miércoles, 26 de abril de 2017

Manonga arrojada del infierno

Manonga  arrojada   del  infierno (1)
                                                                    José Vásquez Peña





I

-   Y entre platanales iba saliendo lentamente la Manonga, desdentada,  colgada de un brazo;  bajo el otro,  llevaba un atado de leña a medio consumir: pavesa de su vida de maldad.
Eso me dijo Venancio Quispe, el día mismo que se produjo el reencuentro.  A  mí,   me lo contó primero.  Mejor dicho,  me escribió en un papel,  antes que a todos,  su increíble episodio, con temblorosa mano,  garabateando también el espacio;  por que las palabras,  desde ese momento,  se le fueron adentro,  muy adentro, por los caminos del miedo.
Dicen los de Tallamana,  que cuando murió Venancio, después de habitar muchísimo tiempo en el mundo del silencio y la desesperación, en su agonía,  recobró el habla y pregonó con la fuerza del último suspiro,  lo que había sucedió ese día.
 Y  ahora,  desde Mansión Luna,  se escucha su voz contando su reencuentro con la Manonga,  más allá de la vida,  en los platanales.
Desde ese entonces,  uno lo oye.
Ya lo oirá usted,  si osa algún día orientar sus pasos por esos parajes.
De verdad,  da miedo.

II

Huamanguilla,  sembríos de paltos,  y  flores de suche, el camino.
Un aplastante  sol  les recibió,  al compás de  doce  alegres campanadas, fugadas de la capilla de San Antonio.
Muchas caras curiosas,  invadieron de inmediatamente la única calle del Caserío, colindante con la Achirana.
Voces rumorosas.
-   De juro buscan a Juan Cuco
-   A qué otra cosa viene la gente acá
Eduviges,  mujer ya de cuarenta años,  cholona entera,  cuerpo de pallar, con el sudor brotando, desmontó del asno; ayudó luego a la Manonga a bajar del anca.
Antes que Eduviges pudiera articular palabra,  Coitijo,  como un dardo, lanzó las preguntas de estilo.
-   ¿Para quién?
-   ¿Para Juan Cuco o para la Gringa?
-   Busco al brujo mayor – Eduviges.
Coitijo,  colorado,  melenudo,  cuarentón,  siempre alegre;  entre vino y pisco,  señaló la casita de caña de rojovivo pintada.
-   Ahí vive el maistro. Pasen nomás al segundo cuarto; en el primero, atiende la Gringa.
Esta escena  se  produjo  cuando Manonga de Tallamana, tenía catorce años y su tía Eduviges la llevó hasta Huamanguilla para que Juan Cuco le sacara el demonio que llevaba adentro.
-   ¡Ay! Don Juan, esta muchacha es malosa, se pasa la vida haciendo maldad.  Ayer nomás le sacó los ojos al gato negro de la vecina,  y en una cajita se los envió de regalo.
-   Siéntese,  dijo Juan Cuco. Debo saber detalles para luego actuar.
Sacó los naipes y colocándolos sobre el apolillado escritorio, fue disparándolos, con furia, con calma, con temor, hasta cubrirlos de figuras.
-   Ella es la maldad. –  Mientras hablaba, Juan Cuco, hacía extraños movimientos,  cortando el aire con su sombrero negro, alón, formando círculos.
-   Ella es la maldad,  trataremos  de  curarla.
-   Cúrela,  Don Juan.  Le daré diez chivatos de mi corral. ¡Cúrela!-  Eduviges.
-   Mal agüero, caballo desbocao. Rey maniatao por la maldad. Reina, eclipsada por la envidia.
Silencio y miradas.
Siguió… siguió.  Cuando hubo terminado de tender la sábana de barajas, se eternizó en la contemplación.
Luego,  habló Juan Cuco.
-   ¡Huy!  Manonga será difícil tu curación. Las cartas anuncian que te quemarás en el infierno.  Es extraño – enfatizó-  la última carta dice que no será en el mismo infierno, sino cercanamente.
-   ¡Cúrela! ¡Cúrela!  La imploración subió de tono.
Juan Cuco entró al cuarto contíguo, y salió con un atado de hierbas, haciendo la señal de la cruz, mascullando conjuros.
-   Me envías,  ahora mismo, los chivos.  Necesito además que me dejes una prenda íntima de Manonga para terminar de curarla.
III

Varios años pasaron.
-   Esta curación no ha  funcionao. –  Repetía Eduviges, cada vez que se sentaban a la mesa con Manonga,  y a la par de ingerir alimentos evaluaban actos.
-   Manonga ha empeorao – me dijo muy preocupada, Eduviges, un Jueves de compadres.
Aquel día fui a retornarle la tabla, hermoso balai adornado con guirnaldas y con dos muñecos, el compadre y la comadre, hechos de masa de bizcocho.
-  Gracias compadrito,  por aceptar- me expresó.
Abrió la ventana, febrero estaba en todas las esquinas del patio, y mucho más allá se distinguía el monte de árboles que antes se divisaba denso, coposo; ahora,  sólo se notaba  un grupo raleado de eucaliptos y pinos. Habían disminuido los árboles por la tala indiscriminada que hacían los jóvenes, en este tiempo, para celebrar la fiesta de la Yunza.
No permanecí allí más de quince minutos. Suficientes para enterarme que Manonga seguía creciendo como refinada expresión de maldad. Huamanguilla, Tallamana, Orongo y lugares cercanos supieron de ella y empezaron a temerle y odiarle.
Convertida en una hermosa mujer, encandilaba a los hombres de la región, enfrentándolos, para hacerlos merecedores de una simple mirada o una sonrisa.
Hubieron varias riñas y desencantos en el caserío.
Me quiero casar contigo, Manonga, mirándola fijamente a los ojos, el Timoleón, bajo una tarde azul, a la sombra de un palto viejo, como su amor, declarándose. Y  la Manonga, loca estaré para amarrarme con alguien de acá. A otros, a los cazamoscas, dos jóvenes, siempre con la boca abierta, esperando el manjar del cielo, los desesperaba. Te ofrecemos –los dos querían casarse con ella- nuestros terrenos, nuestros chivatos,  nuestras vidas, ¡cásate con nosotros, Manonga! Y ella, riendo, primero que baje el dedo San Pedro, que llore sangre la sábila,  que a los chivatos no le crezcan cuernos. Y una letanía de insólitos pedidos que orilló a muchos pretendientes a la locura. Precisamente, en loca actitud, un martes trece al amanecer, aparecieron cinco enamorados cantándole amor,  amor desesperado; sus cuellos, colgados de una soga color corazón atada a un enorme palto, a orillas de la Achirana; sus caras moradas, sus lenguas salidas, buscando saciar la sequedad del momento final;  sus piernas pendulaban la desgracia, rasgando los secretos del viento. Del pecho de cada uno de ellos, sobresalía una carta que en lenguaje parco decía: todo por amor a la Manonga.
Colgaron la nostalgia de sus cuerpos, al imperio eterno del amor.

IV

El día que se casó Manonga, con un forastero,  las campanas de la Capilla se volvieron de palo.
-   ¿Qué hace el sacristán prendío de la soga del campanario? Le dijo Don Rulo Morales, el hombre que andaba de la mano con la muerte, a Josesón Aguado.
Estaban sentados en el muro de una de las  compuertas de la Achirana, frente a la Capilla de San Antonio, contemplando el accionar del sacristán.   
-   Tú debes saberlo, Rulo. Tú que tantas veces has sorteao  la muerte,  debes saber qué sucede cuando no suenan las campanas.
-   Será porque el sonido dulce de campanas no hace juego con la maldad de Manonga.
Y la boda se realizó orlada por el silencio.
Ese día,  hasta los pájaros decidieron emigrar hacia la quebrada de Santo Domingo de Capilla,  para no amenizar con sus trinos el acontecimiento.  De manera que a la Manonga nadie la vio cuando se casó. Ni el mismo Rulo la vio, pues antes que llegara al carruaje tirado por elegantes caballos, le dijo a Josesón.
-   Deja al sacristán. Debe estar espulgando la soga. Vamos a tomarnos una mulita de aguardiente.
Y se fueron.
Nadie se enteró tampoco que ya eran esposos, sino hasta mucho después de que, angustiados porque el pueblo los ignoraba, tuvieron que poner un letrero grande, frente a su casa, que decía: recién casados.
Venancio Quispe, el mortal que la desposó,  hacía algún tiempo había afincado sus reales en Tallamana. Todo fue que conoció a Manonga  y  empezó a comprar  terrenos,  en los que cultivó esperanzas y deseos, ardorosos, sexuales, que nacían de los ojos, del cuerpo, del vientre de Manonga;  y   escocían primero su frente,   bajando,  bajando luego, no sabía hasta donde.
A Venancio le costó trabajo conseguir el sí de Manonga. Luego de un sinfín  de tentativas, escuchó.
-   Te acepto, pero como prueba de amor quiero que incendies la choza de Timoleón, allá arriba de Orongo, cerca del cerro, de noche, cuando él esté durmiendo.
Venancio, en ese momento, experimentó una sensación de repudio,  pero más pudo el sentimiento de amor que se le había colgado del corazón.
Una noche,  la choza de Timoleón fue barrida por el fuego, sin que nadie supiera jamás quién lo había hecho.
- Habrá sido la vela que dejó prendida Don Timo, antes de bajar al Caserío. Felizmente el no estuvo allí - Me dijo Isacc Jáuregui, la tarde siguiente en que comentábamos el incidente, en el tambo de Orongo.
Nunca se supo bien, cómo se conocieron, ni cómo surgieron las desavenencias que fueron royendo los corazones, los cuerpos y la vida de Venancio y Manonga.
Reunidos con Maito Tubillas, tomando cachina colada, una tarde de farra, que se prolongó hasta el amanecer, Venancio nos confesó: sólo por amor, porque me tiene encandilao, soporto las maldades de Manonga .Pero pronto estallaré. Tengo el odio a flor de labio. El convencimiento empezaba ya a envolver las palabras de Venancio, sin que Manonga avizorara la tormenta.
Hasta que el amor fue ganado por el odio. Una tarde cuando Venancio, de regreso de sus labores, encontró que Manonga había quemado el colchón del tesoro, haciendo humo sus caudales, estalló en ira. Todo debido a que el día anterior Venancio no había llevado a Manonga al Pueblo a comprar un sombrero de moda, amarillo con cinta negra que llegaba hasta la cintura.
- Estoy harto Manonga –le dijo- Harto. ¡Ojalá te mueras pronto! Ese día, haremos fiesta en Tallamana. Yo bailaré con el violín del diablo, a horcajadas sobre la vida, el día de tu muerte, Manonga. Desde este momento, ¡te odio! Te odio, al igual que todo el pueblo.           
Manonga, como nunca, se preocupó y decidió explorar su futuro, tomando un brebaje de savia de San Pedro, planta alucinógena, amarga, que le había recomendado, hace tiempo, Juan Cuco. Logró tomarlo con dificultad, a la sombra del último huarango del valle, ubicado en el límite mismo con la Pampa de Yauca, hasta donde tuvo que ir para estar en olor de soledad. Sentada sobre su sueño, se dejo conducir por desconocidos ríos, por extraños parajes, hasta que llegó al final de sus días. Fue cuando se alarmó del destino que le esperaba. Se vio vagando por la eternidad con un atado de leña, bajo el brazo, un calor intenso, rodeándola, abrasándola. Allí de improviso la abandonó el sueño. Y Manonga tornó en esperanza su mirada que refugió en la inmensidad de la pampa.

V

-   Ha muerto la Manonga – Corrió la voz,  con velocidad de buena nueva.
-   Ha muerto atragantada de maldad,  la Manonga- fue el coro que se deslizó de oído en oído hasta trasponer los linderos del pueblo y recrearse en otros parajes.
La gente se preparó.  ¡Habría fiesta para despedirla!  Al menos, así lo había prometido Venancio Quispe, que andaba luciendo una dilatada sonrisa por el suceso;  buscaba, en ese momento, una pizarra para anunciar el baile, la alegría, la dicha, del viaje al infierno de Manonga.
-   Al infierno tiene que ir; no cabe duda – estuvo diciendo hasta el anochecer,  Coitijo,  con dos platillos que hacía sonar de rato en rato. Y bebía.  Bebió tanto que al amanecer llegó a conocer la extrema delicia de la cachina que lo atosigó hasta la felicidad.

Y  la fiesta de realizó, en la plaza principal, con mucha algarabía.

El féretro,  en casa,  solo,  abandonado,  consumía los cuatro cirios,  que despedían el alma de Manonga.  Dicen que le brotó el alma en forma de mariposa negra,  y los cirios le seguían acompañando a descender a su morada.
Cuando la mariposa se apartó de ella,  Manonga sintió que su viaje comenzó,  fue al exhalar el último suspiro, acompañado de la algarabía de la gente, cosa que aún  oyó  con claridad. Después siguió un camino amplio, rodeado de eucaliptos y flores. Al fondo divisó una cuesta y al costado un sinuoso caminito que descendía a la profundidad de los abismo donde la esperaba Caronte. Un camino iba a la cima;  el otro a la sima. Cuando llegó a la bifurcación,  el camino hacia arriba se esfumó, y el caminito,  creciendo,  la atrajo con fuerza,  irresistible,  hasta encantadora.  Manonga no tuvo otra alternativa que seguir. A medida que descendía se sentía abrasada.  Su alma ¿o qué era? Lo que la mantenía consciente. No lo sabía. Lo real es que, sentía calor, ardía. ¿O sería que sus neuronas no morían y la mantenían pensante?
Divisó a lo lejos, una mansión de color rojo encendido, con una puerta enorme. Tocó fuerte, muy fuerte. Una voz horrísona se dejó escuchar,  y  un hombre escarlata apareció vestido de una vistosa  levita que se prolongaba en una cola, larga, roja.
-   ¿Desea entrar? Identifíquese.
-   Manonga de Tallamana.
El diálogo se extendió en pormenores.
-   Un momento, consultaré.
Esperó. Aguardó impaciente una eternidad.
De regreso, el hombre le espetó una pregunta burlona.
-   ¿Con que Manonga de Tallamana, eh?
-   Sí… Sí, Señor.
-   Señor de las tinieblas  –retrucó-  demórese y complete. Señor, es cualquiera.
-   ¿Puedo entrar?  La Manonga
Mirándola fijamente, el hombre escarlata sentenció.
-   Ni aquí tiene cabida.
Cogiendo luego un atado de leña, finalizó la conversación.
-   Tome. ¡Quémese afuera! A vagar por el universo. ¡Largo!
Los pasos escarlata dieron la vuelta y se introdujeron en las profundidades.
Todo esto lo contó la mismísima Manonga, cuando Juan Cuco la convocó una noche oscura. Hubieran visto ustedes, cómo se movía el vaso sobre una mesa negra, alocadamente, de una letra a otra, para trasmitir el mensaje.  Al final a Juan Cuco tuvimos que auxiliarlo. Quedó exhausto. Hasta le dimos respiración artificial.

VI

Venancio Quispe,  caminando entre el follaje y la penumbra vesperal,  tarareaba una canción popular.  La tarde se iba, como todas las tardes. Al igual que nosotros, él ignoraba adónde  se  iban los días a la hora del crepúsculo. Pero de lo que sí tenía certidumbre es que las tardes se llevan los colores y traen la negrura.
-  Me  voy  pal… Tra… la… la – Se le entreveró la letra de la canción en el cerebro y la olvidó por completo. Con el olvido, irrumpió el miedo súbito, paralizante.
Se acercaba a Mansión Luna,  aquel paraje extraño por donde el tiempo ha pasado sin dejar huella y el paisaje ha ido perdiendo sus elementos naturales, haciéndolo cada vez más desolador.
Mansión Luna,  en ese tiempo,  se llamaba aún, Callejón de la Chivillona; después de lo acontecido y de las sucesivas apariciones fantasmales, dejó de llamarse así y la gente de Tallamana, con respeto ahora le llama Mansión Luna.
Por ese Callejón,  venía Venancio Quispe,  aquella tarde que se ahogaba en el crepúsculo;  el miedo ya se le había metido en las venas.  De improviso sintió como si de los platanales, que había adelante, alguien le observara. Se detuvo,  por miedo, por precaución,  pero se detuvo. De pronto percibió un ruido. Era como si estuvieran caminando sobre hojas secas;  como si apartaran las colgantes y largas hojas de plátanos. Sintió ¡puaj! que algo se descolgaba. Levantó la mirada y pudo ver a Manonga,  colgada de un brazo; con un atado de leña bajo el otro, sonriente,  como diciendo: Venancio, hiciste fiesta el día de mi muerte, pues ahora vas a bailar conmigo. ¡Ven baila!  La voz resonaba en la conciencia de Venancio.
La aparición empezó a danzar ante los ojos aterrados de Venancio,  que no podía articular palabra.
-   ¡Baila!- le decía. Y ahora Venancio escuchaba con claridad el mandato.
-   ¡Baila! Le decía,  reía,  carcajeaba, al mismo tiempo que empezaba a desvestirse,  hasta quedar desnuda.  Luego sus fláccidas carnes fueron desprendiéndose y quedó totalmente en huesos.
-   ¡Baila! Y ahora era el esqueleto que danzaba, ordenando.
Venancio huyó por los caminos del miedo, hasta llegar al mundo del silencio y la desesperación.
  

      






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(1) Manonga arrojada del infierno,  es un cuento de José Vásquez Peña, incluido en el libro La Soledad del Viejo Huarango.  Duna Encantada  Ediciones.  Lima, 1988.           


sábado, 15 de abril de 2017

EL TORITO DE PIEL BRILLANTE

El Torito de piel Brillante



Éste era un matrimonio joven. Vivían en una comunidad. El hombre tenía una vaquita, una sola vaquita. La alimentaban dándole toda clase de comidas, gachas de harina o restos de jora. La criaban en la puerta de la cocina. Nunca la llevaron fuera de casa y no se cruzó con macho alguno. Sin embargo, de repente apareció preñada. Y parió un becerrito color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente. El becerrito aprendió a seguir a su dueño, como un perro iba tras él por todas partes. Y ninguno solía caminar solo, ambos estaban juntos siempre. El becerro olvidaba a su madre; solo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de casa el becerro lo seguía.

 Cierto día el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompañó. El hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago, hizo su carga, se la echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo la totora que crecía en la playa. Cuando estaba arrancando la totora, salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado; era el Demonio que tomaba esta figura. Entre ambos concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro:
 – Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré al fondo del lago.
 – Hoy no – contestó el torito – . Espera que pida licencia a mi dueño; que me despida de él. Mañana lucharemos. Vendré al mediodía.  
– Bien dijo el toro viejo –. Si no te encuentro a esa hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño. 
– Esta bien. A la salida del sol apareceré por estos montes – contestó el torito– 
Así fue como se concertó la apuesta, solemnemente. Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le preguntó:
 – ¿Dónde esta nuestro becerrito? Sólo entonces el dueño se dio cuenta de que el torito no había vuelto con él. Y dijo:
 –¿Donde estará?
 Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña. Venía mugiendo de instante en instante.
 –¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tu dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste regresar inmediatamente – le dijo el hombre muy enojado. El torio contestó: 
– ¡Ay! ¿Por qué me llevaste, dueño mío? ¡No sé que ha de sucederme! 
–¿Qué es lo que ha ocurrido?¿Qué puede sucederte?–, preguntó el hombre.
 – Hasta hoy nomás hemos caminado juntos, dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar.
 –¿Por qué? ¿Por qué causa? – volvió a preguntarle.
– Me he encontrado con el poderoso, con mi gran señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar sus fuerzas. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago – dijo el torito. Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando legaron a la casa, lloraron ambos el hombre y la mujer.
 –¡Ay, mi torito! ¡Ay, mi criatura!, ¿Con qué vida, con qué alma nos has a dejar?
 Y de tanto llorar se quedaron dormidos. Y así, muy al amanecer aún quedaban sombras, muchas sombras, cuando aún no había luz de aurora, se levantó el torito y se dirigió a la puerta de la casa de sus dueños y les hablo así: 
– Ya me voy, quédense, pues, juntos. – ¡No, no! ¡ No te vallas – le contestaron llorando – aunque venga tu señor, tu encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.
 –No podréis– contestó el torito. 

El dueño subió al cerro y llegó a la cumbre. allí se tendió; oculto en la paja miró al lago. El torito llegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente; escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato, mugiendo y aventando tierra; solo, muy blanco, en la gran playa. Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo un toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha. Era el medio día y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya hacia el agua, el torito luchaba; su cuerno blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco, hacia el agua. Y, al fin le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojó al fondo, entonces el toro negro, el Poderoso, dio un salto y se hundió tras su adversario. 
Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la montaña; entró en su casa y cayó desvanecido. La mujer lloraba sin consuelo. Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerrito blanco, con grandes cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que pariera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los dueños pasaron el resto de vida en la tristeza y el llanto. 

Recopilación: Padre JORGE LIRA Dpto. Cusco, provincia de Canchis, Distrito de Maranganí

lunes, 20 de febrero de 2017

EL CANTO ETERNO DEL CURACA



I

Astillando los tenues pliegues
de la piel desmesurada del tiempo
El Curaca de la eternidad
desde la torre de sus años derruidos
le canta a su tierra
                             Ica
Todo en ti huele a origen
a misterio e inasible destino
danzando
sobre la cresta de la fabulación
danzando
                           Prisionero
entre las invisibles paredes
de los predios portentosos
del tiempo sin tiempo
                            Ica
Tu olor a eternidad se descubre
en la vaina del huarango
donde yo
                         Aranvilca
                                    su nieto
alojé mi inmortalidad
festejando
la siembra de la semilla del hombre
fermentando
la rebeldía de nuestra raza yunga
indeleble
                        impresa
en el lienzo ancestral de tu imagen

II
                           Ica
Se percibe tu fragancia eternal
en los senos de tus dunas voluptuosas
en los infinitos granos de arena
que encierran el vigor
el tezón
                         y la insurgencia de tu gente
¡Oh! Legendaria tierra libertaria!
El signo de lo perpetuo se avista
ardiendo
                   ardiendo
sobre las montañas verdes
traídas en carabelas tiranas
por los centauros del fin del mundo
                   montañas verdes
que durante las alegres tardes del estío
y la vendimia
con sus muchos ojos violáceos
aprendieron a violar la historia oficial

convirtiendo
los amargos racimos de opresión
en polen germinador de libertad
firmando así la sentencia del invasor

III



Tierra de gigantes
  Encarnación violenta de tus hombres
que se nutrieron de fábulas
y cazaron leyendas en el tiempo
Eres quizá el origen de los orígenes
me lo contó el viento áfono de la mañana
que recorre los diversos itinerarios del horizonte
Por él
sé por ejemplo
que tus manos de sutil orfebre
    tejiendo tu voz perenne
con hilachas de vida temporal
    buscando la imagen gráfica de la luz
detuviste la esencialidad de lo eterno
en prodigiosos mantos multicolores


Me contó
Que capturaste los fantásticos colores del arco iris
en la entraña geometría de la arcilla milenaria
que dirá tu historia en todos los tiempos

Que atesoraste celosamente
nuestro pasado fabuloso
en el inmemorial aviso de tus huacas y tus peñas

Que paralizaste el arisco tiempo
mecido por el viento
en complicados tatuajes impregnados
en el vientre de la piedra y la madera tallada

IV



Tierra encantada

Sorprendiste/sorprendes
con tus portentos
Al barbudo tiempo que pretende inútilmente
alcanzar tu dimensión intemporal
Al ancho espacio del universo
que pugna por atraparse en tus linderos
para participar de tus glorias

                     Tierra mía

Has visto/ves
Al hombre temporal finito en años
oteando desde la mirilla del tiempo
tratando de explicarse alelado
cómo nacieron tus maravillas
cómo surgió de pronto de la aridez del desierto
productos de genios
                        un canal que lleva agua
corriendo limpiamente  hacía la hermosura


V



Ica milenaria
Avizoras al hombre actual
Contemplando absorto
a la sirena de oro a medianoche
navegando sobre la blonda cabellera
de aquella que antes fue mujer
y ahora es laguna

Avistas al hombre actual
Admirando atónito
a la niña de ojos Jacarandá
que aparece con la levedad de sus pies
surcando las aguas de la desaparecida Saraja


VI


Ica eterna
     Acechas al pasmado cazador furtivo
que dispara su cálido aliento
para matar a los encantados patos de Orovilca
esfumada laguna
viéndolo recoger solo espejismos
                 entre dunas y palmeras

Tierra excelsa

Seguirás viendo al contemporáneo
transitar maravillado
por las bifurcadas sendas de la misteriosa Cachiche
desentrañando por sus caminos terrosos
entre sortilegios y pócimas hechizantes
el secreto del tiempo el amor y la muerte


VII

En un futuro de milenios inacabables
Verás al hombre paseando
por los caminos de los dioses
que dejaron sus señas entre el colibrí
y la araña y otras figuras de las enigmáticas pampas
de Nasca que parecieran existir y no existir

Contemplarás desde tu arcano
Territorio de vestigios
Al hombre/al poeta
                Jineteando
las entrañas dulces
                de aquella invisible hada creadora
cuya existencia negada por los necios
¡Necios!
¡Repítanme que ella no existe!

Yo si creo en ella y le rindo pleitesía
porque la conozco íntegra
La he visto emerger de la intensidad de la noche
y de la secuencia interminable del día
hecho luz/sol

Hada misteriosa surgida sonriente
desde su atalaya de papel
para colorear la amplitud de tu paisaje
¡tierra asombrosa!
Para hurgar la penumbra del tiempo
y hacer  que vivas por siempre
¡tierra de encantamiento
                         y libertad.

                                José Vásquez Peña

(Ica - Perú  1946)



Abogado, Profesor de Filosofía, Docente de la Universidad “Alas Peruanas”; laureado narrador, poeta y crítico literario de prominente presencia en la literatura iqueña de los últimos tiempos. Ganador de varios premios, entre ellos los que destacan: Semifinalista en la XI Bienal de Cuento “Premio Copé 2000”, con el cuento El hombre que se entretenía capturando el tiempo; Primer premio (Poesía) en el concurso “Centenario César Vallejo” 1992, organizado por la Municipalidad de Ica, con el poema El canto eterno del Curaca; Tercer Premio en el Concurso Nacional de Poesía Infantil y Juvenil, organizado por la APLIJ, el año 1991 con el libro de poemas: El increíble viaje al país de Duna Encantada; Tercer premio (narrativa) 1990 en los juegos florales INC-CONCYTEC, Trujillo, con el cuento Danza de los párpados en la oscuridad; Primer Premio (narativa) en los I Juegos Florales Municipales 1987, con el libro de cuentos Viaje hacia la Realidad; Primer Premio (narrativa) en el Concurso Nacional de la Vendimia 1986, con el cuento El parral de las ánimas; Triunfador de los Juegos Florales Universitarios de la Universidad Nacional “San Luis Gonzaga” (narrativa) durante los años; 1984 (Segundo Premio) y 1985 (Primer premio), con los cuentos: El muerto del mango Rosado y Cuando llora la tierra respectivamente.
                          Su labor en el plano de promoción cultural ha sido fructífera. Mencionase entre sus logros los siguientes: Co-Director de la Revista Cultural Fragua; fundador del Taller de Creación Literaria Voz y Tiempo y Co-Director de la Revista del mismo nombre. Actualmente dirige la Revista Cultural Duna Encantada; paralelamente ha intervenido como Jurado en sendos concursos literarios a nivel regional y  nacional.
                          En otra faceta de la difícil tarea de promover cultura, ha participado como Presidente o miembro de Comisión, en la organización de varios eventos literarios trascendentes realizados en Ica, tales como: Encuentros Regionales de Escritores (ARPE Y ANEA) con frecuencia anual; dos Encuentros (IV y XVIII) Nacionales de Literatura Infantil y Juvenil (APLIJ) en los años: 1985 y 1999; el VII Encuentro de Educación por el Arte (SOPERARTE, 1991); y el II Encuentro Internacional y VII nacional de la CADELPO, en 1995, en razón de ello fue designado representante de la Casa del Poeta del Perú para la Región Libertadores Wari. Ha publicado: La soledad del Viejo Huarango(1988); antología de la poesía Infantil Peruana del Siglo XX (1999) (Co-Autor); Valdelomar para niños y jóvenes(2000)(Co-Autor); y el Increíble Viaje al País de Duna Encantada (2002).

                          Es miembro del Consejo Nacional de Cultura y Presidente de la Asociación Peruana de Educación por el Arte – Filial Ica.






viernes, 3 de febrero de 2017

Danza de los Párpados en la oscuridad

Danza de los Párpados en la oscuridad


José Vásquez Peña

L
as mariposas rojas del sueño revoloteando sobre sus ideas, en aspas, eses, círculos. Sueño. Nebuloso panorama. Su mano aplastando el séptimo bostezo del amanecer. La perplejidad trepándose a su rostro. Hiedra blanca. Sueño. Toda ella asombro, asombro, luego que se desperezó y  me vio fatigado, con los ojos abiertos, muy abiertos. Su sueño se metió en mi sueño y las mariposas fueron entonces blancas nubes de algodón y espuma en el blanquecino cielo de mi ¿pensamiento? dormido. Más allá del asombro brotaron las palabras y dijo, ajá,  qué milagro tus ojos acostumbrados a mirar el mundo a media mañana ahora compiten con los ojos de los pájaros. Solamente falta que chauches como chaucato. Mujer, respondí, anoche he sentido que un minúsculo monstruo sigilosamente se introdujo en mis huesos y después perdióse en ese laberinto óseo. Cada vez que yo hacía amagos para conciliar el sueño, el endemoniado tronaba mis huesos, mis articulaciones, despertándome. Así me mantuvo en vigilia todo el tiempo. Entonces pensé, lo que me sucede no puede ser verdad. Esto definitivamente es una terrible pesadilla, tengo que buscar la manera de salir de ella, José Vega Veguita, en mejores épocas,  me había recomendado,  muérdete fuerte la punta de la lengua, es el mejor secreto para lanzar la pesadilla lejos del umbral de la conciencia. Hazlo y verás que pronto volando sobre el níveo lomo de Pegaso, regresarás desde la realidad onírica. Así lo hice, pero nada. No encontraba la puerta para salir del maldito sueño. Ese ni otros recursos dieron resultado y sólo cuando agoté mis esfuerzos, entendí lo incomprensible. Era realidad laberíntica y no transparente sueño. Lo que cuento empezó ¡vaya a saber cuándo! Desde ese perpetuo momento no he podido fugar de esa cárcel con barrotes de luz. ¿Habrá escape posible? Desesperación. Angustia. Tiempo que discurre. Nuevamente desesperación, hasta que ayer realicé un experimento seductor, decidí apretarme el cuello, fuerte, fuerte, para comprobar si por asfixia podía dormir y sobre todo para arrojar al diminuto engendro por la vértebra atlas, ahí lo sentí,  lo quise  expulsar antes que su voracidad corroyese mi cerebro. Evocación. Oigaoiga. Evocación. Despacio, colóquenlo en la cama. Visión borrosa, un mandil blanco con un estetoscopio, reluciente, mi nariz se refleja en el disquito en que termina la finísima manguera como trenza fina de mujer. Algo frío se posa en mi pecho desnudo, presiona, golpe de dedos, presiona, avanza sobre mi corazón, presiona. Una voz ¡ejem! Está bien. Otra vez el golpe de dedos. Lo siento ahora sobre mis pulmones, presiona, se retira. ¡Liberato!  ¡Liberatooo! Escucho, en este momento, voces lejanas, casi inaudibles.  Mi cuerpo sigue manteniéndose rígido, no obedece al mandato de mi cerebro. Oigo como si alguien con reiteración me llamara, despierta, despierta. ¡Despierta! Pero yo no estoy dormido. Hace mucho tiempo que no sé lo que es dormir. La gente no quiere comprender que permanezco ya por años insomne. Y cada amanecer, cuando salgo de casa, me preguntan ¿dormiste bien, Liberato Luces? Como siempre no he cerrado los ojos, respondo. Retrucan: Tu cara lo dice, has dormido bien… no lo niegues. Entonces para no contradecir, asiento. En verdad lo que ha sucedido es lo siguiente, en sus primeros tiempos, la obligada vigilia era extenuante, después mi organismo se adecuó a ese ritmo de vida y la falta de sueño, a partir de ese instante, ya no me afectó. Para que ello suceda corrió mucho tiempo. Corrieron y crecieron los rumores, también. Imagínense como sería de trágica la cosa que cuando los habitantes de la ciudad, una mañana,  supieron que yo había cumplido veinticuatro semanas sin dormir, empezaron a buscar culpables de mi desgracia. Circularon comentarios diversos: seguro que sus padres y antepasados tienen la culpa, a quien se le ocurre ponerse el apellido Luces,  habrá sido por pura ostentación, ahora, ya lo fregaron al pobre Liberato Luces. Luces, luces. Tal vez lo han embrujado, decían otros. Quizá se está preparando para la gran maratón del insomne, aducían los demás. Esos son decires de la gente. En suma, fueron pensamientos que a mí no me convencieron. Por eso sigo buscando explicación y tratando de vérmelas con Morfeo, obsesiva idea que me persigue, sin materializarse, desde la noche en que ese maldito fenómeno se metió en mis huesos y recorre todo mi cuerpo, despertándome abruptamente,  cada vez que estoy para dormirme.
 Luego de tiempo, cuando comprobé, con indescriptible desesperación, que mis ojos no se cerraban más,  me dio por pensar en cuanto hay de cierto en aquello de la adivinación. Esa madrugada de la definitiva constatación, antes que nada, evoque las premonitorias palabras de la hechicera Saturnina Cahua, que me anunció, llegará el momento en que mirarás el sol día y noche. Y esos tus ojos de azabache no podrán cerrarse por el resto de tu existencia. Consolidó su vaticinio con esta sentencia, no lo dudes, estoy viendo tu porvenir con los ojos del alma. Fue aquella vez en que, aturdido y preocupado, por no haber dormido diez días con sus noches, decidí viajar al misterioso caserío de  Cachiche a resolver mi problema. Y el viaje resultó otro sueño. Si, esa vez soñé olores. ¿Qué raro verdad? Primero un olor a palmeras, a dátiles.
 A la derecha, el camino, los coposos hurangos, las majestuosas dunas como telón de fondo del sugestivo paisaje, elementos que con extraño sortilegio me subyugaron, distrajeron mi mirada, mientras yo, percibiendo olor a tierra mojada mezclada con sudor, fui encontrando la casucha de la hechicera, ubicada casi en la falda de una vaporosa duna. Era tan real ese sueño que casi he llegado a la certeza de que estuve soñando despierto, mientras caminaba por esas mágicas tierras. Mirarás el sol día y noche, retumbaban en mis oídos esas palabras, ya de regreso, aproximándome a Ica-ciudad, casi cerca del Coliseo Cerrado. Allí fue que nació mi otra obsesión: ¿Cómo haré para morir?  ¿Moriré también con los ojos abiertos?  Pertinaces interrogantes que en esa ocasión, en primer lugar,  se me clavaron en las venas; luego, discurrieron por mi torrente sanguíneo y alimentaron la duda en mis neuronas cerebrales. Duda que hasta ahora no  despejo. Creo que sabré la verdad el día que sin cerrar mis ojos, dé el paso hacia lo desconocido. ¿Cuándo ocurrirá eso? Lo ignoro. Por lo pronto estoy desconcertado. Tanto, que no sé dónde me encuentro, ni qué me hacen. Si permanezco despierto hace mucho tiempo, cómo es que escucho, lejanamente, que hay un grupo de gente empeñada en hacerme despertar. Hasta suplican ¡Diosito lindo que despierte Liberato! Siento unos tubos delgados, largos, que entran por mi boca, pasan por mi esófago y depositan líquido en mi estómago. Me estoy ahogando. Advierto, ahora, que otros tubos ingresan por mi nariz y llevan aire a mis pulmones. ¿Por qué será? Claro, lo que sucede es que hasta el aire ha encarecido en este país de mierda y como medida de reajuste económico lo están suministrando  por gotas, gotas, gotas. Mi cuerpo se arquea, es una náusea gigante, quiere levitar, dejar la cama, pero logro domeñarlo como a potro salvaje, lentamente, hasta que vuelve a seguir el ritmo de mi respiración. La adivina me dijo… ¡Eso ya lo recordé, estoy volviéndome loco! Me relajo, trato de concentrar mi pensamiento.
 Encuéntrome en ese trance cuando aparece ante mí, tamaña boca, seguida de millones de niños, boca angustiada de niños pobres, pretendiendo engullir alimentos, los mismos que esquivos e irónicos se pierden en el espacio, elevándose más y más. Contrasta con esa enorme boca hambrienta, una boca pequeña, que haciendo un mohín de alegría, alegría de pocos niños, expresa satisfacción,  luego de comer ingentes cantidades de alimentos. ¿Sueño? ¿Realidad? El olor de una crema de apio llega a mí de improviso. Eso huele a dieta. Pero que me puede importar la comida si yo sigo insomne, preocupado, sin apetito. ¿Qué haré? ¡Mis ojos no se cerrarán más! No podré morir tranquilo. Dicen que cuando uno muere con los ojos abiertos es señal que se llevará a la otra vida a varios familiares  o allegados. No,  con esa difundida superstición, mi gente no me dejará morir. Y si acaso muriera, mujer, me apresuro a devolverte la eternidad que me prestaste con tu cariño.

-       _  Silencio… Ya despierta, pensé que no superaría el estado de coma – el médico con su impecable mandil blanco.Prosiguió
-              _  Aún  no  podrá tomar la instructiva al fallido suicida… Señor Juez… Sigue muy grave.
Los suaves colores de la sala de cuidados intensivos, se refugiaron en los tenues ojos de Liberato  Luces.  

                       
(José Vásquez Peña, Ica  1946 )




Un hermoso cuento iqueño (José Vásquez Peña)

La torre de los pájaros azules

El autor del cuento ( José Vásquez Peña)



A
quella tarde los pájaros azules revoloteaban en la parte superior de la vieja torre. Mirábamos sus finas acrobacias, oíamos sus dulces trinos, mientras por el lado oeste del lugar iba destejiéndose el día en hilachas rojiplomizas, encendiendo misteriosamente las dunas.

Soy Próspero Buenavista Ventura… Vengan… Voy a hablarles de este lugar,  de estos hechos;  pero desde el otro lado del tiempo. Después  que aconteció aquel suceso de los pájaros azules, pasó un largo lapso de frustración que me impedía reintegrarme otra vez a la vida común. Hasta que decidí hacerlo, pasara lo que pasara. Tanteé posibilidades diversas, hasta que encontré la forma más feliz y  eficaz para reinventarme. Hace mucho tiempo ya que llevo una nueva vida. Ahora, guiado cariñosamente por  mi lazarillo, Falkor, un pastor alemán, recorro varias veces al día, como en este momento,  la larga avenida Arenales, que ahora luce asfaltada  y con amplias veredas, según me cuentan,  y conforme lo compruebo diariamente con mi inseparable bastón, que escrupulosamente examina de manera previa mi camino. Antes, cuando la luz iluminaba mi existencia,  era diferente este sitio. Hasta  donde me permiten recordar mis vivencias, mi memoria y la memoria de mis buenos viejos esta no era una avenida, era un inmenso terral, atravesado por la línea férrea, flanqueado por algunas casas y con árboles sembrados o nacidos asimétricamente al centro. El tiempo, ese fuego que nos consume me ha convertido en otro ser, hace mucho que he renunciado a los territorios físicos; habito, ahora, en los predios del recuerdo y la imaginación. Habito con/en el recuerdo. Camino, caminando sueño el tiempo. Camino,  hablo y escucho las  voces del pasado, que ahora se las traslado a  ustedes,  para que ellas habiten  en sus mentes, por  siempre. Como   podrán  intuir   estoy   refiriéndome   a   otros   tiempos -remotos tiempos- en los cuales se tejieron leyendas  y extrañas historias, no sólo como ésta que es el centro de mi relato, sino otras, igual de oscuras, supuestamente acaecidas en esta zona de Duna Encantada, comprendida entre los ya desaparecidos burdeles de la antigua calle Chota, que yo llegué a conocer por fisgoneo, en mi infancia,  zarandeado por la voz y el ritmo de Bienvenido Granda,  y  las blancas paredes del cementerio de Saraja;  lugar surcado por la amplia  Avenida, ahora llamada  Arenales, que siempre ha estado revestida de misterio; tal vez  por la cercanía con el osario de la ciudad, una cuadra antes del cual estaba el huarango de los muertos;  o quizá  porque conserva  aún ese halo extraño de apariciones y fantasmas que datan desde la  Colonia, etapa que nos trajo tantos miedos y supersticiones. O, posiblemente, porque en la segunda cuadra de la avenida Arenales se hallaba la  misteriosa torre de los pájaros azules. Soy un viajero impenitente por estas veredas, en ellas -repito- me cruzo con el pasado, como ahora. Hola Próspero -escucho- Agudizo el oído. Luego de un breve recordar, identificando la voz, contesto, entusiasta: ¡Hola, Ramón! Es Ramón Rojas Díaz, antiguo vecino del lugar; moreno, de menuda complexión, envidiable vitalidad y persistente pasión por los libros. Lo conocí (lo vi)  cuarentón; ahora,  me cuentan que su  raleada y ensortijada cabellera,  muestra ya  el paso de los años; tanto que su cabeza termina, en la parte posterior, en una monacal calvicie.  Él  es uno de mis buenos viejos,  un cofre de recuerdos, el dato viviente.  De él aprendí parte de la historia de este lugar, cuando en cierta ocasión  me contó, seca la boca, enervado el rostro: en las soledosas noches escucho aún con claridad el tren saliendo de su estación central de la calle Lambayeque; oigo, cómo saluda con el vozarrón grave de su pitido; siento, con escalofríos, el  penetrante chirriar de sus rieles. De pronto, percibo también, cómo la voz del tren es apagada por el desesperado grito de Prudencio Chacaliaza, empleado ferroviario, brequero más exactamente, que por bajarse a recoger su gorra, cayó entre los rieles,  cuando el tren estaba en plena marcha,  y  terminó siendo triturado por los últimos  vagones. Yo soy un convencido de que el tren hacía, en ese entonces, su extraño recorrido llevándose el presente; a su regreso de Pisco, traía el futuro que rápidamente se esfumaba entre blancas nubes. Pero también -creo que antes de desaparecer del paisaje- el tren ha instalado el pasado en el imaginario popular; tanto así que  Chacaliaza se ha convertido en una de las ánimas  más veneradas por los iqueños. Su gruta, que durante años fue una modesta peaña de piedras, ubicada a la orilla de la acequia la mochica, en el mismo lugar del accidente; ahora, es una construcción de material noble, trasladada al costado de la cancha de básquet. Todos los días, la gruta luce iluminada por interminables velitas misioneras que alguna vez fueron prendidas para nunca apagarse, en el mundo de la fe del pueblo; es  el agradecimiento por los milagros que según afirma la gente de antaño, e incluso la de hoy, realizó/realiza Chacaliaza. Esas huellas instaladas en nuestras mentes  no sólo son mística, también son físicas, por ejemplo, hasta ahora, en la panamericana sur pasando Subtanjalla  hay un caserío que se llama el Cambio, en alusión a que allí se cruzaban los trenes y había doble vía para que uno cuadrara y el otro pasara.  En este  permanente peregrinaje por estas veredas, ocasionalmente me sumo en largos silencios, cuando mi estado de ánimo es deprimido; esporádicamente, converso con mi lazarillo, alegrándome con sus ocurrencias. Otras veces, como ahora  mismo, converso con el pasado a través de las voces que me saludan. Siento, ahora, que me toman por los hombros. Me  detienen cariñosamente,  cerca al  huarango  de los muertos, según me explica mi interlocutor. Es el chino Martín Wong Vicuña, otrora destacado arquero del Octavio Espinoza, que vive en el colindante barrio del Tamarindo. Me cuenta con su lengua enredada: yo he vivido tiempos en que se respetaba, hasta el miedo irracional, a los difuntos. A cuántos familiares y amigos he acompañado por esta ruta que lleva al más allá; antes hacíamos una pascana  en el huarango de los muertos, que hasta ahora, como puedes sentirlo por esta sombra que nos cobija, existe a la entrada de la moderna urbanización Santa María que está construida sobre una leyenda, la antigua laguna de Saraja. Cuenta por ahí que de tiempo en tiempo aparecen perdidos,  en sus amplias calles, la niña de los ojos jacarandá y los patitos encantados buscando su laguna. ¿Cómo puede ser eso? ¿No lo  sé? El chino enfatiza su asombro con una ligera elevación de su  tono de voz, para seguir relatando: En este huarango, descansábamos para tomar fuerza y cargar el cajón en su último tramo, pero sobre todo para elevar nuestras oraciones por su alma  y  discursear. Allí demorábamos, a veces horas, para decir las bondades del difunto. Ustedes saben, no hay muerto malo, el asunto era exagerar para que el muertito se vaya alegre, contento. Y su imagen, en este mundo quede revalorada. Hay más: no lo hacíamos por hipocresía como ahora, era por complacer al fallecido. Luego apresurábamos el paso para que la noche no nos ganara antes de llegar al cementerio. El pasado salía de su mente con tal convicción que me hacía vivir en una realidad recontada, diferente.  En el cementerio, evitábamos acercarnos al panteón de los suicidas, que estaba al lado izquierdo de la mirada del ángel (el del obelisco que está a la entrada). Allí estaban enterrados los chinos (los asiáticos netos)  y otros que en épocas anteriores optaban por el suicidio ante cualquier fracaso; a ellos los excomulgaba la iglesia y los enterraban en un pabellón separado. Estaba prohibido visitarlos pero nosotros trepando paredes cuántas veces fuimos a contemplar las lápidas tristes  -con su habitual elocuencia continúa-   Si se hacía de noche, luego de dejar el cadáver en su nicho, a  nuestro  regreso, veníamos en  grupos mínimo de cinco, silbando para darnos valor escamoteándole  el cuerpo al miedo, sacándole la vuelta a las ánimas rezongonas.  No parábamos hasta la iluminada esquina de la Calle Pacasmayo, que ya contaba  con luz en las noches  por encontrarse a dos cuadras de la Planta Eléctrica, que a la sazón era la novedad del adelanto científico.  En esta esquina -me recontó- hasta hace poco se levantaba el Palomar, sobre el cual se tejieron tantas cosas extrañas, como aquella que sostiene que allí se cometió un crimen pasional, escuchándose en noches de luna llena gritos desgarradores. Lo real es que esa edificación nunca se terminó. En eso radicaba su lado insólito. Lo cierto es que sus propietarios: la familia Díaz, poderosos empresarios madereros de la primera mitad del siglo veinte, decidieron construir allí el edificio más grande jamás construido en Duna Encantada; sin embargo por haberse regresado, de improviso a la Selva, nunca lo concluyeron. Este edificio que terminó destartalado, en uno de sus extremos, el que daba a la calle Pacasmayo, tenía una torre de tres pisos. Primero la gente la llamó el palomar porque gran cantidad de palomas habitaban en su interior. Sin embargo posteriormente, por consenso horizontal, la  llamamos la torre de los pájaros azules porque en cierta época las aves se introducían al  torreón y salían pintadas de azul. La gente tejió una serie de versiones fantasmagóricas, hasta que cierta vez, con otros jóvenes, subimos a la torre y salimos azules. En el  último piso encontramos el depósito de pinturas que no llegaron a utilizar en la inconclusa construcción. Las bolsas de pintura azul, con el correr del tiempo se habían roto. ¿Para que te recuento esta historia?  ¡Esto lo sabes tú mejor que yo, Próspero, pues fuiste parte de esta anécdota!  La memoria me falla a veces. La edad… la edad.  Fue entonces que el recuerdo me invadió, volví a ver que los pájaros azules revoloteaban en la parte superior  de la vieja torre, se introducían en picada al interior y salían más azules aún. Me vi muy joven, imberbe,  asombrado al presenciar tal fenómeno. Me acuerdo que aquel día  acuciados por   el temor, por  la curiosidad, por la valentía, qué sé yo, resolvimos desentrañar ese misterio. Conjuntamente con un grupo de amigos, dentro del cual estaban Martín, empezamos a subir la torre, por sus viejas escaleras. Al  llegar al tercer piso una bandada de palomas aleteó fuertemente para volar y terminamos todos de color azul. Fue en ese momento que desesperadamente me refregué los ojos, les había caído pintura. Me acerqué a la ventana, casi a ciegas, tropecé con una madera y caí al vació. Y allá abajo, al rebotar en el piso, empecé a ver el mundo primero azul… azul…  azul la torre envuelta en nubes plomizas y los pájaros azules más quietos que nunca, en lo alto;  luego morado… morado;  finalmente negro… negro. Desde ese instante vivo ocupado con mi infierno personal.

Me despedí de Martín, cuando Falkor, mi lazarillo, avisaba nuestra llegada con sonoros ladridos y para mayor eficacia con sus patas delanteras tocaba la puerta de mi casa, en el pasaje Díaz.  


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