MEYER |
La vida sorprendía al
pensativo niño, muy temprano adelantó su salida al campo arreglando sus
juguetes traídos en la navidad por su padre desde Ica, un carro color rojo con
llantas de jebe para soportar la lluvia, unos soldados bien armados, el
vendedor manifestó en plena calle Grau:
- Llévelos señor están de vuelta de
Vietnam…, le dijo para convencerlo
Después de tomar desayuno con mamá, divisó el
techo y con una gran sonrisa pensó dejar todos sus pequeños juguetes y llevarse
la guitarra que colgaba en un rincón de la sala. El instrumento musical tenía
las clavijas de madera y cuerdas de cuero, su esbelta figura era perfecta,
denotaba belleza con la curva de sus caderas, de color marrón claro, algo
despintada en sus trastes, estaba envuelta en un costal de algodón, sólo
asomaba su cabecita de reina. Nadie supo cómo llegó a casa, tal vez fue
olvidada por un familiar.
Él vivía en los
alrededores del pequeño Distrito Huancavelicano de Córdova y todos los días
salía con sus carneros al campo, siempre llevaba su carrito y sus soldados;
pero esta vez sin que nadie se diera cuenta descolgó el costal y se lo echó al
hombro, abrió el corral de piedras y caminó con rumbo a la alfalfa. Al amarrar
sus huachos, continuaba en su mente lo entretenido que sería jugar con los
sonidos, tenía una extraña curiosidad y aún envuelta movió las cuerdas y
saltaron los do, re, mi, fa, y sol, todos mayores. Entonces los dejó comiendo,
luego fue empujado por un aliento de felicidad, daba la impresión que la
naturaleza entraba en complicidad con la mañana y los rayos del sol brillaban
con una desconocida luz, caminó cuesta abajo, muy cerca al río se sentó, sacó
la vieja guitarra y se puso a tocar.
El agua era un eco en
sus oídos, la hermosa cascada salpicaba gotas finas en su rostro, la música que
brotaba entre sus manos tenía sonidos mayores y menores, tristes y contentos,
cada nota se confundía en los colores del arco iris, estaba en un mágico lugar,
una divinidad de sus ancestros conocida como la mamacocha, Por cosas del destino
apareció esta relación (guitarra – niño) en un lugar distante al de su
nacimiento, el maqta era natural de Huamanga, vino a vivir con sus padres a
Huancavelica, todavía el Perú mantenía las heridas del conflicto armado,
escaparon una noche cuando tenía cuatro años de edad. En el pueblo a diario lo
veían pasar con su guitarra en el hombro, otras veces bajo el brazo, en casa no
tardaron en darse cuenta de tal encuentro entre el hombre y su voz, la
naturaleza y sus sonidos, la guitarra y su amante.
Un día apareció
montado en su caballo un señor, con pinta de arriero, según su madre era un
viejo familiar, al ver la guitarra colgada del techo, se la pide prestada, el
señor Juancitucha ni bien empezó a tocarla tuvo que paralizar, una cuerda de cuero
se rompió silbando extrañamente, salió de la casa y sacó de su alforja unas
cuerdas de plástico. Los sonidos cambiaron poniendo en dificultad al tímpano
del muchacho, que observaba todo el detalle de su tío lejano, en realidad no
era su familiar, también se desconoce cómo llegó hasta el pueblo, ¿Sólo para
cambiar las cuerdas? ¿Por qué permaneció un día en casa? ¿Alguien lo envió
directamente donde el pequeño guitarrista? Todo esto originó una preocupación
en sus mayores, querían separarlo de su guitarra, tomaron la decisión de
esconderla, o decirle que la habían robado.
Volvió a sus juguetes
de niño, a caminar por el campo, a compartir la vida con sus carneros, a
preguntar a los caminos por su compañera, a detenerse en cada sonido melodioso
de los pájaros, quiso irse en busca de ella tomando la dirección del viento,
este siempre lo dirigía a la montaña, pasaba el tiempo y desaparecía ese
silencio interior, como desaparece el interés por la persona amada en la
lejanía, la tristeza se apoderó de él, pero no lo demostraba, cada mañana le
pedía al astro rey que se la envié de vuelta y sus rayos brillaban en sus
lágrimas.
Pasaron los días, no dejaba de ir al río ni apartarse de sus
animalitos, eran las doce del mediodía, el cielo levantaba nubes inmensas que
ocultaban al sol, el viento frío silbaba, los inmensos eucaliptos que crecieron
al borde de la alfalfa lo protegían del duelo en las alturas, cuando ganaba el
sol se cobijaba debajo de su sombra, y cuando las nubes cargadas de agua
impedían su luz salía a caminar por la chacra. Al sentarse a descansar, apoyó
su espalda en el grueso tallo de la planta, mira hacia arriba, divisa el costal
en la punta del árbol y sube inmediatamente, ahí se encontraba la
guitarra, había soportado varias tempestades, estaba oculta, sin daño alguno,
tenía miedo en sacarla, el costal estaba húmedo y toda la madera seca. Todo el
mes la lluvia se había desencadenado en
ese lugar cerca al río, la tomó con delicadeza y volvieron los sonidos, se espantaron
las penas. Todos los días subía a la punta del árbol, bajaba la guitarra,
tocaba unas siete canciones, la guardaba en su costal, subía con ella, la
amarraba a la rama y bajaba contento. No quería que se enteraran sus mayores,
menos sus padres del hallazgo del instrumento, seguro la pueden quemar,
pensaba, por eso no la llevaba a casa, la dejaba en ese mismo sitio.
Ya tenía diez años,
cuando mamá le comunica su viaje a Huamanga, todos vieron lo imposible que era apartarlo de la guitarra , que según los ancianos del pueblo , esa guitarra
viene a ser su prolongación , es parte de él , ambos son una unidad, tendría
que morir el muchacho, aún así, renacerá en miles de niños, en el viento, en la lluvia, en los caminos, en cada hombre sensible, en la soledad.
Todo esto llevó a
la madre a decirle:
- Hijito mañana voy a Huamanga, ¿Qué te
traigo?
Respondiendo el niño
de inmediato. ( corriendo a abrazarla)
-
¡Una guitarra mamita!
Pasaron dos semanas y
llegó a casa una hermosa guitarra de color negro……..
Ladislao Ramírez (2016)