El chaucato ve a la víbora y la denuncia; su lírica voz se descompone.
Cuando descubre a la serpiente venenosa lanza un silbido, más de alarma que de
espanto, y otros chaucatos vuelan agitadamente hacia el sitio del
descubrimiento; se posan cerca, miran el suelo con simulado espanto y llaman
saltando, alborozado. Los campesinos acuden con urgencia, buscan el reptil y lo
parten a machetazos. Los chaucatos contemplan la degollación de la víbora y se
dispersan luego hacia sus querencias, a sus árboles y campos favoritos. Si la
víbora no es alcanzada por los campesinos, los chaucatos se resignan, cambian
la voz lentamente, del tono de horror a su cristalina música; y vuelan abriendo
y cerrando las alas, como cayendo y levantándose en línea quebrada, a la manera
de sus primos, el chihuillu y el guardacaballo costeños, y el zorzal andino. El
chaucato es campesino; no va a los árboles de las ciudades; es pardo jaspeado,
de pico fino y largo. La víbora se arrastra sobre el suelo polvoriento del
valle; traza líneas visibles en la tierra.
Cierta tarde, sobre uno de los grandes ficus que dan sombra al claustro
del Colegio, canto un chaucato. Su voz transmitía el olor, la imagen del
ingente valle. Los internos jugaban o charlaban. Salcedo se acercó,
sorprendido, junto a una columna. Gorjeó nuevamente el pájaro; el cielo dorado
recibió la música y se hizo transparente, bañado por el débil canto. Varios
alumnos corrieron en el patio, persiguiéndole a gritos, y el chaucato se fue.
Salcedo vino adonde yo estaba. - He observado que escuchaba usted como yo- me dijo.
- Sí, se parece al zorzal. Nunca los había oído cantar en la ciudad. Salcedo me causaba turbación, más que a los otros compañeros del Colegio.
Salcedo vino adonde yo estaba. - He observado que escuchaba usted como yo- me dijo.
- Sí, se parece al zorzal. Nunca los había oído cantar en la ciudad. Salcedo me causaba turbación, más que a los otros compañeros del Colegio.
- Es muy extraño que haya venido a cantar aquí- dijo- Quisiera hablarle
de este pájaro; pero es usted muy callado, y es con quien deseo charlar
siempre.
- Nadie le escucha como yo, Salcedo; aunque me faltan palabras para
contestarle bien. Yo era alumno del
primer año, un recién llegado de los Andes, y trataba de no llamar la atención
hacia mi; porque entonces, en Ica como en las otras ciudades de la costa, se
menospreciaba a la gente de la sierra aindiada y mucho más a los que venían
desde pequeños pueblos. -El chaucato es un espécimen real; me refiero a la
realeza, no a las cosas.
–Salcedo hablaba inspiradamente, sin mirar casi a su interlocutor-.El
chaucato es un príncipe como de los cuentos .Debe ser un genio antiguo, iqueño.
Es quizá el agua que se esconde en el subsuelo de este valle y hace posible que
la tierra produzca tres años, a veces más años, sin ser regada. Es en el fondo
de la tierra, en los núcleos donde quizá sólo llega la raíz de los ficus más
viejos, hay agua cristalina y fecunda, cargada de la esencia de millones de
minerales y de los cuerpos carbónicos por los que se filtró a la manera de un
líquido brujo. La voz del chaucato es el único indicio que bajo el sol tenemos
de esa honda corriente. Yo vi que usted fue tocado por el mensaje.
El mensajero es digno de su origen, de su autor. ¿Por qué el chaucato descubre
en el polvo a la víbora, que es del color del polvo y hecha de fuego maligno?
¡La oposición absoluta! La víbora de una parte especial, negada, del polvo, que
a su vez aprehende los rayos del sol, de la parte maligna del sol ¡El agua la
niega; apaga el ardor! Porque en la oscura entraña, bajo la tierra, el agua
fresca, por la temperatura, la soledad y el largo proceso de empurecimiento ,
adquiere el poder extremo, la belleza extrema. ¡El canto que hemos oído! Yo
presentía que al ver hablar tan largamente a Salcedo, y más, conmigo, vendría
Wilster a escucharlo ,a buscar algún motivo para provocarlo, vino, lo
acompañaba Muñante. Se detuvieron detrás de mí, frente a Salcedo. Pero él, como
siempre, los ignoró. Aparecieron retratados en los grandes ojos de Salcedo;
yo los veía y me sentí intranquilo. Salcedo siguió hablando con la sapiencia e
inspiración que eran en él tan naturales.
-No conozco al zorzal. Sé que es pardo muy oscuro y de pico amarrillo.
Debe tener la misma naturaleza especial que el chaucato. Me gustaría oírlo
cantar en los valles profundos donde vive ¿Ha escuchado Ud al chaucato, al
borde del valle de Nasca o Palpa, allí donde montañas rocosas y no sólo el
arenal circundan los campos sembrados? El color del chaucato es semejante al de
las rocas de la cordillera seca, de los Andes gastados que se acercan al mar.
En esos valles angostos, un chaucato canta posado en lo alto de un sauce, cerca
de un monte de rocas cubiertas de polvo. Y vibra el fondo en que su pequeño
cuerpo se distingue apenas por su jaspeado. El color del desierto, de los
arenales sueltos que beben el sol y se recrean ardiendo, está muy cerca, a dos
pasos .El chaucato nunca ha cruzado el desierto que separa un valle de otro. No
sería una buena experiencia en una jaula. A mí, en la niñez, me llevaron por
las pampas de Huayurí, a caballo. Los rodeantes arenales, el silencio y el
calor, tantos,no debiera sentirlos el hombre en tan tierna edad. -¡Basta ya!-
gritó Wilster a mi espalda-¡Charlatán lora de Nasca! Y se acercó hasta topar casi
su cabeza con la de Salcedo. Corrieron todos los internos hacia el sitio donde
estábamos. Wilster tenía ojos un poco saltado; era alto y fornido, el más
corpulento de los alumnos del quinto grado. Salcedo lo empujó un poco y pudo
paralizarlo inmediatamente ¿Qué influencia ejercía este joven, tan súbita,
sobre profesores y estudiantes? -Mire Wilster, creo que debo pelear con usted,
formalmente -le dijo- .Ha acumulado un furor clamoroso, ¿No es cierto? En la noche de luna .Usted y yo, solos, nos quedaremos detrás de los silos .El único
lugar tranquilo para estos sucesos. Yo aseguraré la puerta, y nadie entrará.
Pero lucharemos con un minimum de decencia, Medio cuerpo desnudo. Nada de
cabezazos, patadas en el suelo .Usted puede cebarse en mí, quizás le dé la
oportunidad o quizá le rompa la nariz o le reviente más los ojos. -¡Lo que
buscaba! –exclamó Wilster -. Y tras de los silos. ¡Quizá yo te meta dentro! Y
desde abajo recitarás tus sabidurías, con la boca llena de “esencia”. Gran
entierro para un futuro Presidente de la República. ¡Muñante vámonos!-le dijo a
su amigo-;después de tantos días de trabajo he conseguido que este…. No pudo
pronunciar las otra palabras, porque todos los internos lo mirábamos .Alzó la cabeza
con un ademán despectivo, hizo una señal con la mano a Muñante para que lo
acompañara, y se fue caminando lentamente .Atravesó el patio ; se apoyó en uno
de los maderos de la barra , bajo las ramas inmensas del ficus que se elevaba
en esa esquina ;saltó a la barra e hizo varias flexiones rapidísimas. Al bajar
no miró al grupo. Muñante estaba pendiente de él. Volvió a tomarlo del brazo y
se lo llevo al corral de los silos .Desaparecieron Salcedo sonreía .Todos los
internos lo miraban con preocupación .Cuando Wilster y Muñante entraron al
corral, Gómez el cetrino, le dijo a Salcedo: -Yo seré el Juez Los colegiales no
encontrábamos cómo decirle algo a Salcedo. Tenía una frente alta, sus cabellos
muy ondulados se levantaban como pequeñas olas. Su nariz recta, semejante a la
de las máscaras de Herodes que usaban en mi aldea para la representación del
día de los Reyes, era armoniosa, como la amplitud y la forma de su frente. La
sombra de las altas ramas del ficus llegaba a su rostro. Era el único alumno a
quien todos los colegiales le hablaban de usted. -Yo creo que usted deberá ser
el Juez, Wilster lo respetará –contestó Salcedo.
Gómez era el campeón de atletismo en Ica, su nariz rara ,con un caballete increíble ,que parecía tener filo ; sus ojos hundidos , sus pómulos huesudos y los carrillos descarnados ,daban a su rostro un aire de ave de rapiña ; pero sus negrísimos ojos eran tiernos e infantiles .Gómez hablaba poco .Era cetrino amarillento sus brazos y piernas eran largos y delgados. Saltaba y corría con agilidad regocijadora. Los niños lo engreían. Su frente tan estrecha tenía algo que hacer con el brillo infantil de sus ojos. Se elevaba en los saltos recogiéndose como una araña. En las carreras dejaba atrás a sus competidores, desde los primeros tramos. Sus pasos parecían saltos; los niños los marcaban con rayas y se enorgullecían cuando alcanzaban la distancia, en saltos con impulso. Cuando él propuso: “Yo seré el Juez”, disipó la intranquilidad que nos aislaba a todos. Como una grúa de acero fino, Gómez levantaría a Wilster del cuello, si pretendía emplear en la lucha alguna maña traidora. ¡Ellos tres! La mayor parte de los colegiales celebraron la respuesta de Salcedo con un grito. Pero Gómez no iba a pelear, iba a ser sólo el Juez. Nadie empleó la palabra árbitro o “referee”. Y la intervención de Gómez hacia segura la realización del encuentro. ¿En que favorecía a Salcedo? ¿En qué lo favorecía, si Wilster era más fuerte que él, era valiente y estaba envenenado por la ira? - Hasta luego, jóvenes - dijo Salcedo. Y empezó a pasearse a lo largo de uno de los corredores del claustro. - “Le va a destrozar la cara – pensaba yo- . Tratará de sacarle sangre de la nariz, de partirle los labios, de cortarle las cejas; de desfigurarlo”. Salcedo acostumbraba caminar en el claustro, solo, durante horas.
Gómez era el campeón de atletismo en Ica, su nariz rara ,con un caballete increíble ,que parecía tener filo ; sus ojos hundidos , sus pómulos huesudos y los carrillos descarnados ,daban a su rostro un aire de ave de rapiña ; pero sus negrísimos ojos eran tiernos e infantiles .Gómez hablaba poco .Era cetrino amarillento sus brazos y piernas eran largos y delgados. Saltaba y corría con agilidad regocijadora. Los niños lo engreían. Su frente tan estrecha tenía algo que hacer con el brillo infantil de sus ojos. Se elevaba en los saltos recogiéndose como una araña. En las carreras dejaba atrás a sus competidores, desde los primeros tramos. Sus pasos parecían saltos; los niños los marcaban con rayas y se enorgullecían cuando alcanzaban la distancia, en saltos con impulso. Cuando él propuso: “Yo seré el Juez”, disipó la intranquilidad que nos aislaba a todos. Como una grúa de acero fino, Gómez levantaría a Wilster del cuello, si pretendía emplear en la lucha alguna maña traidora. ¡Ellos tres! La mayor parte de los colegiales celebraron la respuesta de Salcedo con un grito. Pero Gómez no iba a pelear, iba a ser sólo el Juez. Nadie empleó la palabra árbitro o “referee”. Y la intervención de Gómez hacia segura la realización del encuentro. ¿En que favorecía a Salcedo? ¿En qué lo favorecía, si Wilster era más fuerte que él, era valiente y estaba envenenado por la ira? - Hasta luego, jóvenes - dijo Salcedo. Y empezó a pasearse a lo largo de uno de los corredores del claustro. - “Le va a destrozar la cara – pensaba yo- . Tratará de sacarle sangre de la nariz, de partirle los labios, de cortarle las cejas; de desfigurarlo”. Salcedo acostumbraba caminar en el claustro, solo, durante horas.
Los días domingo y de
fiesta él se quedaba en el colegio, y leía, mientras paseaba; se detenía a
instantes y meditaba. No, no era una simulación; veíamos que meditaba, luego
reiniciaba su paseo. Los profesores le permitían hablar en las clases, a él
únicamente. Demostraba teoremas y resolvía problemas de física, explicando el
proceso con fría modestia. A veces ocupaba las horas íntegras de las clases de
Historia y Filosofía .Ni los alumnos ni los maestros se sintieron afectados en
nada por las intervenciones de Salcedo. El profesor de Historia era un gran
hacendado, doctor en letras y taurófilo; le llamaban “camión”, porque era alto
e inmenso; su voz era un trueno acuoso y regocijante. “¡a ver, el ilustre
Salcedo! Usted tiene ideas propias y muy profundas; considera Ud. a Bolívar y a
Hércules como demonios del orgullo; me lo dijo por escrito: Discutamos para
satisfacción nuestra y de los “pequeños” alumnos “Yo pienso que Bolívar…” y
discutían. Cuando tocaban la campana, cerraban la puerta del salón y la
discusión continuaba…
Los domingos, de seis a ocho de la noche, la Banda
Municipal ofrecía una retreta en la Plaza de Armas. Salcedo iba de vez en
cuando al parque a oír la música. Unos carteles gigantes colgaban a esa hora en
la fachada del cine. Los altos y frondoso ficus enlazaban sus ramas en el aire
y cubre de infinita sombra, la más clemente, el parque de esa ciudad que flota
sobre fuego. Salcedo caminaba en el parque lentamente a orillas de los grupos
de jóvenes que llenaban las aceras. Lo conocían todos. Había logrado interesar
aún a las grandes familias de la ciudad. - ¡Qué frente tiene! - ¡Qué frente tan
ancha - ¡Es así frente de sabio!- Exclamaban, mirándolo con curiosidad no
disimulada. Los alumnos del quinto año usaban entonces bastón, guantes, y sarao
sombrero ribeteado con fieltro. La moda para el traje era exagerada; un
pantalón, llamado “Oxford”, muy ancho y largo, que cubría casi los zapatos; en
cambio el saco era cerrado y corto. Los jóvenes del quinto año, hijos de gente
adinerada, hacían brillar este conjunto con el cual se pavoneaban,
especialmente los días domingos. En el internado el prepararse para salir a la
calle duraba una o dos horas, Salcedo no acató esa moda; vestía al modo
corriente, y siempre de drill: No usaba sombrero; quizá por eso era tan
observada su brava cabeza, su cabellera levantada y su frente. Luego de dar una
o dos vueltas en el parque principal, iba a los barrios y se quedaba a pasear
en alguna de las otras dos plazas de la ciudad, que eran más pequeñas,
sombreada de ficus menos añosos y de ramas menos espesas.
- Esas plazas de los
barrios no estaban bien alumbradas y limpias; la semillas de los árboles se
amontonaban en el suelo o en las aceras de las locetas; crujías bajo los pies
de los transeúntes. Casas de un solo piso, bajas de paredes ondulantes,
pintadas cada uno de u color diferente; rosado, azul, verde o naranja parecían
formar un marco risueño a las filas cuadrangulares de los grandes árboles. Durante
el día, el sol, en las bajas fachadas resplandecen los colores y los ficus
mecen lentamente sus ramas pesadas. De noche, en el centro de la plaza, lucía
la luz de la luna o de las estrellas, porque las ramas de los ficus no se
entrelazan, como en la plaza mayor. Casi todos los domingos, a la hora de la
retreta, veía a Salcedo caminar sólo en la acera principal de algunos de estos
parques silenciosos. No se sentaba en los bancos de madera; prefería, a veces,
reclinar su cuerpo por unos instantes, en el tronco de un ficus, y continuaba,
después, caminando. La sombra extensa de los ficus cubría, la fachada de las
pequeñas casas, aumentaba la oscuridad.
En el valle de Ica, donde se cultiva la
tierra desde hace cinco mil o diez mil años, y cerca de la ciudad, hay varias
lagunas encantadas. “La Victoria” es la más pequeña, la rodean palmeras de
altísimos penachos, y el agua es verde, espesa; natas casi fétidas flotan de un
extremo a otro de la laguna. Es onda y está entre algodonales. Aparece
singularmente, como un misterio de la tierra; porque la costa peruana es un
astral desierto donde los valles son apenas delgados hilos que comunican el mar
con los andes. Y la tierra de estos oasis produce más que ninguna otra de
América. Es polvo que el agua de los andes ha renovado durante milenios cada
verano. En los límites del desierto y el valle están las otras lagunas:
“Huacachina”, “Saraja”, “ La Huega”, “Orovilca”. Altas dunas circundan a
Huacachina. Lago habitado en la tierra muerta, desde sus orillas no se ve en el
horizonte sino montes filudos de arena. Es extensa y la rodean residencias y
hoteles en cuyos patios han cultivado flores y árboles. Ficus gigantes,
refrescan el aire y dan sombra. Contra la superficie de arena, la fronda
murmurante de estos árboles profundos se dibujan. Y quién está bajo su
protección siente en el rostro, sobre los ojos, su paternal, su fría lengua;
porque las dunas tienen su cimiento en esta orilla arbórea, y el ardor de las
arenas estalla en derredor, como un anillo. La gente nada o chapotea en el agua
de la laguna, también espesa y de color penetrante; chapotean y juegan como
animales regocijados por estos contrastes, que en lugar de abrumarlos, lo
calman, lo acarician, le dan una gran alegría, algunos tullidos, los viejos,
los llagados, y otros enfermos de las vísceras se sienten resucitar al estímulo
de tanto fuego, de tan extraño mundo. Y vuelven por años desde lejanas
ciudades. “Orovilca” significa en quechua gusano sagrado. Es la laguna más
lejana de la ciudad; está en el desierto, tras una barrera de dunas. Salcedo
iba a bañarse a “Orovilca” los días domingos por la tarde, en la primavera. Yo
lo acompañé algunas veces. Ibamos por caminos de la chacra, porque entre la
ciudad y Orovilca” no había carretera. - caminar en el polvo, entre caballos y
peatones, diez horas, veinte horas, no importa –decía- . Los largos caminos pavimentados, empedrados, me abruman. Y no me
agrada “Huacachina” . La ostentación humana me irrita. El pequeño camino,
entre sembrados y arbustos, no entre árboles alineados por el hombre, es
liberador. En cambio, andar en el desierto, sobre la arena suelta, es una vía
segura para buscar la muerte. Llevábamos una sandía al hombro cada uno. Salcedo
no perdía su compostura a pesar de ir cargando la sandía a la manera de los
campesinos. Conversaba Con la naturalidad y animación de siempre. Escalábamos
las dunas silenciosas, como dos pequeños insectos, de andar lento. Tramontando
las limpias cimas, bajábamos a la hondonada de arena en que está el pequeño
lago; volcán de agua la llaman, porque es un estanque fresco entre lenguas de
arena, quemantes o heladas de inmortal blancura. Llegábamos a la orilla de la
laguna y Salcedo partía inmediatamente la sandía, cortaba grandes trozos de la
pulpa roja, y la bebía con un apresuramiento que me parecía locura.
- La sed
que tengo- me explicó una vez- no debe venir únicamente de mis extrañas, sino
de alguna necesidad antigua. En Nasca, a estas horas; mi padre se expone al
fuego del valle; trota catorce horas diarias, recorriendo la hacienda de su
patrón. El cree ser dichoso. Yo he caminado por el cauce seco del río millares
de días, para ir a la escuela. El fuego debiera atraerme, pero no en forma de
sed. A veces sospecho que un can mítico vive en mí. El espíritu del río cuyo
cauce arde diez meses y brama dos con esa agua terrosa. ¡Pero esos patos de
“Orovilca”, que tiene la cresta roja y nadan con tanta armonía felizmente
existes! “Orovilca no tiene aguas densas, puede brillar; la superficie de las
otras es opaca. No hay ficus, ni laureles, ni flores; la orillan árboles y
hierbas nativas. Huarangos de retorcidos tallos, ramas horizontales y hojas
menudas que se tienden como sombrillas; arbustos grises o verdes oscuros que
reptan en las bases de las dunas, y totorales altos, espesos, de onda entraña,
desde donde cantan los patos. Los
huarangos dejan pasar el sol, pero quitándole el fuego. Árbol nativo del campo,
el hombre se sienta ahí, bajo sus troncos y rodeado del mundo seco y brillante,
como si acabara de brotar de “Orovilca”, del agua densa, entre el griterío
triunfal de los patos. Salcedo se tendía de espaldas en la laguna y flotaba
durante largo rato. Una arenilla dorada forma ondas difusas en la playa. Es un
oro húmedo, opaco; sobre esta superficie metálica encontraba gusanos de caparazones
azuladas, pequeños escarabajos y lombrices. Luego me echaba a nadar, braceando,
y un halo de agua verde me rodeaba. Volvíamos cuando el sol tocaba la cima de
las montañas de arena. Cruzábamos el trozo de desierto que separa el valle de
la laguna, sin hablar. Salíamos de la hondonada, y el valle parecía como un rumoroso
mundo, recién descubierto, un oasis donde los pájaros hablaran . Porque la luz
del crepúsculo embellece a los seres de la costa, les trasmite su armonía; su
plácida hondura; no los rasga y exalta como los torrentes de lobreguez y
metales llameantes de los crepúsculos serranos. Salcedo hundía su mirada en el
gran campo negruzco y en los confines donde aparecían los Andes; se detenía
junto a los grupos de palmeras que crecen sin dueños a la orilla del valle, en
la arena, y en los caminos. Arrojando piedras bajábamos algunos dátiles de los
elevados racimos. -¡Qué cabellera tienen las palmeras de Ica! – exclamó Salcedo
la última vez que fuimos a “Orovilca”.
- Este es el único valle de América
donde caminaron durante unos años los dromedarios y camellos de África. Las
arenas de la costa peruana se hunden mucho con las pisadas. Las bestias de
África se cansaron y extinguieron. - A esta hora, junto a las palmeras,
debieron verse como animales nativos- le dije. - Si, los dromedarios, especialmente,
porque tiene la apariencia de animales deformados por el hombre. Usted no sabe
cuánto ocurre bajo esta luz que nos ilumina como si fuéramos ángeles. Aquí
aprietan con tenazas de aire. El espacio andino, en cambio, el helado espacio, todo
lo exhibe; se muestran las cosas como sobre un témpano en cuya superficie la
más pequeña cosa camina como una araña; aquí, el polvo, el sol, amodorran y
encubren… Llega el agua en enero a Nasca, viene despacio y el cauce del río se
hincha lentamente, se va levantando, hasta formar trombas que arrastran raíces
arrancadas de lo profundo, y piedras que giran y chocan dentro de la corriente.
La gente se arrodilla ante el paso del agua; tocan las campanas, revientan cohete
y dinamitazos. Arrojan ofrendas al río, bailan y cantan, recorren las orillas
mientras el agua sigue lamiendo la tierra, destruyendo arbustos, llevándose las
hojas secas, la basura, los animales muertos. Después comienza el trabajo y la
guerra. En las grandes haciendas se empoza el agua, cargada de esencias, como
la sangre; y hay campesinos que no alcanzan a regar y siembran en la tierra
seca, con una esperanza como la mía que no es sino una sed inclemente. Yo los
he visto llorar en las noches del feroz verano y aún bajo la luz del sol
repercute en el inmenso “Cerro blanco”. - ¿Usted conoce la sierra?- le
pregunté. - Si el patrón de mi padre me llevó a cazar vicuñas en la altura, a
4,200 metros, donde se ven ya chozas de indios pastores. Hay allí un silencio
que exalta las cosas. El llanto, en tal altura; o un incendio ¡un gran
incendio! Perturbarían al mundo. Lo dejé hablar. Yo no me atrevía a contarle.
Le temía y me inquietaba; sentía por él un respeto en algo semejante al que me
inspiraban los brujos de mi aldea; pero me calmaba la expresión siempre
tranquila de su rostro, de sus ojos en que podía seguir el curso de su afán por
encontrar la palabra justa y bella con la que se recreaba. Porque su oratoria
lo envolvía y aislaba. En cualquier momento él podía abandonar a la persona o
el grupo con quien hablaba, e irse, a paso lento. Su cabeza tenía expresión
entonces; la llevaba en alto como un símbolo, a la sombra de los claustros o de
los grandes ficus o en el patio en que el sol denso hacia resaltar su figura,
toda ella pensativa. Wilster comenzó a atacarlo, súbitamente. Wilster había
sido durante cuatro años uno de los internos más festejados. Bajo los ficus del
patio, cantaba con voz agradable las melodías que estaban de moda: tangos,
pasodobles, jazz “incaicos”, valses. Marcaba alborozadamente el ritmo de las
danzas, y movía a compás las piernas y la cabeza. Se improvisaban bailes entre
los alumnos. Wilster era tenor. Sus canciones predilectas no las habrán
olvidado quienes las oyeron en esa sombra baja del claustro:”Y todo a media
luz”, “Medias finas de seda”, “Melenita de oro”, “Cuando el indio llora”,
“Bailando el charleston” Un guitarrista limeño que no conocía la sierra,
compuso el jazz pentafónico “Cuando el indio llora”. De melodía triste y de compás
muy norteamericano, aunque lento, esta canción la oíamos en todas partes.
Wilster la entonaba melancólicamente. Le escuchábamos, y nadie bailaba. Pero
inmediatamente después cantaba un charlestón, y los jóvenes internos
atravesaban el patio o recorrían los claustros danzando a toda máquina. Hasta
que tocaban la campana que señalaba la hora de entrar al dormitorio.
-Sólo
Hortensia Mazzoni baila “Cuando el indio llora” como si fuera una ninfa- dijo
cierta vez Wilster. - Es que no has visto a otras. Ella baila sola, en el salón
de su casa. Por los balcones que dan a la de plaza de armas podemos
verla. -¿Quién baila sola un jazz? Únicamente ella. Gira como una estrella de
cine. ¿Qué hace?- preguntó Wilster. -Hay que bailar con ella- dijo Gómez.- -Podría
usted hacerlo-le dijo Salcedo a Wilster- .Es la muchacha más bella de Ica. Y
ella no ve que la miran. Su salón está siempre muy iluminado; la calle o la
esquina de la plaza quedan en la oscuridad. - Una rama del ficus de la esquina
se extiende justo Wilster- Salcedo rió, y Wilster también. Unos días después,
Wilster odiaba a Salcedo, lo acosaba, y no hubo desde entonces otra preocupación
en el internado, que esa lucha. Del sereno, del sabio, armonioso y raro joven
de Nasca, vestido siempre de drill; y de su persecutor, el elegante Wilster,
cantor y deportista el que usaba el más llamativo y mejor lavado bastón de Ica.
Wilster andaba perdiendo. No se atrevía, no se atrevía. Descompuso su vida, la
revolvió; mientras salcedo continuaba… Wilster era el sapo, cada vez más el
sapo. Empezaba ya a odiarlo. Hasta que Salcedo quiso dar fin a la lucha.
Parecía que su actitud había sido bien meditada y no era el fruto de su estallido. Pero yo temía que
sus cálculos fallaran esta vez. Confiaba mucho en el pensamiento: En cinco
años, su inteligencia le había dado en el Colegio una autoridad sin límites;
pero la armonía entre él y los internos se había quebrado hacia unos instantes,
con el desafío. Lo seguí, cuando tras largo paseo en el claustro, se encaminó
al pequeño jardín del internado. Se sentó al borde del pozo que daba agua al
Colegio: La polea pendía de un madero rojo de huarango, a poca altura del borde
musgoso de la cisterna. - ¿Va usted, a trompearse con Wilster?- le pregunté -
Claro. Yo lo he citado. Tengo ya el candado con que aseguraré la puerta. He
estudiado el terreno. Cuatro hojas de calamina cubren la puerta de los cuatro
silos. La lucha será detrás de esas casetas. - Pero usted no se ha trompeado
nunca. -Sin embargo, todos saben que he cultivado con sistema mis músculos. En
las pruebas de barra, sólo Gómez me supera. Lo derribaré, seguramente. Yo no
pienso en que me derribe él. Ninguna esfera puede girar limpiamente, creo. A
usted que es callado y tiene otro modo de ser que el nuestro, me refiero a los
hombres de estos valles y desiertos, le contaré un secreto ¿Sabía usted que un
corvina de oro viaja entre el mar y “Orovilca”, nadando sobre las dunas? - No,
Salcedo. Nunca he oído esa historia. - Sale después de la media noche. Tiene
una ola ramosa y aletas ágiles que la impulsan sobre la arena con la misma
libertad que en el agua. - ¿Usted cree en eso? - Debe ser diez veces más grande
que una corvina de mar, pues se la distingue claramente desde el bosque de
huarangos hasta que traspone la cima de la gran Duna. El brillo de su cuerpo
permite ver su figura. Y ¿sabe usted?, en la primavera lleva a Hortensia
Mazzoni sentada sobre su lomo, tras de una aleta encrespada que tiene en la
línea más alta de su esfera. -¿A Hortensia Mazzoni? Usted delira. Conoce la
montaña de arena más grande del Pacífico “Cerro Blanco”, de Nasca. Al pasar por
sus bajíos ¿no lo ha oído usted cantar al medio día? -No. Pero los arrieros que
me traen de la sierra a Nasca, han oído ese canto. Yo creo que es el viento que
forma remolinos de arena en el cerro. He visto esos remolinos; el soplo de sus costados llegaban hasta el camino que pasa a
dos leguas de la cumbre. - Hay en el mundo hombres rígidos que no tocarán las
mejillas de ninguna mujer muy bella- exclamó Salcedo, de repente, y se puso de
pie-. Somos como la superficie de la corvina de oro, amigo. ¡Qué proa para
cortar el aire, la arena, el agua densa! ¡Nada más! ¡Nada más! Decía la verdad.
En el jardín, lirios morados y un árbol de tilo temblaban con el viento; el
cielo, casi oscuro ya, nos bañaba, con el resplandor que calma al hombre, como
ningún cielo ni hora en los Andes. Pero Salcedo ¿Por qué estaba ausente? Sus
ojos tenían una expresión acerada, una especie de decisión para cortar, como un
diamante, las flores, y los, astros que empezaban aparecer. - Lo matará.
¡Matará a Wilster!- Pensé. - Me levanté. - Salcedo- le dije- los indios cuentan
historias como ésa. Pero usted no es indio; Es todo lo contrario. -Soy heredero
de los griegos! la armonía puede matar, puede cercenar un cuerpo, disiparlo,
sin mover una sombra, ¡ni una sombra! – Los internos no fueron al dormitorio a
sacar sus matas de dulce o mantequilla. Ingresaron directamente al comedor.
Éramos veintiocho. El Inspector-jefe, un viejo calvo, enérgico, veterano de los
“montoneros” de Piérola, imponía orden en la mesa. En menos tiempo que de
costumbre, terminamos de comer. El viejo nos miró a todos con extrañeza. Fue
una comida apresurada y en silencio. Salimos Gómez y Salcedo alcanzaron a
Wilster. -Gómez desea ser testigo. A mí no me importa. Usted decida- dijo
Salcedo, casi en voz alta. -Que sea; pero que no se meta a separarnos. Y que
nadie más entre- contestó Wilster. Los tres fueron por delante. Llegamos al
claustro formando un solo grupo. Vimos en seguida que el Inspector nos
observaba. El también entró al claustro. No era su costumbre. A esa hora nos
dejaba libres. Se paró en la esquina, y permaneció allí hasta que vio como nos
dispersábamos en el patio. Entonces se dirigió hacia el corredor que comunicaba
el jardín del internado con el claustro. Pero aún se detuvo allí un rato bajo
la luz del foco que alumbraba el corredor. Quedaba ya muy poco tiempo para la
lucha. Los tres guardaban la entrada al corral de los silos. Salcedo entregó
las llaves de un pequeño candada a Gómez. Cuando el Inspector desapareció en el
corredor, entraron los tres al corral; cerraron la puerta por dentro y le
pusieron candado. El portero del Colegio echaba otro candado a esa verja,
cuando los internos nos recogíamos al dormitorio. Los alumnos se agolparon
junto a la puerta. En la pared blanqueada de los silos había un pequeño foco
que alumbraba de frente; pero detrás de las celdas, el corral quedaba a oscuras.
No veíamos nada. Los alumnos, menores no pudieron acercarse a la puerta; yo
logré conservar el sirio en el extremo inferior, junto al suelo. Alcanzaba a
ver el campo por entre los barrotes de madera. Gómez apareció y se recostó en
la pared. Detrás de los silos empezó la lucha. Oímos las pisadas fuertes en el
suelo y el choque de los cuerpos. Gómez corrió hacia la sombra. -Esto no- dijo
con voz fuerte. Debió separarlos, porque volvió a su sitio. - ¡Déjalo que se
levante! – gritó de nuevo Gómez. Y estiró el brazo hacia nosotros, pidiendo
calma. - Oímos que corrían, que se atropellaban, que giraban tras los silos. -
A esa hora, la fetidez del corral empezaba a elevarse e invadir el patio; en los
barrios de la ciudad, las mujeres echaban el agua sucia a la calzada. Ica era
envuelta en un vaho de humedad semi-púdrida. De centenares de silos brotaban un
hedor veloz que se expandía en las calles. - ¡Salcedo amigo mío, caballero, no
te hagas golpear! – Rogaba yo- ¡No te dejes! - ¡Salcedo pierde! ¡Echemos abajo
la puerta!- dijo un alumno del quinto año, porque vimos a Gómez correr de
nuevo, a saltos. - Recita ahora, oye Demóstenes! ¡Canta, ruiseñor canta!-
escuchamos la voz de Wilster. Y lo vimos aparecer después, arrastrado por
Gómez. Lo traía del cuello. Sus piernas flojas araban el polvo. - ¡Viene muerto!
- - ¡Desmayado! Gómez le aprieta la garganta. Y tocaron la campana del Colegio,
fuerte. La agitaron llamando, con urgencia. Corrieron los más pequeños. Gómez
dejó en el suelo a Wilster; abrió el candado y arrojó el cuerpo sobre las
baldosas del claustro. Volvió después al corral. Wilster se levantó; se agarró
la garganta y empezó a caminar detrás de los que se iban. Muñante veía el
corral. No siguió a Wilster. -¡Me tapó la respiración! ¡Me tapó la
respiración!- exclamó Wilster a pocos pasos de la puerta. Entonces se acercaron
hacia él, Muñante y dos o tres jóvenes más. En ese instante volvieron a tocar
la campana. - Viene el Inspector!- dijo alguien. Corrieron los internos. Sólo
quedamos en la puerta tres. Y continuaron tocando la campana.
- Te espero- exclamé
yo, despacio - Te esperaré. ¡Juntos iremos a “Orovilca”, esta noche! La
seguiremos convertidos en cernícalos de fuego, como los que salen de la cumbre
del “Salk´antay, en las noches de helada. Pondrás tu mejilla sobre el rostro de
esa niña; o la cazarás desde lo alto, con una honda sagrada. Lo arrebataras
viva o muerta… Gómez salió, mientras yo hablaba. - Ya viene - dijo- . Dejémosle
un rato. Se está arreglando. No conviene que el Inspector lo sorprenda. Me tomó
del brazo. Nos siguieron los demás. Los dedos de Gómez me apretaban. Eran
largos y como de acero. Acababan de cortar la respiración de Wilster , hasta
convertir su fornido cuerpo en una masa inerme. - ¿Qué tiene Salcedo? ¿Le ha
roto la nariz, Wilster? –preguntó un alumno. - Nada, nada fuerte. Un poco de
sangre. El Inspector venia. - ¿Por qué demoran? – gritó desde el corredor-
Esperó; nos dejó pasar, y luego de un instante volvió. No se dio cuenta que
Salcedo faltaba. La mano de Gómez seguía prendida de mi hombro; sus dedos se
movían como una araña inquieta; vibraban. - ¡Gómez, Gomecitos! ¿Tú has dejado
en el suelo a Salcedo?- le pregunté en voz muy baja. - Sentado-me dijo-.
Restañándose la sangre con su camisa. ¡Eso es la muerte! ¡La misma muerte!
Sentado en la tierra maloliente, con un inmenso trapo sobre su rostro, en que
la sangre no corría, sino que era detenida por sus manos, daba vueltas sobre
sus mejillas.¿ Qué podía ser eso, en él, sino la muerte? El viejo Inspector
dormía con nosotros. Su catre estaba bajo la imagen de un crucifijo, en un
extremo del angosto y largo dormitorio, junto a la puerta. Al pie de la cruz,
un foco rojizo daba muy poca luz al dormitorio…La calva del viejo relucía ahora,
porque estaba cerca del foco. -¿Todos?-preguntó.
-Sí, señor-contestó Gómez. El
catre de Salcedo ocupaba el extremo opuesto, pero en la fila. Algunas noches,
para enfurecer al Inspector, los internos imitaban el aullido de un perro o el
canto de los gallos de pelea. El viejo bramaba. Insultaba a los alumnos con las
palabras más inmundas, se levantada, envuelto en una larga bata. Caminaba entre
los catres; podíamos oír el roncar de su vientre. Salcedo pedía calma;
conseguía aplacar a los alumnos y al viejo. El Inspector permanecía, después,
largas horas, recostado, con los gruesos brazos cruzados, y con un gorro tejido
que le cubría la coronilla. No podía imaginarse él que Salcedo faltara nunca al
internado. Cuando el portero fue a cerrar el corral, encontró a Salcedo de pie,
recostado en el ficus que crece a ese lado del claustro. Le mostró la sangre de
su camisa y le pidió que le dejara salir. Tenía la cara cubierta por otro trapo
blanco. Salcedo le explicó que iría sólo a la botica, y que volvería en
seguida. El portero obedeció, sin decir una palabra. Salcedo caminó con pasos
apresurados detrás del portero. Este abrió el postigo del zaguán, y el joven
salió, con el saco puesto. El portero lo esperó hasta la media noche. Luego fue
a buscarlo en las calles. El frio de los desiertos rodeaba ya a Ica, la estaba
helando. El portero recorrió la ciudad, todos los barrios. No se atrevía a
preguntar. Era un negro joven. Al amanecer se echó a llorar, y entró así al
dormitorio. Estábamos despiertos. Yo había vigilado hasta el amanecer. Gómez se
sentaba sobre la cama, caminaba unos pasos y volvía a acostarse. Yo no quise ir
donde él. Vigilaba la puerta. Algunos niños presentíamos cuando alguien muere;
cuando alguien a quien dejamos en grave riesgo, O vuelve. Lo esperamos con el
corazón oprimido, mientras un insondable pálpito nos hunde en un páramo
resonante donde la respuesta mortal, al unísono, canta, sustenta el presagio,
lo comunica a nuestra fría materia; canta con ella como sobre acero, con un
tono triste, sin cesar. Wilster se levantó cuando vio al portero.
-Inspector-dijo-¡Señor Inspector! ¡Despierte! No lo encontraron. Yo le dije al
Inspector que lo buscáramos en el camino de “Orovilca” al mar. Detrás de los
bosques de huarango, entre las malezas que rodean la laguna, huellas ondulantes
de víboras hay marcadas en la arena. Las huellas suben algo por la pendiente
del desierto. ¡Por allí ha andado él; por ese punto debió iniciar su viaje al
mar! Me escucharon como a un niño delirante, como a un muchacho adicto a las
apariciones e invenciones, como todos los qué viven entre los ríos profundos y
las montañas inmensas de los Andes. ¿La corvina de oro? ¿La estela que deja en
el desierto? Me tomaron desconfianza ¿Cómo iba a hablar, entonces, de la
hermosa iqueña que viaja entre las dunas agarrándose de unas frías aunque
transparentes aletas? Pero Salcedo, con el rostro ya revuelto, la piel
crujiendo bajo la costra de sangre, su cabeza cubierta por una larga camisa
rasgada, su nariz y los ojos negros, no iba volver. Cortaría como un diamante
el mar de arenas, las dunas, las piedras que orillan el océano. El mar, por el
lado de “Orovilca”, es desierto, inútil; nadie quería buscar allí, donde sólo
los cóndores bajan a devorar piezas grandes. Los cóndores de la costa,
vigilantes, casi familiares, despreciables. (1954)
José María Arguedas.
José María Arguedas.
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