Hildebrando
Pérez Huarancca: una mirada del campo ayacuchano
Escribe: Oscar Gilbonio
Nació en la comunidad de Espite,
Ayacucho, en 1946, y murió en los años 80, siendo presumiblemente militante del
PCP-SL. En marzo de 1980, poco antes del inicio de la insurgencia armada —el 17
de mayo—, Ediciones Narración[1] había publicado la ópera prima de
Pérez Huarancca[2]:
Los ilegítimos, una colección de doce
cuentos que mostraban la situación de la población y del campo ayacuchano,
protagonista y escenario principal de las primeras acciones subversivas
respectivamente.
Al personaje Amadeo Salas del cuento «Vísperas»[3] del narrador peruano Luis Nieto
Degregori, le sonaron desmesurados los
elogios que se vertían en el prefacio de la obra, y le pareció que la
consagración del autor —el protagonista Grimaldo Rojas, inspirado en Pérez
Huarancca— poco tenía que ver con la
literatura y era más bien una consecuencia indirecta de la leyenda que se
estaba tejiendo en torno al militante senderista. No pocos debieron haberlo
apreciado así, en un contexto de inevitable carga
pasional por lo que sucedía en el país, confrontando e implicando no solo a
dos bandos (la guerrilla y el Estado), sino a cada miembro de la sociedad en
diverso grado.
Sin embargo, décadas después, lo
suscrito por Roberto Reyes Tarazona en el memorable prólogo de Los ilegítimos se consolida con nuevos
aportes como los de Silvia M. Nagy (1992) y Mark Cox (2012), quienes coinciden
en situar la obra de Pérez Huarancca en la corriente neoindigenista —incluso
como transición entre el neoindigenismo y la narrativa andina o postarguediana,
con una influencia fundamental en ésta—, y destacan el feliz uso de las
innovaciones literarias contemporáneas en su propuesta artística[4].
Para Alexandra Hibbett: «Los ilegítimos protesta contra la nación
oligárquica, donde un pequeño grupo ejerce el poder en función de sus intereses
a expensas de una gran mayoría (…). Y propone además que la única manera de
salir del círculo vicioso de la violencia institucionalizada, que es inherente
a la sociedad vigente, es llevar a cabo un acto que rechace la fantasía de una
nación impuesta por individuos iguales» (2009). Pero opina que la lectura de los
cuentos no puede ser tan simple como para concluir que la única solución es la
lucha armada.
La denuncia social está presente en cada
cuento, no reducida al problema del indio como en el indigenismo ortodoxo, sino
a modo de un problema de raigambre nacional, donde las soluciones son
colectivas, esperanzadoras y brotan del discurso de los personajes.
En el primer cuento, La oración de la tarde, asistimos a un
incendio provocado en la tentativa de aniquilar un puma dañoso. El crítico
literario peruano Gustavo Faverón ha creído encontrar deliberadamente en él la
simbólica chispa que incendia la pradera de la revolución china de Mao[5]
(2007), o la justificación de una violencia de carácter desmedido: las llamas
arrasan un bosque y todos los animales se ven afectados, pagando justos por
pecadores.
Una obra, por naturaleza, admite
diversas interpretaciones —justas o forzadas—; por eso mi primer esfuerzo, precaviéndome
de la especulación, radicará en contextualizarla.
Ante todo, recordemos que en los años 70
—y vigorosamente desde los 60—, revolución y cambio social estaban a la orden
del día en el mundo; en Latinoamérica[6],
el ejemplo cubano fresco, y en nuestro país las diversas organizaciones de
izquierda debatían el carácter de la sociedad peruana, como teorización previa
y necesaria a sus propuestas programáticas, más aún si estas comprendían un
proyecto insurreccional[7].
Y como no podía ser de otro modo, se volvió la mirada a Mariátegui, el fundador
del Partido Socialista en 1928[8].
Inclusive la fracción del PCP-Bandera Roja (a mediados de los años 1960) que
tenía su epicentro en Ayacucho, enarboló «Por
el luminoso sendero de Mariátegui»[9],
retomando la propuesta política y social del Amauta, y como parte de ella, la vigencia de su caracterización: la
sociedad peruana sería entonces «semifeudal» y «semicolonial»[10]
y, en consecuencia, la revolución debería ser, en su primera etapa,
«democrática».
Habiendo transcurrido más de cuatro
décadas desde aquella teorización y, sobre todo, habiéndose producido vastas
tomas de tierras, grandes migraciones a las ciudades e implementado las
reformas de Velasco (1968-1975) que habían afectado a la oligarquía y los
terratenientes —y en consecuencia, al régimen de latifundio—, e impulsado
además una industrialización en el país; esta visión requería actualizarse.
En los cuentos de Hildebrando, en
efecto, el terrateniente ha desaparecido como personaje y las relaciones de
dominio vigentes son expuestas en el cuento Ya
nos iremos, señor, por el personaje Augusto Ayala, «un hombre que no
dependía de nadie y podía mandar a cualquiera a donde estaba su santa madre».
Carajo, estos mal paridos de
mierda joden a cualquiera cuando ven que uno no está con ellos, valiéndose de
su dinero. Son cuatro cojudos que pisotean a todo el pueblo; y cuando alguien
reclama se valen de sus padrastros los cachacos, para mandarlo a uno a la
chirona. Aquí todo queda en casa como dicen: ellos son las autoridades; sus
hijas las maestras; y el cura es también de la misma camada aunque no es del
lugar. En sus reuniones hasta hablan de progreso. Carajo, cuando solo a estos
mismos fulanos se les elimine desde la raíz de sus puterías llegará el progreso
a este lugar y no por obra de estos mismos cojudos.
Ayala concluye que la mejora de la
condición del poblador andino recae en sus propias manos y pasa por eliminar
las puterías de los mandones. En los
cuentos se confirma el uso del aparato estatal para ejercer el dominio: en Los hijos de Marcelino Medina se maquina
la muerte de este y el despojo de su terreno en nombre del bien público: la
construcción de una cárcel.
En Ya
nos iremos, señor, el juez, a modo de escarmiento, se ensaña con el cadáver
de Ayala, quien además había sufrido una carcelería por un falso testimonio. El
párroco se suma al juez en Pascual
Gutiérrez ha muerto para hostigar a los disidentes que intentan construir
un nuevo poblado, cuyos dirigentes son torturados en una dependencia
carcelaria, hasta provocarles la muerte. En La
leva, el gobernador aleja al pretendiente pobre de su hija mandándolo
reclutar[11].
Todas las víctimas representan algún tipo de peligro para el poder de los principales: son disconformes,
cuestionadores del orden, portavoces
del descontento, como se vierte en el tercer relato enumerado.
En la vida no solo se necesita
gentes que engendren, sino que tomen palabra por los demás. Gente limpia y con
carácter se necesita (...)
Nuestro deber no se acabará
mientras los adinerados sigan mandando.
Es un llamado a transformar la sociedad,
indicando el perfil del revolucionario y su deber. Coincide a plenitud con el
pensamiento predominante en la izquierda popular de entonces. Es el prototipo
del «hombre nuevo» que ha de construir una sociedad nueva, gente que conozca la
problemática y sea capaz de plantear soluciones, no gente ignorante o extraña[12].
Cuando acá los barramos, se
levantarán los adinerados del mundo entero para defenderlos. Entonces,
necesitamos mucha paciencia y bastante dinero...
Advierte la posible reacción cuando se
lleve a cabo dicha transformación, que no ha de ser sencilla ni en un período
corto y demandará recursos económicos. No se refiere a una insurrección breve,
sino a un proceso prolongado, acorde a las tesis maoístas. La propuesta se
inscribe en ellas.
Empero, los primeros desencuentros con
la línea del PCP-SL, los hallaremos en puntos claves de caracterización de la
sociedad peruana: la radiografía mostrada por Los ilegítimos desmiente el carácter semifeudal de la sociedad,
según propugnaba, entonces y hasta inicios del presente siglo, la organización
maoísta. Más bien, en otro sentido, la migración es constatada y dramatizada
desde el primer cuento.
La escasez que reina en este
pueblo, hace que los muchachos encaminen sus pies hacia otros lugares. Los
pedazos de tierra que debemos sembrar, no bien asome el aguacero, no alcanza ni
para la fuerza de los viejos que quedamos. Los jóvenes sobran en este pueblo
maldecido. Por eso se van a otros lugares a trabajar para gente que ni siquiera
conocen[13].
Confirma no solo la escasez de tierras
de cultivo, en zonas de la sierra peruana, sino que la gente debe migrar y
trabajar para otros.
Según datos del INEI[14],
en 1980, el Perú era un 65 % urbano y 35 % agrario, es decir, la realidad que
Mariátegui había calificado en los años 20 se había invertido. Lo que llama a
reflexión y abre un punto de divergencia es que en el discurso oficial del
PCP-SL[15]
se afirmara, a la sazón, que la población rural en el Perú bordeaba el 60 % y
que la reforma agraria de Velasco no había variado la situación del campo en lo
fundamental, sino más bien había generado nuevos propietarios: los
representantes del Estado en las recién implementadas formas de distribución y
producción de la tierra (SAIS, CAPS[16]),
cuando lo medular era investigar si se había expandido el salario —y por
consiguiente el capitalismo— en el campo o no[17].
Los datos indican que sí.
Y si continuamos el examen respecto al
tipo de relación de trabajo que se establece, Hildebrando nos dará más pistas
en La tierra que dejamos está muy abajo:
Estando en tierra extraña,
Florentino, no hay que perder la costumbre de estar agrupados (…) Juntarse con
los paisanos que trabajan en las minas o las fábricas enseña bastante. No
importa de dónde sean. Ellos son pobres como nosotros pero están bien enterados
de las cosas que suceden y saben de cómo hacerse respetar (…) Es igual con los
mandones en cualquier parte. Siempre están buscando cómo agarrarlo desprevenido
al pobre. Sin embargo, tiemblan viéndote en grupo.
Se trata, según la lectura, de un
trabajo asalariado, por tanto inmerso en una relación capitalista. Se refiere a
minas y fábricas, acorde al proceso de industrialización que el gobierno de
Velasco había impulsado, incluyendo nacionalizaciones en esos sectores. Propone
también una forma de respuesta colectiva —sindical— orientada por obreros.
Ellos son los más enterados y, como
es sabido en la ortodoxia marxista, el pilar de una revolución socialista.
Los campesinos pobres, teóricamente la
«fuerza principal» cuando se trata de una revolución democrática, «gentes que habían perdido su derecho a la
tierra en base a engaños, y finalmente obligados a depender sólo de sus fuerzas»,
van a ser protagonistas en Pascual
Gutiérrez ha muerto, pero incluso ellos no se resignan a su condición.
Solo quedaban dos extremos:
quedarse allí mismo y vivir como sirvientes o salir del lugar y ocupar la
tierra que aún les pertenecía legalmente.
No estamos, pues, ante los comuneros
despojados de El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, menos ante el campesino sumiso de El sueño del pongo, de
José María Arguedas, el cual imagina redimir su situación en la muerte. Estamos
ante uno que ha sido testigo de los cambios y el debate producidos durante
décadas respecto a su derecho sobre la tierra, y del reciente discurso
enaltecedor de la reforma agraria de Velasco. De ningún modo podía ser el mismo
campesinado que en su tiempo había entendido Mariátegui. Había que tomar su
pensamiento como guía, pero adaptarlo a la realidad vigente.
En el cuento Cuando eso dicen, el hijo de Herminia, la mujer discapacitada abusada
por los hombres, constata otra realidad:
Pero también hay personas que se
niegan a pagarnos luego de habernos hecho trabajar, diciendo que ella no sabe
arreglar o si no que yo soy muchacho mañoso.
Así, los rezagos semifeudales perduran
principalmente en las ideas y el trabajo servil se impone en situaciones de
abuso o ventaja. Hildebrando lo muestra de modo flagrante en Entonces abuelo aparecía: el «abuelo»
—quien no es ningún gran propietario porque cuenta con una chacra de cebada,
nada más— es en realidad el padre de una pareja de niños concebidos con la
cocinera. Tras echarla somete a los infantes a la servidumbre.
Maltratos como el de estos niños los
padecieron miles de mujeres que migraban a las ciudades en busca de trabajo y
terminaban como domésticas, siendo
una de las expresiones más evidentes de rezagos semifeudales prevalecientes en
la sociedad peruana.
En suma, el retrato socioeconómico que
pinta Los ilegítimos se aproxima al
de una sociedad capitalista dependiente con rezagos semifeudales, divergiendo
con la calificación impuesta en el PCP-SL. Así, podemos constatar que mientras
el escritor retrata lo que su vida y sus sentidos reconocen, la dirigencia del
PCP-SL, en su pretensión de retomar a
Mariátegui[18],
ha traído sus postulados a colación para calzar una situación similar a la
revolución china, pero parece soslayar aspectos fundamentales de la nueva y
específica realidad nacional.
Y reparemos que el libro estaba
culminado en 1975 cuando fue premiado. Por lo tanto, nos está reflejando, nada
más y nada menos, la realidad de la zona centro-sur de Ayacucho en la primera
mitad de los 70. La de los 80 no podía ser menos evolucionada.
Las
mujeres en Los ilegítimos
Cabe observar que los personajes que
cuestionan de modo activo las injusticias son todos varones. La madre es una
imagen presente y venerada en varios pasajes del libro, y aunque las mujeres
como protagonistas se encuentran todavía en situación rezagada, expresan un
espíritu de férrea resistencia.
Herminia, por testimonio del hijo,
parece ser una mujer invidente o con alguna otra discapacidad que le impide
desplazarse como el resto de la gente: Yo
la llevo de la mano, no porque ella no conozca la ciudad, sino porque ella
puede caerse. Y los hombres se aprovechan para someterla a la fuerza en el
cuarto de su propia casa: ella soporta las deshonestaciones
con el hijo pequeño llorando y en espera, sin tener ambos quien les defienda. A
la discapacidad de la madre y la debilidad del niño se suma el desamparo. El
hijo crece y hurga su origen.
Mi madre nunca me dice quién es
mi padre y cada vez que le pregunto me dice que no la fastidie. Por eso no sé
hijo de qué padre soy.
El niño, presumiblemente concebido en
una de las relaciones no consentidas, deviene —pese a todo— en amparo de la
madre. Su desarrollo y presencia va reduciendo las visitas de los hombres.
A veces cuando pienso en ella,
antes que me tuviera, me dan ganas de llorar. Cómo andaría por las calles
solita, sin nadie y así como es. Por eso tal vez –me digo– tuvo que tenerme
para ayudarla a vivir. Tampoco sé qué más me llamo después de Hermelindo. Yo no
conozco a mi padre ni mi madre lo conoce a él. Ni a sus propios padres conoce.
Yo solo conozco a ella y con eso voy ganándola. Ella se llama Herminia y cuando
le pregunto por sus padres me dice cómo iba a conocerlos así como es.
Pero aun siendo como es, esta madre tiene la capacidad de impedir una situación de
semiesclavitud para su hijo.
Hubo una vez un hombre que quería
comprarme y por poco la convence; pero ella, finalmente, se negó por completo
diciendo que yo su hijo estaría a su lado, si fuera posible, comiendo tierra o
un pedazo de su propia carne.
En Somos
de Chukara, Hildebrando denuncia
la religión como poder feudal conforme a la crítica del PCP-SL[19],
a la opresión patriarcal de la mujer ejercida por el Estado y las
instituciones, la familia y el marido; de modo que cuando se concibe un hijo
«ilegítimo», la mujer es, de hecho, considerada la única culpable. El párroco
emite su amenaza, juicio y castigo, valiéndose de la superstición e ignorancia
secular.
Las mujeres que dan hijos
naturales jamás verán el rostro del Señor. Por causa de ellas cae la granizada
al pueblo casi a diario. Los hijos ilegítimos, nacidos fuera de la ley de Dios,
están condenados a ser desgraciados en esta y en la otra vida. Para ellos no
habrá nada en esta tierra, y hasta la hora de sus muertes maldecirán a sus
madres por haberlos traído a este mundo.
Y a modo de degradación pública, el
párroco aprueba arrancar el escapulario de la Virgen del Carmen del cuello de
la acusada: Victoria Cáceres.
Por faltar a los sacramentos de
nuestra Madre Iglesia y para que las mujeres de este pueblo escarmienten
hacemos estas cosas.
Empero, algunas personas, por
conmiseración, solidaridad o afán de impedir las condenaciones, le regalarán
sus escapularios, reivindicándola.
Con un discurso conmovedor, Virginia se
va despidiendo del hermano, único protector y confidente, en Entonces abuelo aparecía.
Fuimos dos, Francisco. Tú fuiste
mi hermano mayor y mi padre. En cambio, de hoy en adelante, me quedaré sola en
esta quebrada de la cual decías: Odio a este lugar, porque acá nos hicieron
sirvientes. También esta mañana será la última vez que conversemos los dos.
Dentro de un rato ya harán llegar tu cajón y te llevaremos al cementerio.
Por otro lado, en los años 30, César
Vallejo había retratado los privilegios sociales en la escuela con Paco Yunque. Hildebrando pincelará un
caso femenino con La leva:
Ahorita estoy imaginándome a la
maestra escribiendo en la pizarra y pronunciando:
‘Ele a, la… Eme e, me… Ese a, sa…
La…me…sa... ¡La mesa!’.
Y nosotros repitiendo como loros,
sentados en adobes partidos de la mitad y escribiendo sobre nuestras rodillas;
y a Gloria, tan diferente como maíz almidón entre otros negros, sentada en su
carpeta, con sus zapatos y su cabellera bien peinada. Y nosotros, siempre
pobres, con nuestras ojotas de cuero de vaca y nuestros cabellos cortados a
tijera.
“Glorita”, decía la maestra.
Nosotros, “niña Gloria”.
Ella nunca iba por leña cuando se
hacía tarde ni traía regalos al faltar días íntegros a la escuela: era hija de
un principal del pueblo como decía la señorita.
Una escuela donde la vestimenta, el color
de la piel, la apariencia, los útiles de estudio y el trato marcan la
distinción social; una pedagogía que no ha dejado de ser la tradicional
memorística. El narrador —«ilegítimo» también— continúa sus reflexiones, acerca
de la imposibilidad de su pretensión amorosa y de cómo el alma de su prometida
se va formando —o deformando—:
Ahí comprendí, sin embargo, que
era hijo de una mujer cualquiera y de un padre que nunca conocí. Viéndolo bien,
estaba mirando muy alto.
Pero de haberme sido fiel,
hubiera podido hasta robarla. Irnos muy lejos. Hacerla mi esposa. Vivir felices
en cualquier parte de la tierra. Las cosas fueron de otro modo: ella empezó a
vivir de la fortuna de sus padres.
Y en el desenlace del cuento, como en el
espíritu de los otros, Hildebrando no deja de enaltecer a los protagonistas del
pueblo, como héroes anónimos que se elevan siempre con una victoria moral, de
principios, y resultan al fin superiores ante pruebas u ordalías que nos
presenta la vida. Tampoco deja de criticar al sistema y a los personajes del
lado conservador y opresivo. El sistema educativo que se reproduce y hasta
hereda con la niña Gloria devenida en
profesora, no escapan a lo dicho:
Ahora dicen que es maestra del
mismo pueblo. Y yo digo: será señorita como nuestra maestra y como otra que
hubo en el pueblo, hija de un principal del mismo lugar, que enseñó en la
escuela hasta que la muerte la encontró a los noventa años y cuando ya disponía
de reemplazante en su propia sobrina. También Gloria dará vacaciones dos o tres
semanas para ir a festejar su cumpleaños al lado de sus familiares y demás
amigos. Así es la costumbre de las maestras hijas de un principal. También
tendrá, tal vez, varios hijos y quién sabe hasta no sabrá quién es el padre,
como la antigua maestra que cuando tuvo uno opacó los rumores de la gente que
sabía del secreto con eso de que el muchachito era hijo de un abogado que murió
la misma noche de su matrimonio. Aunque jamás se había matrimoniado.
Y en las pequeñas victorias personales
puede hallarse el testimonio de las masivas batallas, de las tragedias
colectivas como la de los desaparecidos, presente en Mientras dormía se contaban, específicamente se trata de las
víctimas de la masacre del 22 de junio del 69[20].
La madre procura ocultar la verdad al hijo para hacerle menos dolorosa la
existencia.
Mi madre se pasaba diciéndome en
las mañanas en las tardes de todos los días que estabas de viaje que ibas a
volver pronto y cuanto más me hacía el dormido conversaba en las noches con la
abuela “es malo decir a los muchachos porque lloran al corazón”.
Y el padre —un luchador social— había de
pervivir en el proceder de su hijo, según las mujeres más próximas a él.
“¡Ya nunca regresarás
Florentino!” y la abuela consolándola “Pero sí crecerá su hijo Josefa y
cumplirá con la tierra para tenernos en casa a las dos… los hijos responden por
sus padres en tiempos como este… el padre fue muerto pero Ignacio lleva la
sangre de Florentino Ramos… él responderá Josefa”.
Así, las mujeres palpitan en los cuentos
con su calor y drama propios, sin mostrar todavía el protagonismo social de
fines de los setenta y llevado a una cúspide en los ochenta; no combaten de
modo manifiesto, pero tampoco se resignan a la opresión: resisten; y en ese
resistir hallan alguna solidaridad o amparo de sus semejantes; cierta vía de
redención que ilumina su mañana, señalando su propio horizonte o el de su
progenie.
Estos son los personajes de Pérez
Huarancca: hijos furtivos que parecen más gente que los hijos legítimos de los
principales, seres templados en el dolor y la miseria, los que siempre están
buscando el camino grande por donde
puede alejarse o regresar un ser amado o por donde los jóvenes pueden volver
trayendo nuevas esperanzas.
[1]
El grupo Narración surgido en 1965 congregó, con
diverso grado de compromiso, a importantes escritores peruanos de varias
generaciones: Oswaldo Reynoso, Antonio Gálvez Ronceros, Miguel Gutiérrez, Vilma
Aguilar, Gregorio Martínez, Roberto Reyes, Juan Morillo, Hildebrando Pérez, Ana
María Mur, Luis Urteaga Cabrera, Augusto Higa entre otros. En el primer número de su revista llamada también Narración declaran los principios que guiarán su propuesta
literaria, propuesta democrática, con un profundo sentir por los de abajo,
posición que refrendarán en sus trabajos, pronunciamientos, opiniones y en su existencia
vital. Promovieron
una literatura de calidad estética y contenido social inseparable,
enriqueciendo el debate cultural y político de su época. En los siguientes
números (1971 y 1974) reiteran aportes a la crónica y fundan en 1979 el sello Ediciones Narración.
[4] Véase Los ilegítimos, de Pérez Huarancca y la legitimidad del
neoindigenismo, de S. M. Nagy, o la entrevista a Mark Cox http://www.diariolaprimeraperu.com/online/cultura/verdades-y-mentiras-sobre-hildebrando-perez-huarancca_118149.html
[7] «Cada uno acusaba a los otros de
no ser suficientemente revolucionarios, y cada uno se autocalificaba como la
vanguardia de la revolución socialista (…) Los años sesenta y setenta fueron de
radicalización, y se instaló en parte del sentido común popular la idea de la
revolución, de los cambios drásticos y sin concesiones» (Gonzales, 2011): en la
introducción de la recopilación de artículos realizada por Alberto Adrianzén
(2011).
[10] Aníbal Quijano, estudioso de
Mariátegui, sintetiza «Este enfoque del carácter de la economía peruana, como
compleja y contradictoria articulación entre capital y precapital, bajo la
hegemonía del primero, del mismo modo como todavía se articulan “feudalismo” y
“comunismo indígena”, en la sierra, ambos bajo el capital, produciendo efectos
no solamente sobre la lógica del desenvolvimiento económico, sino también sobre
la mentalidad de las clases, es el hallazgo básico de la investigación
mariateguiana, y de donde se derivarán sus desarrollos sobre el carácter y
perspectiva de la revolución peruana (…) El Estado que se reconstruye en el
proceso de implantación y de consolidación del dominio del capital monopolista
imperialista, estará caracterizado, así, por dos rasgos definitorios: su
indefinición nacional, debido al carácter semicolonial que asume la burguesía
interna que lo dirige; y su indefinición de clase, por constituirse como
articulación de intereses entre burguesía y terratenientes, y de lo cual
derivará su carácter oligárquico. (…) la feudalidad existente en la sierra es
tal feudalismo solo si se le considera separadamente de su lugar en el conjunto
de la estructura económica del país. Tomado dentro de este conjunto, es decir,
articulado al capital y bajo su dominio, es “semifeudal”» (1979).
[11] Kimberly Theidon confirma en sus
investigaciones lo que Pérez Huarancca expresa en su obra. Ella parte por diferenciar
la zona centro-sur de Ayacucho que comprende Cangallo y Víctor Fajardo (Comité
Zonal fundamental del PCP-SL) de la zona norte que abarca las alturas de
Huanta. La comunidad de Espite, cuna de Hildebrando, pertenece al distrito de
Vilcanchos y este, a la provincia de Víctor Fajardo. Theidon refiere que «había
más interacción con el Estado en el centro-sur, y también más desilusión. Dicen
en las alturas de Huanta que sus comunidades eran “zonas olvidadas”. Pero las
interacciones centro-sureñas con el aparato estatal no se tradujeron en una
relación más estrecha, sino en una relación antagónica». Agrega: «existe una
historia de engaños entre estas comunidades y el aparato legal nacional» (2004,
35-36).
[12] Respecto a la
relación militante-población, Theidon afirma: «Subrayamos la constatación de
que, en contraste con la zona norte, donde se produjeron puntos de quiebre
claramente distinguibles en el proceso de la violencia, en estas comunidades centro-sureñas
no hubo un momento de quiebre definido por parte de la población ante la
presencia de SL (…) De hecho, como nuestro trabajo de campo lo ilustra, estos
pueblos seguían siendo bases de apoyo de Sendero hasta inicios de la década de
1990. En contraste con el norte, los cabecillas eran en su mayoría lugareños, y
en múltiples casos siguen viviendo en sus comunidades de origen» (2004, 35).
[13] «La experiencia migratoria de la
población de esa zona es mucho más temprana que en la zona norte. Empezó en las
primeras décadas del siglo XX, intensificándose durante la década de 1960.
Además de una temprana trayectoria migratoria, el patrón del centro-sur incluyó
la migración hacia las ciudades costeñas de Ica y Lima, en contraste con la
zona norte, donde la migración tendió a ser hacia la selva o hacia las ciudades
provinciales de Huamanga y Huanta» (Theidon, 2004, 34).
[14] Instituto Nacional de
Estadística e Informática. Boletín de
Análisis Demográfico n.° 35 (2001).
[17] José Carlos Mariátegui había
observado: «En las relaciones de la producción y el trabajo, el salariado
señala el tránsito al capitalismo. No hay régimen capitalista propiamente dicho
allí donde no hay, en el trabajo, régimen de salario. La concentración
capitalista crea también, con la absorción de la pequeña propiedad por las
grandes empresas, su latifundismo. Pero en el latifundio capitalista, explotado
conforme a un principio de productividad y no de rentabilidad, rige el
salariado, hecho que lo diferencia fundamentalmente del latifundio feudal»
(1975).
[18]
En 1975, el PCP-SL publica Retomemos a Mariátegui y reconstituyamos su
Partido, pero ya en 1968, en Para
entender a Mariátegui, Guzmán incidía en la necesidad de desarrollarlo.
[19]
En la declaración de
principios del Movimiento Femenino Popular, organismo generado por el PCP-SL: «Las mujeres de hoy
sufren opresión y explotación y éstas tienen una causa: la situación
semicolonial y semifeudal de nuestro país; situación que al pesar como montañas
sobre nuestro pueblo redoblan su peso sobre las masas femeninas del Perú» (MFP,
1975).
[20] Grandes movilizaciones de
maestros, estudiantes y padres de familia en las ciudades de Ayacucho y Huanta
contra el Decreto Supremo n.° 006 que eliminaba la gratuidad de la enseñanza en
los colegios y establecía pagos mensuales de cien soles a los estudiantes
secundarios que desaprobaran algún curso en el año lectivo. La represión
provocó alrededor de un centenar de víctimas y la jornada quedó estampada en la
memoria del pueblo ayacuchano, como exalta la canción Flor de retama, del maestro Ricardo Dolorier, o recrea el mismo
Hildebrando en el cuento final de su libro: Día
de mucho trajín.