jueves, 25 de junio de 2020

WARMA KUYAY, cuento de José María Arguedas

WARMA KUYAY




     Noche de luna en la quebrada de Viseca.
Pobre palomita, por donde has venido, buscando la arena, por Dios, por los suelos.
     -¡Justina! ¡Ay, Justina!
     En un terso lago canta la gaviota, memorias me deja de gratos recuerdos.
     -¡Justinay,  te pareces a las torcazas de Sauciyok’!
     -¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
     -¿Y el kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
     -¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
     La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeantes como dos luceros.
     -¡Ay Justinacha!
     -¡Zonzo, niño zonzo! –habló Gregoria, la cocinera.
     Caledonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa, gritaron a carcajadas.
     -¡Niño zonzo!
     Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
     Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas de Chawala. Los eucaliptos de la  huerta sonaban  con ruido largo e intenso: sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del “Chawala”: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo  por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches  claras conversaban siempre dando la espalda al cerro.
     -¡Si te cayeras de pecho, tayta “Chawala”, nos moriríamos todos!
     Al medio del Witron  Justina empezó otro canto:

                    Flor de mayo, flor de mayo,
                    flor de mayo, primavera,
                    por qué no te libertaste
                    de esa tu falsa prisionera.

     Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.

     -Ese puntito negro que está al medio es Justina, y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?

     Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimo, gritando como porto enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del Witron.
     -¿Largo! ¡A dormir!
     Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
     -¡A ese le quiere!
     Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda y don Froylán entró al patio tras de ellos.
     -¡Niño Ernesto! –llamó el Kutu.
     Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
     -Vamos, niño.
     Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del Witrón; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas, enmohecidas, que fueron de las minas  del padre de don Froylán.
     Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
     La hacienda era de don Froylán y de mi tío; y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
     Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera, entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para dormir alumbrados  por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
     -¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
     -¡Don Froylán le ha abusado, niño Ernesto!
     -¡Mentira, Kutu, mentira!
     -¡Ayer no más le ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!
     -¡Mentira, Kutullay,  mentira!
     Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa quebrada oscura.
     -¡Déjame,  niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas “abogau”, vas a fregar a don Froylán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
-¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres muchacho todavía; tienes miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al “Chawala” que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
-¡Kutu, cuando sea grande voy a matar a don Froylán!
-¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí, mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como maullido del león  que entraba hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al puma ladrón.
-Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vemos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
-¿Y por qué no matas a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu desde el frente del río, como si fuera puma ladrón.
-¡Sus hijitos, niño!  ¡Son nueve! Pero cuando seas abogau ya estarán grandes.
-¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo como mujer!
-No sabes nada niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los quieres.
-¡Don Froylán! ¡Es malo! ¡Los que tienen hacienda son malos hacen llorar a los indios como tú; se llevan las  vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral! ¡Kutu, don Froylán es peor que toro bravo! ¡Mátale, no más, Kutucha, aunque sea con galga, en el barranco de Capitana.
-¡Endio no puedes niño! ¡Endio no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquillas de los potros cholos cuando encontraba a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Lo miré de cerca; su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por la coca. ¡A este le quiere! Y ella era bonita, su cara rosada siempre estaba limpia, sus ojos negros quemaban, no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado.
-¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
-¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente; estaba húmeda de sudor.
-¡Verdad! Así quieren los mistis.
-Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
-¡Cómo no,  niño, para ti voy a dejar, para ti solito. Mira en Weyrala se está apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo; el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con voz áspera.
Yo despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
     -¡Indio, muérete mejor. O lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a perro!
     Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al Witron, a los alfalfares, a la huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán, al principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral; escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía las manos, empuñaba duro el zurriago, y rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban, y el indio seguía encorvado, feroz. Y yo me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
     -¡De don Froylán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
     Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi corazón.
     Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma, y lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama, descalzo, corrí hasta la puerta; despacito abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba “Zarinacha”, la víctima de esa noche, echadita sobre la bosta seca con el hocico en el suelo ; parecía desmayada; me abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros y grandes.
     -¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
-Ese perdido ha sido, hermanita, yo no. ¡Ese Kutu, canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
-¡Yo te quiero, ninacha; yo te quiero! Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre, los campos verdes llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito a buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarme contra ellos.
-Kutu vete de aquí . En Viseca ya no sirves. Los comuneros se ríen porque eres maula.
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
-¡Asesino también eres, Kutu! ¡Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
-¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido un hijo. Kutu tenía sangre de mujer; le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior, mezclándose con las comunidades de Sondando; Chacrilla … ¡Eres cobarde!
Yo sólo me quedé junto a don Froylán , pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas  y de las tuyas , yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo, en esa misma quebrada que fue mi nido; contemplando sus ojos negros oyendo su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un Warma kuyay y yo creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los carnavales.
Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con  música y harawi, vivía alegre en esa quebrada verde y llena de calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi querencia para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no comprendo.
El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento, en un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor amansador de potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí vivo amargado y pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños.

                                                            (José María Arguedas) 

lunes, 8 de junio de 2020

¿DESDE CUÁNDO? del libro 15 de abril de César Panduro.

¿DESDE CUÁNDO?

César Panduro Astorga.

La noche abre su vientre. Un hombre camina bajo la luna que se quiebra en los techos. Carga tras de sí tanto odio, tanto dolor, tantas muertes que sus manos provocaron. Camina, la luz de los postes parpadean su cuerpo. Un perro atraviesa la pista. Silencio. Silencio. La calle es un cuerpo largo, ripioso, jaspeada de grafitis sus paredes. De pronto recuerda. La misma esquina. Tiene quince años. Va a cometer su primer asesinato. Su víctima, después del trabajo ha tomado ese atajo –pudo haber ido por el otro-
Para volver a casa. Su mujer ha dejado la cena en el comedor. A lo lejos divisa un adolescente ido, podría decirse medio loco que arroja piedras a la pista. Él, por precaución cruza la acera. Las botas le revientan los pies. Mueve las manos para darse seguridad –en realidad tiene miedo- sus ojos miran hacia el frente. El jovencito que hería la pista con piedras se abalanza contra él…-El policía Damíán Alberto Díaz Aparcana, fue muerto la madrugada de ayer en circunstancias aún no esclarecidas. Testigos aseguran que la víctima se desplazaba a pie y que fue interceptado por una pandilla de delincuentes al final de la calle Callao. El crimen ha estremecido la apacible ciudad de Ica por el ensañamiento con que fue degollado el oficial. La población espera se halle a los culpables y que su castigo sea ejemplar…- El recuerdo se apaga. Fue su primer muerto. Luego vinieron más. Sigue caminando. Ya pagó cárcel. Ya estuvo varios años arañando las rejas. No se siente libre, sin embargo, puede recorrer a pie los lugares donde hizo tanto daño. Cerca, en una patrulla dos policías discuten…

-¿Encontré en el celular de mi mujer mensajes entre tú y ella?- Dice un marido que se resiste a ser un cornudo.

-¿mensajes? Responde el otro mientras cautela la mano izquierda del marido de la mujer que ayer amó en ese hotelito barato camino a Parcona.

-¡No seas hipócrita huevón! ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo se ven ella y tú?

-¡Qué estás hablando! -responde agarrando su revólver-

- No seas sinvergüenza rufián de mierda. ¡Mira! – y las imágenes revelan cuerpos desnudos, hermosos. La bata le queda muy bien.

Hay tensión. Hay odio. La venganza se huele a leguas. Él solo quiere saber desde cuándo. -¿Desde cuándo te tiras a mi mujer?- La neblina pega su cuerpo al parabrisas de la patrulla. Comienza un forcejeo. Un disparo suena seco. Piel abierta. La sangre es un manantial sobre la silla delantera del auto. El sonido de la bala se ha callado sin eco, viajando como una flecha al olvido. El metal disparado se ha introducido en un corazón que por amor murió. La sangre sigue brotando, brillando con la luz de los postes que cae por la ventana delantera del auto. 

El otro-el marido engañado- con la respiración agitada…

¿Rosa desde cuándo? –No se da cuenta que la muerte está frente a él- ¿Desde cuándo qué? Cuelga. 

El retrovisor anuncia un auto. El sonido cansino del motor irrumpe la calma. El carro pasa. La muerte queda. Miles de cosas desfilan por su cabeza. Ir a su casa, matarla, matarse él. Acabar con esta vida miserable. Otros carros comienzan a transitar. La patrulla sigue quieta. La sangre ha endurecido su consistencia, el color negro está extendiéndose sobre el asiento. Enciende el auto. Siente miedo. No culpa. Mucho miedo. Pavor. Ha matado a un hombre –pero ya lo ha hecho antes-. Sigue dando vueltas. Las luces a los lejos se difuminan sobre los pasos de un individuo.

Logra darse cuenta que es el Yako. Miles de ideas en ese instante suceden en su mente. Detiene la camioneta. Otro disparo suena seco. Gélido…-La violencia no se detiene en nuestra ciudad. La madrugada de ayer un antiguo delincuente conocido como Yako fue asesinado por una patrulla de valientes policías que patrullaban una de las zonas más peligrosas de Ica. En el enfrentamiento uno de los policías perdió la vida por este desalmado sujeto que ya no molestará más a nuestros ciudadanos. Desde El Matutino expresamos nuestra solidaridad con la familia de este héroe-. La calle aparece vacía. Un nuevo rostro se pintará en un mural. Una pregunta ansía ser respondida:

               César Panduro Astorga ( Prolongación Tacna - Ica - 1980)

jueves, 4 de junio de 2020

EL CABALLERO CARMELO


ABRAHAM VALDELOMAR

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
–¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.
–¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:
–¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de piedra de Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:
–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…
–¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada…
–¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo
–¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
–¡Cocorocóooo!…
–¡Para papá! – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos capachos de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas…
Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral “el Pelado”, un pollo sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el Pelado”, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral, y lo otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
–Nos lo comeremos el domingo…
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al “Pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
–¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplasto a un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas, que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos.
El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo:
– No llores; no nos lo comeremos…

III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los toñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que al madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.
En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas...

IV

Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto. Dentro de un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?...
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.
–¡Qué crueldad! – dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:
–Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.

V

Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.
Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
– ¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo:
– ¡El Ajiseco y el Carmelo!
–¡Cien soles de apuesta!…
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todo los aires de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que tal cosa es cobardía–, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante…
–¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
–¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de Caucato. Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo, que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
–¡Viva el Carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía.

VI

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.
"EL CONDE DE LEMOS" 
Abraham Valdelomar (Ica). 
Cuento escrito en Roma

jueves, 23 de abril de 2020

PAPI ¿Qué es una gota?

César Panduro


Cuando Santiago preguntó a su padre qué cosa era una gota, lo primero que él hizo fue recordar cuando estaba en el vientre de su madre nadando en aguas divinas durante nueve meses, comiendo gotas de sus carnes para aferrarse a la vida; luego vio la acequia por donde su infancia corrió junto al agua color chocolate, las cañas y los barcos de papel que veía pasar en ella; entonces comprendió que esa pregunta no era fácil de responder, porque al final casi todo tenía forma de gota: la tierra, una nave especial donde viajaban animales, hombres, insectos, hormigas y elefantes, tenía la forma de una gota azul cayendo en el mar del universo; los planetas eran las gotas giratorias del gran río estelar; quería contarle que la luna parecía una gota de sol volando todas las noches; y el sol, un agujero por donde caían a cuentagotas los cabellos de Dios; que la cara de su abuela era una gota de ternura que todas las mañanas le preparaba el desayuno; y que las abejas eran gotas de miel volando sobre las margaritas del jardín.
La respuesta no era fácil para su padre; esos cinco segundos infinitos lo hicieron pensar en su infancia junto al río, en su madre capturando nubes para acomodarlas en la taza de manzanilla que él tomaba muy temprano cuando la luz del sol comenzaba a desmadejarse en segundos que se hacían minutos, y minutos que se hacían días, en los que el padre de Santiago entendió que todo estaba hecho de gotas o de átomos, de cosas pequeñas, invisibles, pero imprescindibles, de seres diminutos como las lombrices. No quiso decirle a su hijo que el mar era azul porque era la espalda del cielo, que la luz del día eran miles de partículas divinas que se tejían en medio del aire… Pero su hijo quería simplemente saber qué cosa era una gota y no toda esa fila de metáforas que solo vivían en la cabeza despistada de su padre.
A sus tres años quería saber si las gotas de agua eran del mismo material de esas pequeñas lagunas que aparecían durmiendo sobre las flores y las hojas al amanecer o esa agua que batía la tierra para que los cerditos se regocijaran en el barro o la lluvia que aprendió a juntar como regalos del viento, porque si el agua corría hacia el cielo o hacia el mar es por el viento, ese río invisible que peina a los árboles y hace caminar el agua. Cómo decirle a un cuerpecito de 62 centímetros de cariño que esa pregunta podía responderse de muchas formas, pero que ninguna le iba a satisfacer. No era un poeta que podía encontrar mil maneras a las cosas, era su padre, el ser humano que con su agua le dio existencia, un hombre simple que amaba sus dientecitos de pulpa de pacae, que se volvía un caballo de madera para que él cabalgara sus sueños, que se volvía un avión para llevarlo a donde él quisiera ir, incluso fuera de la cama donde cada noche se caía para no interrumpir sus sueños; sí, su padre era un silencio, unos cabellos azabaches, una nariz con 178 centímetros de altura y 92 kilos de puro amor para él, un animal raro que no podía decirle qué cosa era una gota de agua, simplemente una gota de agua.

Cómo puede un hombre complicarse ante la pregunta de un niño que ni siquiera articula bien las palabras, que tambalea sus pies de higo; qué responderle, usar el lenguaje frío de la ciencia, decirle que una gota de agua es simplemente el cuerpo más pequeño del H2O, es decir dos partículas de hidrógeno y una de oxígeno; que por condensación se queda aislada de las demás; que el H2O conoce todas las formas de la materia, que puede ser  gélida, que puede arder como un gran amor hasta evaporarse, desaparecer con el tiempo y, como todo gran amor, acabarse; querer intentar al menos ser una vez poeta; juntar hermosos versos para hacer un gran poema que hablara de la naturaleza como lo hizo el poeta Lucrecio; que pudiera explicarle con belleza y facilidad qué cosa era una gota de agua, contarle con ternura e inocencia que el mundo es una piedra azul que nada todo el tiempo en el pecho del sol, que todo el amor que siente por él es como esa gota que se suspende del caño, que no importa romperse si cae, con tal de caer en el corazón de su hijo que era el poro más fino de su piel trigueña, agriada por la vida y la tristeza; decirle que todos los mangos, los granos de uva, son gotas de azúcar; que los limones, toronjas, son gotas de mar que crecen en los árboles. Él tenía que saber que la semilla era agua que creció hasta convertirse en casa de madera para pájaros y alimento para el hombre. Santiago tenía que aprender que una manguera es una vía láctea en la que viven miles de mundos posibles, que las gotas de lluvia son alfileres que se vuelven maíces y que los ríos están hechos de eslabones del gran collar que forma la palabra agua, o que simplemente la sangre, su sangre, son miles de gotas color manzana que se reúnen en forma de flores para darle vida.  

Sin embargo, el padre de Santiago no encontraba las letras que formaran las palabras exactas, las que le esclarecieran a su hijo la duda acerca de qué cosa era una gota, quedar como un sabio ante él, que tuviera siempre la confianza de preguntarle desde las cosas más simples hasta la más terribles como por qué te fuiste, papá; pero no podía responder aun esa pregunta tan fácil que otro niño sin necesidad de pensar mucho hubiera podido absolver. Miró al cielo, una nube en forma de algodón cruzaba por el cielo, una nube que era una isla de sueño en medio del río del viento. Por qué no podía responder con su voz una pregunta que quizás el corazón hubiera respondido sin problemas. Quiso explicarle que las gotas que a veces se deslizaban por sus mejillas cuando iba a dejarlo al colegio o donde su mamá eran otra forma del agua, quizá sangre blanca, quizás un poco de mar que salía por los ojos o simplemente el agua más pura que hay. Quería decirle que toda su casa era una gota.

Vio en el rostro de su hijo una de las formas del agua, vio que sus ojitos tenían dos gotas negras que brillaban como los tumbos de las olas en luna llena, acarició su cabeza, estampó un beso en toda su frente, pequeñas gotas de saliva se quedaron en su piel y simplemente respondió: «no sé», mientras acomodaba la burbuja en la que vivían los dos.

César Panduro




lunes, 6 de abril de 2020

EL CORONAVIRUS ( coplas )


1
Fatal virus que nos toca
al mundo y los peruanos,
por eso lávate las manos
y ponte bien el Tapaboca.
2
Dicen que el virus es oriental,
que ha venido desde China...
De allí, donde gente "cochina",
come cualquier animal.
3
Se acabaron los abrazos,
los besos y el dar la mano;
es mejor estar bien sano
y no los pulmones pedazos.
4
Por todos lados impera
este Coronavirus del carajo.
Que no ataque a los de abajo
es lo que el pueblo espera.
5
De Tumbes a Tacna querida,
del mar a la Amazonía;
muchos perderán la vida
sino se cuidan noche y día.
6
Dónde están los milagreros,
esos que dicen curar los males.
Hacen falta en los hospitales
y no en los templos diezmeros.
7
Cuidemos todos la salud,
principalmente de los ancianos.
Está su vida en nuestras manos:
hagámolo por gratitud.
8
Estamos de este virus presos,
en cuerpo, alma y corazones
que ya no bastan las canciones,
las alabanzas ni los rezos.
9
A cuidar nuestras defensas
comiendo de lo más sano,
porque este virus tan tirano
causa fiebres muy intensas.
10
Ya no salgas a la calle,
salvo por lo necesario...
No sea que el virus te halle
y tu vida sea un calvario.
11
Pues déjate de suspiros
y sé de la vida consciente,
que sino el Coronavirus
te hará su pretendiente...
12
Es muy dura esta Pandemia,
está asolando en todos lados.
Nos halla muy mal parados:
la gran mayoría con anemia.
13
Estamos todos en Cuarentena
para ausentar este mal.
Pues el distanciamiento social
es beneficio y no condena.
14
Declaran toque de queda
sin distingo y sin edad,
pero faltan a la autoridad
y en casa nadie se queda.
15
Separados hombres y mujeres
no cambia en nada la situación.
Pues sin autocontrol y educación,
igual te contagias y te mueres.
16
Hace falta más conciencia
y tomar este virus en serio,
sino veamos la experiencia
de otros países en sahumerio.
17
Que dirá la Omnipotencia
ante este Coronavirus cruel,
que ahora hasta el mas fiel
se esperanza en la Ciencia.
18
Ojalá pronto los peruanos
con fortaleza y con unión,
con paciencia y reflexión,
la libremos... lo más sanos.
19
Hay tan pobres como yo,
ciudadanos en abandono.
Mas a muchos, ¡sí o no!,
no nos a llegado el Bono.
20
Qué bueno que en la tierra,
aún hayan países socialistas
que en vez de hacer guerra,
médicos tienen especialistas.
21
Ya se le acaba el jolgorio
a esa potencia mundial
que a creado este mal
en militares laboratorios.
Copyright© Krzyszto Dyosz Daddho dixit®
Natural de Santiago de Chuco – Perú.

miércoles, 1 de abril de 2020

En este poema César Vallejo vaticina el dolor del mundo actual


César Vallejo

Los nueve monstruos

I, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal

y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.
Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rousseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,
el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas
a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un grito.
El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente
a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar…
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más)
Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardio!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud; ¿qué hacer?
!Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.

César Vallejo

Entrada destacada

LA LAGUNA ENCANTADA

  Ya está establecido que todos los pueblos de la costa peruana son milenarios, aquí se establecieron los primeros peruanos, antes que Los I...