César Panduro |
Cuando Santiago preguntó a su padre qué cosa era una gota,
lo primero que él hizo fue recordar cuando estaba en el vientre de su madre
nadando en aguas divinas durante nueve meses, comiendo gotas de sus carnes para
aferrarse a la vida; luego vio la acequia por donde su infancia corrió junto al
agua color chocolate, las cañas y los barcos de papel que veía pasar en ella;
entonces comprendió que esa pregunta no era fácil de responder, porque al final
casi todo tenía forma de gota: la tierra, una nave especial donde viajaban
animales, hombres, insectos, hormigas y elefantes, tenía la forma de una gota
azul cayendo en el mar del universo; los planetas eran las gotas giratorias del
gran río estelar; quería contarle que la luna parecía una gota de sol volando
todas las noches; y el sol, un agujero por donde caían a cuentagotas los
cabellos de Dios; que la cara de su abuela era una gota de ternura que todas las
mañanas le preparaba el desayuno; y que las abejas eran gotas de miel volando
sobre las margaritas del jardín.
La respuesta no era fácil para su padre; esos
cinco segundos infinitos lo hicieron pensar en su infancia junto al río, en su
madre capturando nubes para acomodarlas en la taza de manzanilla que él tomaba
muy temprano cuando la luz del sol comenzaba a desmadejarse en segundos que se
hacían minutos, y minutos que se hacían días, en los que el padre de Santiago
entendió que todo estaba hecho de gotas o de átomos, de cosas pequeñas, invisibles,
pero imprescindibles, de seres diminutos como las lombrices. No quiso decirle a
su hijo que el mar era azul porque era la espalda del cielo, que la luz del día
eran miles de partículas divinas que se tejían en medio del aire… Pero su hijo
quería simplemente saber qué cosa era una gota y no toda esa fila de metáforas
que solo vivían en la cabeza despistada de su padre.
A sus tres años quería saber si las gotas de
agua eran del mismo material de esas pequeñas lagunas que aparecían durmiendo
sobre las flores y las hojas al amanecer o esa agua que batía la tierra para
que los cerditos se regocijaran en el barro o la lluvia que aprendió a juntar
como regalos del viento, porque si el agua corría hacia el cielo o hacia el mar
es por el viento, ese río invisible que peina a los árboles y hace caminar el
agua. Cómo decirle a un cuerpecito de 62 centímetros de cariño que esa pregunta
podía responderse de muchas formas, pero que ninguna le iba a satisfacer. No
era un poeta que podía encontrar mil maneras a las cosas, era su padre, el ser
humano que con su agua le dio existencia, un hombre simple que amaba sus
dientecitos de pulpa de pacae, que se volvía un caballo de madera para que él
cabalgara sus sueños, que se volvía un avión para llevarlo a donde él quisiera
ir, incluso fuera de la cama donde cada noche se caía para no interrumpir sus
sueños; sí, su padre era un silencio, unos cabellos azabaches, una nariz con
178 centímetros de altura y 92 kilos de puro amor para él, un animal raro que
no podía decirle qué cosa era una gota de agua, simplemente una gota de agua.
Cómo puede un hombre complicarse ante la
pregunta de un niño que ni siquiera articula bien las palabras, que tambalea
sus pies de higo; qué
responderle, usar el lenguaje frío de la ciencia, decirle que una gota de agua
es simplemente el cuerpo más pequeño del H2O, es decir dos partículas de hidrógeno y una
de oxígeno; que por condensación se queda aislada de las demás; que el H2O conoce todas las
formas de la materia, que puede ser
gélida, que puede arder como un gran amor hasta evaporarse, desaparecer
con el tiempo y, como todo gran amor, acabarse; querer intentar al menos ser
una vez poeta; juntar hermosos versos para hacer un gran poema que hablara de
la naturaleza como lo hizo el poeta Lucrecio; que pudiera explicarle con
belleza y facilidad qué cosa era una gota de agua, contarle con ternura e
inocencia que el mundo es una piedra azul que nada todo el tiempo en el pecho
del sol, que todo el amor que siente por él es como esa gota que se suspende
del caño, que no importa romperse si cae, con tal de caer en el corazón de su
hijo que era el poro más fino de su piel trigueña, agriada por la vida y la
tristeza; decirle que todos los mangos, los granos de uva, son gotas de azúcar;
que los limones, toronjas, son gotas de mar que crecen en los árboles. Él tenía
que saber que la semilla era agua que creció hasta convertirse en casa de
madera para pájaros y alimento para el hombre. Santiago tenía que aprender que
una manguera es una vía láctea en la que viven miles de mundos posibles, que
las gotas de lluvia son alfileres que se vuelven maíces y que los ríos están
hechos de eslabones del gran collar que forma la palabra agua, o que
simplemente la sangre, su sangre, son miles de gotas color manzana que se reúnen
en forma de flores para darle vida.
Sin embargo, el padre de Santiago no
encontraba las letras que formaran las palabras exactas, las que le
esclarecieran a su hijo la duda acerca de qué cosa era una gota, quedar como un
sabio ante él, que tuviera siempre la confianza de preguntarle desde las cosas
más simples hasta la más terribles como por qué te fuiste, papá; pero no podía
responder aun esa pregunta tan fácil que otro niño sin necesidad de pensar
mucho hubiera podido absolver. Miró al cielo, una nube en forma de algodón
cruzaba por el cielo, una nube que era una isla de sueño en medio del río del
viento. Por qué no podía responder con su voz una pregunta que quizás el
corazón hubiera respondido sin problemas. Quiso explicarle que las gotas que a
veces se deslizaban por sus mejillas cuando iba a dejarlo al colegio o donde su
mamá eran otra forma del agua, quizá sangre blanca, quizás un poco de mar que
salía por los ojos o simplemente el agua más pura que hay. Quería decirle que
toda su casa era una gota.
Vio en el rostro de su hijo una de las formas
del agua, vio que sus ojitos tenían dos gotas negras que brillaban como los
tumbos de las olas en luna llena, acarició su cabeza, estampó un beso en toda
su frente, pequeñas gotas de saliva se quedaron en su piel y simplemente respondió:
«no sé», mientras acomodaba la burbuja en la que vivían los dos.
César Panduro
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