Por Luis Alberto Castillo
Cuando en 1979 iniciaba mi carrera de derecho en la USMP, conocí, entre tantos buenos amigos, a una muy joven estudiante, pequeña, menudita de carnes, de un rostro blanco acentuadamente andino, donde resplandecían, como el fulgor intenso de dos diamantes, unos preciosos ojos verdes, ligeramente achinaditos, con una larga y revuelta cabellera castaña que, desafiante, dejaba caer por encima de los hombros.
Siempre me dije: si a tan natural belleza le hubiese acompasado un carácter dócil y trato afable y, aunque fugazmente, en el rostro resplandecido una dulce sonrisa, hoy diría que aquella era una adolescente bella y encantadora. Mas, no tardaría en entender que lo trascendente y valioso que había de aquilatar en mi compañerita, no pasaba por el look chick ni la indumentaria exquisita y frivolona que hubiese podido exhibir, y que en ella tenían cero valor.
Edith Lagos tenía un espíritu vehemente e inflamado, que le imprimían una personalidad áspera, dura y un carácter indomable, y que a ella no le preocupaba en lo mínimo disimular ante los demás.
Pero era la enorme sensibilidad que la identificaban por los álgidos problemas que afectaban a la gente pobre, expresado, principalmente, en la selección de los trabajos de investigación y en sus exposiciones orales para las clases, lo que mostraban la verdadera dimensión y la hermosa faceta del gran ser humano que gravitaba en ella.
Dura en la nuez, tierna en la carne.
Había llegado de Ayacucho, su ciudad natal, con el compromiso de cristalizar el sueño de sus padres: hacerse abogada. Sin embargo, muy temprano vislumbraría que era otro el mundo que ella anhelaba construir para sus desposeidos de la tierra.
En la universidad llegamos a entrecruzar explosivos enfrentamientos ideológicos: ella, defendiendo con el fuego más graneado de su verbo ácido las cinco tesis del pensamiento de Mao Tsé Tung; yo, afirmando la vigencia redentora del antiimperialismo y el Apra de Víctor Raúl.
Sin embargo, logramos tender un puente aligerado de fraternal entendimiento, quedando grabado en mi memoria, como uno de los mejores tesoros guardados, el recuerdo sensible de una tarde de diciembre de aquel 1979.
En un arranque de desbordante pasión, Edith me confesó admirar profundamente a Mao, su lucha, la gesta heroica de la revolución china, respetando con sinceridad mi propia admiración por Víctor Raúl.
Me confió su vena artística, escribía poemas: "compañero, a usted le gustan los poemas de Vallejo, yo tengo mi propia siembra, no se me vaya a burlar".
Entonces me leyó esta nota:
De lo alto de la montaña
al lado de una inerte piedra
al aroma de las hierbas silvestres
le pregunto:
¿Cuánto falta para que el río
aumente su caudal?
Para que tormentosamente arrase
este cruel presente.
[...]
Pregunto yo a los remolinos:
¿Por qué te diriges al sur?
¿Qué quieres arrasar?
La inequidad del pasado
posada allí.
[...]
Pero la inercia quedó atrás
encendidos están tus sentimientos.
Hierba silvestre, aroma puro
te ruego acompañarme en mi camino
serás mi bálsamo en mi tragedia
serás mi aliento en mi gloria.
Serás mi amiga
cuando crezcas
sobre mi tumba.
Allí: que la montaña me cobije
que el río me conteste
la pampa arda,
el remolino vuelva, el camino descanse
¿y la piedra?
[...]
La piedra lápida eterna será en ella
grabado,
¡todo quedará!...
¡Se emocionó, y me hizo emocionar! Nada endulza tanto el mundo como cuando dos almas entran en perfecta sinfonía alrededor de lo puro y más noble de la vida.
Edith Lagos era una chiquilla noble de alma hermosa, abrigaba grandes ideales por la vida. Los compañeros de mi promoción que la conocimos de cerca, esperábamos de ella un porvenir venturoso, con seguridad la mejor abogada en su Huamanga querida.
Pero no sé cuándo, en qué momento, por qué razón, aparecería luego involucrada y al frente de uno de los grupos que tanto terror, dolor y sangre causó en el Perú: ¡Sendero Luminoso!
Lo demás es historia conocida. Fue un tallo arrancado cruelmente en la primavera más florida de su vida.
El 2004, por razones de mi profesión, estuve yendo a litigar a la Corte Superior de Ayacucho. Entonces, por mediación de una amistad común, visité a la familia Lagos, especialmente a la hermana mayor de Edith, directora muy respetada de un prestigioso colegio de la ciudad. Y hablamos de todo esto. ¡Era la Edith estudiante que ella nunca conoció!
Antes de retornar a Lima, visité el cementerio de la ciudad. Me impactó fuertemente ver su tumba de piedra rústica y ya envuelta en leyenda. Oré al cielo por su alma: "¡Adios compañerita, descansa en paz!", y le dejé, como solitaria y leal compañera, como bálsamo de su tragedia, su flor de retama.
Yo viví el terrorismo y éste es mi testimonio.
¡Lo juro por Dios!
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