó. Le expliqué el motivo de mi tardanza y me mandó a mi cuarto, sin derecho a ver televisión. No pude dormir esa noche, la cara de Rodrigo no se iba de mi cabeza, sus lágrimas y su pena eran mías. Cuando no podemos cerrar los ojos, ese silencio que grita en nuestro cuarto es el más horrible que se pueda escuchar. Al despertar, sentí un leve mareo, por lo que volví a echarme a la cama, pero ya mamá subía a levantarme para ir a trabajar con tío Fidel. Toda esa mañana pensé en mi amigo, en cómo le hablaría al verlo, si volvería a su mutismo, a su aislamiento en los recreos. La espera siempre mata al reloj; esas horas fueron largas. Mi tío me dejó en casa,almorcé; luego me puse el uniforme, arreglé los cuadernos en la mochila y me fui al colegio. Llegué al salón; el chisme ya lo sabían todos. Miré molesto a Ríos porque sabía que era un bocón. Todos se burlaban. La rabia que sentía al escucharlos hizo aparecer otra vez el mareo en mi cabeza. Rodrigo no aparecía por ningún lado. Yo lo comprendí, justificaba su ausencia... Aguilar se acercó a mi carpeta y dijo: Rodrigo no viene, de repente no viene más. Por primera vez entendí al ñaja ñaja, como le decían los otros. Las primeras dos horas de clase el profesor de Historia nos aburrió solemnemente contándonos los hechos de una guerra en la que, como siempre, el Perú perdió. Su clase acabó, salimos al recreo, y yo me aislé, no quise hablar con los otros, porque sabía que me iban a preguntar por el incidente del parque. Compré un paquete de galletas, quise deglutirlas, pero ese día mis dientes solo masticaron miedo. Regresamos al aula, esta vez le tocaba el turno a Química. Ya empezábamos a sacar los cuadernos, cuando tocaron la puerta. Una señora vestida de luto y el auxiliar hicieron su ingreso al salón. El auxiliar llamó a un lado al profesor, le dijo al oído el motivo de la presencia de la señora, vimos que el rostro del profesor se turbó, volteó, les hizo una seña con la mano a la señora y al auxiliar, y nos dijo: jóvenes, la noticia que les voy a dar es muy triste, espero que sepan comportarse al recibirla y que sobre todo mantengan la serenidad y la calma. Mientras hablaba el profesor, la angustia crecía y crecía, sus ojos se pusieron llorosos y no tuvo otra alternativa que comunicar la infausta noticia: su compañero Rodrigo Montoya ha fallecido la noche de ayer. ¡Qué!, gritamos al unísono. Fue algo fulminante para todos. El auxiliar gritó que nos calláramos, que guardáramos la compostura, pero no podíamos, el mudo, como le decían los otros, se había matado. Mi amigo, el poeta, se había ido para siempre. Yo estaba segurísimo del motivo de su muerte, lo tenía claro. Esa noche, al regresar, mientras caminábamos, había planeado todo. Iría a la cocina, buscaría el veneno para ratas, compraría una Coca-cola, la mezclaría con el veneno, escribiría una carta o un poema, se despediría de su madre, maldeciría a la chica. El veneno haría efecto poco a poco, le iría secando las lágrimas, se nublaría su mirada, la muerte entraría a su cuerpo por los oídos, por la boca, por los pies; en la mañana, su madre iría a despertarlo, abriría la puerta de su habitación, y no sigo porque duele. El auxiliar nos dijo que la dirección del colegio había autorizado que fuéramos al velorio. Llegamos a las cuatro de la tarde; la gente estaba fuera de la casa sentada en las bancas, tomando el pisco que la familia había creído conveniente repartir. Nos recibió su madre, cuya desolación nos conmovió tanto que algunos lloraron al verla; nos hizo pasar a la sala para que saludáramos el cadáver de su hijo. Nos fuimos turnando para ver el cuerpo de Rodrigo; yo fui el último. Su rostro estaba triste. Su pelo mojado le daba el aire de serio que siempre tuvo y que solo perdió cuando se enamoró. Su terno azul lo hacía más flaco, sus ojos estaban hundidos,con huellas de haber llorado hasta secarse, sus manos cruzadas sostenían el rosario y el libro de su primera comunión. Absortos y asustados, unos a otros nos mirábamos. Nos dieron de tomar café y pan. El auxiliar se había puesto a libar pisco con los parientes del difunto; aprovechando esa situación, uno de mis compañeros se agenció una botella de pisco para todos. Era la primera vez que probaba ese licor. Al pasar de mi boca a mi estómago, el aguardiente me quemó hasta las palabras, pero poco a poco fui viendo todo más claro. Entendí que nosotros habíamos ayudado a que se suicidara. La vergüenza no lo iba a dejar tranquilo y, para evitarla, se mató. Pero no hubiera sido así, te hubiéramos entendido, tú solo tenías 15 años, ¿por qué tomaste esa decisión? Te negaste a conocer otra boca, otra piel. Tú que eras tan serio, que aprendiste a reír por amor, no te dijeron que por amor también se llora. Dejaste a tu madre una herida que no cierra, arrojaste al recuerdo tus poemas. Esa noche pensé en tu tristeza, Rodrigo; el mareo que sentí fue a causa de tu pena. Mientras yo trataba de dormir, tú querías morir.
El auxiliar nos reunió a todos en un rincón de la sala, ya era hora de volver, él se quedaría en representación del colegio y por cariño al pisco. Antes de retirarnos del velorio, acordamos ir vestidos de negro al colegio; además, la misa de cuerpo presente se haría en la capilla de la escuela. La banda del colegio acompañó el sepelio por las calles de Ica. Las clases se suspendieron para quinto año.Luego de terminar la liturgia, el féretro fue paseado por el patio, hasta que llegó frente al salón, donde todos nos pusimos en la puerta para darle la despedida a Rodrigo. No pudimos aguantar las lágrimas y creo que hasta los profesores lloraron aquella vez. Yo cargué la corona de flores que mi salón compró. La banda de músicos esa tarde tocó de otra manera. A pedido de la madre, le tocaron la canción que de niño siempre bailaba. Las notas de Caballo viejo sonaron tristes aquella vez.

César Panduro Astorga (Ica - 1980)

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