lunes, 25 de agosto de 2014

SALVADOR ALLENDE, 41 años después de su muerte, la verdad se abre paso...


"Mi tío le dio el tiro de gracia a Salvador Allende"
Dagoberto Palacios González, sobrino del general que comandó ‘El Tanquetazo’ contra El Palacio de La Moneda, ha hecho estas polémicas revelaciones al Diario Las Américas.
Por JORGE BARRENO

Hace unos meses, el lunes 6 de enero de 2014, la Sala Penal de la Corte Suprema de Chile cerraba la investigación sobre la muerte de Salvador Allende. El sobreseimiento definitivo del caso –causa Rol 77-2011– dictaminaba que en el fallecimiento no hubo participación de terceras personas, avalando la tesis de que se había suicidado con el rifle AK-47 que le regaló su compañero Fidel Castro.
La sentencia, basada en la investigación del magistrado Mario Carroza, echaba por tierra la posibilidad de que el mandatario hubiera sido asesinado por los esbirros del general Augusto Pinochet, aquel fatídico 11 de septiembre de 1973. Una vez más, y tras 40 años de especulaciones, la polémica saltaba de nuevo a la palestra. Muchos siguen sin creer que el médico Salvador Allende, de 65 años de edad, se pegara un tiro en la cabeza. Y dicen tener pruebas para demostrarlo.
El primero en dudar sobre las versiones oficiales es Dagoberto Palacios González, de 55 años, sobrino del general Javier Palacios Ruhmann, quien acaba de revelar al Diario Las Américas que su tío le dio “el tiro de gracia a Allende’. “He confesado ahora porque mi padre acaba de morir y no quería hablar de este tema hasta su muerte. Durante una comida familiar alguien preguntó al general Palacios ‘¿qué había pasado con Allende el día del Golpe?’. Mi tío nos contó que tras una balacera le había dado el tiro de gracia”, explica.
El sobrino del general, encargado de comandar el regimiento Blindado Nº2 y rodear con tanques La Moneda, añade que “después de llegar a la casa mi padre me hizo rejurar de por vida que no iba a contar lo que había escuchado. Me dijo: ‘Esto queda guardado, porque tú tienes que cuidar el interés de la familia”. Hasta hoy, cuando Dagoberto, a pesar de “la amenaza pinochetista aún presente”, ha decidido contar su historia al Diario Las Américas.
Balacera en La Moneda
Las palabras de Dagoberto coinciden con otros testimonios publicados en el libro ‘Allende: Yo no me rendiré’, escrito por el periodista Francisco Marín y por el médico forense Luis Ravanal, y que está a punto de sacar una nueva edición actualizada, que se publicará en países como Italia y Alemania. En el documento, el chileno residente en Milán, Julio Araya Toro sostiene que su progenitor fue amigo desde la niñez del general Javier Palacios, quien les contó que en asalto a La Moneda fue recibido con ráfagas de metralletas disparadas por Salvador Allende y algunos de sus hombres.
“Palacios gritó a los miembros del GAP (escolta de Allende) que se rindieran. El representante de Unidad Popular contestó: ‘¡Soy el presidente de Chile y si te crees muy valiente ven a buscarme ‘conchetumaire!’. Tras unos segundos de sangrientos enfrentamientos dos militares hirieron en el estómago o el pecho a un civil que portaba una metralleta, un casco y una máscara antigás; el civil cayó al suelo”, se lee en el libro.
“A Palacios le llamó la atención este civil. Se fijó que portaba un reloj fino. Al sacarle la máscara y el casco reconoció al presidente Allende. En ese momento sacó su pistola de ordenanza y disparó a quemarropa en su cabeza. Eran las 14:00 horas. Palacios y sus hombres trasladaron entonces el cuerpo del presidente Allende al salón Independencia para comenzar con el montaje del suicidio”, prosigue el trabajo de investigación.
El propio General Palacios también da sentido al testimonio de Araya. Una semana después del Golpe declaró: “Allende estuvo disparando todo el tiempo porque tenía las manos llenas de pólvora. El cargador de la metralleta estaba vacío. Había numerosas vainillas en la ventana. A su lado también estaba un revolver. Y cuando pasé a identificarlo, tenía un casco y una máscara de gases”. Esta trascendental declaración aparece en el reportaje ‘Recuerdos del General Palacios’, Ercilla N° 1991, del 26 de septiembre de 1973.
Palacios brindó otro testimonio similar en el documental ‘Más fuerte que el fuego. Las últimas horas en La Moneda’ (1978), donde sostiene que “hasta el último momento él (Allende) disparaba contra nosotros”. La evidencia de que Allende combatió hasta el final –y no se rindió- también fue refrendada por el corresponsal de Prensa Latina Jorge Timossi que señala en ‘Las últimas horas de La Moneda’ (13 de septiembre de 1973): “A las 13:52 minutos recibí una llamada desde Palacio. Era Jaime Barrios, asesor económico del Presidente, quien (…) me informó: ‘Vamos hasta el final. Allende está disparando con una ametralladora. Esto es infernal y nos ahoga el humo’”.
En la investigación se publican además una serie de antecedentes forenses que demuestran que Allende recibió un disparo con arma de bajo calibre en la frente, realizado a corta distancia. El más importante es el descubierto en 2011 por Leonel Liberona Tobar, el perito químico de la Policía de Investigaciones (PDI), que escribe en el Informe Pericial Químico N° 261: “En la muestra N° 3 (situada en la frente), se constató la presencia de plomo, bario y antimonio, cuyas concentraciones son compatibles con un orificio de entrada de proyectil balístico generado de corta distancia”.
El último fallo de la Corte en la investigación oficial fue dividido: de sus cinco miembros, uno, Hugo Dolmestch, votó en contra y se pronunció por acoger los recursos de casación presentados por los querellantes y, en consecuencia, anular la sentencia de primera instancia fallada por Carroza. Según el documento de la resolución de la Corte Suprema –número 5778-13–, Dolmestch argumentó que la investigación sumarial de la causa no logró “resolver la discordancia que surge del análisis de los informes periciales realizados”.
Explicó: “Los hallazgos descritos en el Protocolo de Autopsia número 2449-73 establecieron la existencia de un orificio de salida en la zona posterior de la bóveda craneana del ex presidente, incompatible con la destrucción causada por el impacto autoinferido con un fusil de guerra, lo que refuerza la tesis de la ocurrencia de a lo menos dos impactos de bala penetrantes en el cráneo, uno provocado presuntamente por un arma de mediana o baja velocidad y otro de fuente distinta, pudiendo corresponder a proyectiles y armas diferentes, circunstancia que no descarta la intervención de terceros”. Por su parte, las transcripciones de las conversaciones que intercambiaron los militares por radio el 11 de septiembre de 1973, publicadas en el número 539 de Interviú, dejan claro que los golpistas siempre tuvieron la intención de asesinar a Allende y a su familia.
—Que se caiga ese avión...
— dice Pinochet. —¿Cómo que se caiga?
—Que se caiga, que lo bombardeen, que tenga un accidente...Cualquier cosa, pero hay que matar a ese marxista ‘conchesumadre’.
Otro personaje que lleva tiempo declarando que al ex presidente lo mataron es el reconocido director de cine chileno, Miguel Littín. El cineasta recuerda que la comitiva oficial que trasladaba los restos de Allende se detuvo y por un lapso de tiempo de una media hora desapareció. Nadie dio explicaciones de lo sucedido.
Littín, con el que no ha podido ponerse en contacto este periódico, y quien levantó un acta notarial de este suceso por si moría antes de poder contar la historia, lleva tres años preparando una película sobre las últimas horas de su amigo, el ex presidente chileno. Se espera que ‘Allende, tu nombre me sabe a hierba’, en honor a la canción de Joan Manuel Serrat que el ex mandatario tarareaba durante la fatídica mañana de su muerte, se estrene el próximo mes de septiembre.
“Después de estudiar acuciosamente las circunstancias de la muerte del Presidente Salvador Allende me parece una locura que se haya terminado por imponer, en nuestra democracia y avalado por los tribunales de justicia, la tesis oficial de la Junta Militar que señaló que Salvador Allende se rindió y luego se suicidó con el fusil que le regaló Fidel Castro. Esto, en circunstancias que toda la evidencia objetiva que pudo filtrarse hasta nuestros días apunta en un sentido totalmente distinto”, manifiesta Francisco Marín, uno de los autores del libro ‘Allende: Yo no me rendiré’ al Diario Las Américas.
“Para la Junta Militar era imprescindible deshacerse de Allende, pero requería no cargar con la culpabilidad del crimen. Después del asalto a La Moneda la primera tesis que se manejó fue señalar que miembros de la escolta habían matado a Allende. Pero finalmente optaron por la tesis del suicidio”, explica.
“Demoraron 24 horas en darla a conocer porque requerían tiempo para cuadrar los elementos. Afortunadamente cometieron muchos errores, que hoy, a 40 años de lo ocurrido están saliendo a la luz. Tengo fe en que la verdad terminará por imponerse”, concluye emocionado. A principios de la semana que viene, el abogado querellante del caso Allende en representación de la Asociación de Ex Presos Políticos, Roberto Celedón, presentará una demanda contra el Estado chileno en la Corte Interamericana de los Derechos Humanos por denegación de justicia en el Caso Allende.

miércoles, 20 de agosto de 2014

CACHABLANCAS Y PISADIABLOS

Cuento inédito 

Darío Vásquez Saldaña ,en compañía de Tunchi Loco (Ica)
CACHABLANCAS Y PISADIABLOS


—Doctora, se va usted a lidiar con los impetuosos “cachablancas” de San Pablo y, por supuesto, también con esos fieros “pisadiablos” de San Miguel —le decía el Fiscal Superior de Cajamarca, doctor Alfieri González Izquierdo, a la doctora Palmerinda Vallumbrosio Mansilla, mientras le hacía entrega de sus credenciales como Fiscal Provincial de San Pablo de Chalaques, así como de la encargatura, en adición a sus funciones, de la Fiscalía Provincial de San Miguel de Pallaques.
—Veremos, doctor, qué tan bravos son —contestó la nueva Fiscal Provincial, con una sonrisa maliciosa—. Me gusta enfrentar los desafíos.
Antes de viajar a tomar posesión de su cargo, la doctora Vallumbrosio quiso enterarse de la ubicación, características y costumbres de los pueblos adonde se aprestaba a viajar. Lo que obtuvo fueron datos fragmentarios e incompletos, causándole más bien mucha gracia que a los de la provincia de San Pablo los motejaran de “Cachablancas”, y a los de San Miguel, de “Pisadiablos”.
—Mejor por qué no desistes de ese viaje —le dijo su prima, Ruperta Bailón, que no sabía ahorrarse lisuras—. ¿No ves que en San Pablo sólo cachan a las blancas?
—¡Jajajajajaja! —se rio Palmerinda—. Entonces me iré a San Miguel, dicen que está cerca. Si ahí pisan hasta a las diablas, por qué habrían de menospreciar a una negrita como yo.
Pero la historia de estos dos pueblos, salpicada de leyendas y anécdotas, habría de despejar las dudas de la fiscal: El pueblo de San Pablo se ha asentado sobre la antigua comunidad de los “Chalaques”, un ayllu de grandes productores agrícolas, y el pueblo de San Miguel sobre la comunidad de los “Pallaques”, un ayllu de recolectores y comerciantes.
Cuentan que los sampablinos de antes eran abusivos con los sanmiguelinos, iban en grupo y hacían destrozos en la comunidad: los mataban, incendiaban sus casas, robaban su ganado y a sus más lindas mujeres, causando pánico en la población. Pero, cansados los pisadiablos de tanto abuso, se prepararon convenientemente; esperaron la llegada de los prepotentes “cachablancas”, los tomaron por sorpresa y los mataron a casi todos, provocando desde esa oportunidad una rivalidad que, a Dios gracias, hoy  pasó  al olvido.
Cuentan, de igual manera, que en la ruta de tránsito de San Miguel hacia la costa, había una próspera hacienda: “Capellanía”, cuyo dueño era rudo y cruel; dentro de los castigos que solía infligir a su peonada, dicen que ensillaba al sirviente, lo montaba con espuelas, colocándole una tuza en el ano. En cierta ocasión un notable personaje de San Miguel pasó por su predio, lo apresó y lo hizo batir barro una semana, sólo por no saludarlo.    
Los sampablinos se quedaron con el mote de “Cachablancas”, debido a que a sus pobladores, para defenderse de los bandoleros que asolaban la zona, durante las primeras décadas del siglo XX, nunca les faltaba un revólver Smit Weson o una Colt, pero todos debían tener obligatoriamente la cacha blanca o nacarada, por lo cual se hicieron famosos: “Ay revólver de cacha blanca, no salgas de tu vaina si no vas a disparar y no vuelvas a ella sin honor”, era su dicho de batalla. Y sus vecinos, los sanmiguelinos, son conocidos como los “Pisadiablos”, debido a que su santo patrón es el arcángel San Miguel, a quien lo representan pisando al diablo.


A tan solo un mes de haber asumido sus funciones el comentario era ya casi unánime, la fiscal de San Pablo se había ganado el aprecio y el respeto de la población; ¿el secreto?: la rectitud y la firmeza de sus actos; ninguna dádiva o proposición deshonesta habrían de torcer sus decisiones. Asistía a su despacho con puntualidad británica y vestía impecablemente con terno azul o negro. Muy pronto se adaptó a la comida del lugar; complacida comía su cuy con papa, “aunque el sabor no se iguala con mi guiso de gato”, comentaba para sí; y cuando le servían su chochoca con caraucho, pedía que le pusieran un poquito más de pellejo tostadito de chancho, seguramente recordando la sabrosura de su inigualable carapulca chinchana. Los intelectuales y artistas de San Pablo la acogieron con gran cariño, llegando a cultivar una gran amistad con el profesor Elio Burgos, pintor de renombre nacional, quien le hizo un retrato de gran calidad pictórica.


Nos queda decir que Palmerinda Vallumbrosio Mansilla, es una dulce y escultural mujer de la provincia de Chincha, toda hecha de chancaca y canela; de ese tipo de morenas que cuando uno las tiene en el pecho, ni cien curanderos famosos el susto nos quita. Alta, hermosa, de unos ojos preciosos color de miel, tuvo que impresionar y hacer palpitar los corazones de los renombrados “Cachablancas”. Es posible que su investidura como Fiscal Provincial le haya cubierto de una aureola de respeto casi impenetrable, así que los enamoradizos tartamudeaban antes de animarse a lanzarle un piropo. Pero, Palmerinda no sólo se enfrentaba a los infractores de la ley sino también a los aguijones de la abstinencia; tenía necesidad de cariño, afecto, pasión; la ducha fría no habría de apagar indefinidamente el fuego ardiente de su corazón. Cuando intentó relacionarse con el geólogo y poeta Moshenga VIII, sintió el impacto de una cautelosa indiferencia. No quiso exponerse a más. Al cuarto mes decidió cambiar su residencia a San Miguel de Pallaques, para ver si por ahí algún intrépido pisadiablo osaba amortiguarle la quemazón. Sus primeras noches se despertaba creyendo que alguien le cantaba: Negrita ven, préndeme la vela, negrita ven… Mas, durante los dos meses de permanencia en San Miguel consiguió buenos amigos y nada más. Fue en procura de la amistad del escritor Antonio Goicochea, pero a este ratón de un solo hueco, entretenido en sus libros y sus poesías, no le quedaba tiempo para la galantería; se acercó con el mismo propósito al profesor Tirso Linares, pero éste, romántico cantor, sólo la entretenía algún fin de semana, con una bonita serenata, excusándose en los achaques de la jubilación para no atreverse, a pesar de las sutiles insinuaciones, a un lance con semejante monumento de fuego. Alguien le recomendó que visite al escritor Walter Lingán (quien, como buen pisadiablo, no le corre a ninguna presa), pero cuando fue a su casa, ahí terminaron todas sus esperanzas; los familiares del escritor le dijeron que estaba en Alemania, apachurrando a su Viuda Negra.
La hermosa fiscal se regresó a San Pablo de Chalaques.
—Elio —le dijo a su mejor amigo, al encontrarlo en su taller—, no quiero almorzar sola, he venido a pedirte que me acompañes.
Cuando llegaron al restaurante “La Negra”, en el barrio “La Ermita”, Palmerinda se detuvo frente al panel.
—¿Me trajiste acá por mi color?, o la especialidad es la comida negra —dijo la fiscal, con una sonrisa burlona en sus labios.
—Mi querida doctora, puede estar segura de que no hubo segunda intención, solo que aquí la sazón es la mejor.
—Deja ya de llamarme doctora, desde este momento a cada uno por su nombre y punto, ¿estamos?
—Estamos.
Ambos pidieron su cuy chactado y su chochoca rebosante de caraucho. Palmerinda pidió seis cervezas que las sirvieran de dos en dos.
—Estamos de cumpleaños mi querida amiga —dijo Elio.
—No hay ningún santo, simplemente me ausentaré por una semana; nos convocaron a Cajamarca a todos los fiscales provinciales; pero hoy día quiero perderme… —dijo Palmerinda, mirando a su amigo, con unos gestos que decían mil cosas muy bonitas.
Al agotarse las seis cervezas, Palmerinda mostraba ya los signos iniciales de la embriaguez.
—Elio —dijo Palmerinda, tomándole cariñosamente de una mano—, ¿tienes todavía esos macerados, que se parecen a los vinos de Sunampe, que me invitabas mientras me hacías el retrato?
Elio contestó afirmativamente, pero le advirtió que esos licores eran muy fuertes, no aptos para mujeres.
—No te preocupes, buenmozo —dijo Palmerinda. Era evidente que los efectos del licor le habían distorsionado la visión—, ¿acaso no te anticipé que hoy día quería perderme? ¡Llévame a tu taller!
Era cierto, Elio tenía bien guardados una sarta de botellas de añejos macerados de chirimoya, naranja, lima, chuchuhuasha, uña de gato y guanarpo, preparados con ese aguardiente incomparable de Anispampa; una sola habría bastado para dormir a una vaca. Había llegado el momento de destapar sus dos añejos de guanarpo: la botella marcada con una H, grande, indicaba que contenía el macerado de guanarpo hembra y la marcada con una M, el macerado de guanarpo macho.
A las diez de la noche Palmerinda ya no pudo soportar la picazón: “¡Llévame a tu cama, Elio…, llévame a tu cama, papito lindo”, le rogaba. Tuvo que obedecerla, le acostó en la mullida cama donde pinta a sus modelos y salió para asegurar la puerta. A su regreso se puso a guardar las botellas inconclusas, mas su sorpresa fue mayúscula, él había estado tomando la botella marcada con la H. Palmerinda alcanzó a desvestirse totalmente, pero se quedó profundamente dormida; “esta morena se va a resfriar”, dijo Elio, le dio una sonora palmada en el poto y la cubrió… ¡mal pensados, qué creyeron ustedes!, claro que la cubrió con una abrigadora frazada.


La reunión de fiscales terminó en un almuerzo campestre. Al final, cuando los camaradas de Palmerinda le lanzaban bromas, con el lujurioso apodo de los sampablinos, se acercó el Presidente de la Corte.
—Doctora Vallumbrosio —dijo el doctor Alfieri González—, la felicito; pensé que esos cachablancas y pisadiablos le harían la vida imposible.

—Doctor González —dijo la doctora Palmerinda—, yo también tuve algún temor en un primer momento, pero no, todo ese renombre es puro cuento. Pensé que los famosos pisadiablos eran unos temerarios y valentones; nada que ver, doctor, no pisan ni a las hormigas, pero eso sí, pisan muy bien el barro. De los mentados cachablancas, creí que eran unos voluptuosos sin freno, pero igual, doctor, pura alharaca; es posible que les guste fornicar tan solo con sus cholas blanquiñosas, pero con las negras, ni bola, ni aunque se les ofrezcan gratis… Pediré mi cambio de inmediato, doctor.
Darío Vásquez Saldaña (Piscoyacu - San Martín - 1946)
De izquierda a derecha: Darío Vásquez, Oswaldo Reynoso....

martes, 19 de agosto de 2014

PABLITO



En memoria de Pedro Pablo Flores Medina
Club "Octavio Espinoza" de Ica


La voz del viejo era legendaria. Nadie como él sabía ponerle emoción a los partidos. Encandilaba a su audiencia cada vez que el Octavio Espinoza anotaba un gol. Su voz era tan querida que la gente no dejaba de escucharla incluso en el mismo estadio. Cuando el cotejo se ponía aburrido, la esperanza para matar el letargo dominical era que Pablito, como cariñosamente se le conocía, contara anécdotas o diera bostezos prolongados en plena transmisión que hacían matar de risa a radioescuchas y asistentes al recinto. Nadie se perdía su programa que iba de lunes a viernes a las 7. Sus oyentes aguardaban con ansias las tandas comerciales, porque sabían que el viejo, si es que su buen humor se ponía de manifiesto, salía con bromas o burlas.

El viejo se volvía quisquilloso cuando un jugador no era de su agrado. Su inquina y mala leche hacían que durante la semana, si el equipo perdía, hablara pestes, poniendo en su contra a los hinchas, que el domingo, cuando éste tuviera el balón, lo pifiarían hasta ponerlo nervioso. Nadie podía chocar con él. Ni los dirigentes, quienes se hacían de la vista gorda cuando Pablito hacía entrar a perros y gatos gratis al estadio. No le importaba la opinión de sus colegas, que se irritaban por la coprolalia que usaba cada vez que un balón era lanzado con mucha fuerza al arco. No tenía reparos en gritar: ¡Qué tal cacanazo! No pudieron retirarle su licencia la vez que azuzó al público a saltar las vallas para que fueran a golpear al árbitro limeño que cobró dos penales inexistentes. Nadie podía tocarlo; su afilada y procaz lengua lo tenía a salvaguarda. Muchos habían crecido escuchándolo. Lo tenían hasta en el almuerzo, cuando en “La hora del luchador” comentaba brevemente sobre deportes. Aunque estuviera enfermo, su romance con el micrófono no se interrumpía. Por más rivales que le salieron, o que Radio Programas del Perú transmitiera partidos del Espinoza, nadie podía quitarle su lugar. Acompañaba a todas partes al equipo. Ahí se hacía más importante, porque toda la afición iqueña estaba atenta a su relato. Guapeaba jugadores, sugería cambios al técnico, si el árbitro favorecía con sus cobros al equipo local tildaba su actuación de localista. Si el contrario hacía un gol, decía en voz baja:

—Señores, nos han metido un gol. Qué suerte tienen los maricones. Por favor, la madre del arquero no tuvo la culpa. Déjenla tranquila en su venusterio.
Cuando el equipo perdía, se enfurecía hasta el miércoles. Lunes y martes despotricaba contra jugadores, dirigentes, comando técnico y hasta utileros, a quienes recriminaba por la derrota. Jueves y viernes su ánimo, su voz, tenían otro tono. Gracias a su don manipulador hacía que las gradas del estadio estuvieran llenas. En la previa, inventaba chistes y comerciales:
Ese año, una generación de grandes jugadores vino a jugar por el Espinoza. Los comentarios exagerados a favor del equipo despertaron esperanzas de ganar el campeonato. La genta iba a verlos entrenar. En la primera ronda, el Espinoza ganó a cuanto rival se puso al frente.
El viejo y su audiencia ahondaron su romance. Inventó nuevos comerciales, y burlas hacia los contrarios:
—Voy a dar la alineación del cuadro visitante: el cojo mame, pisahuecos, asusmarcas, patafloja, tobillo triste...
El Octavio se mantuvo en la punta varias fechas. No perdía ni de visita. El viejo llegaba gallardo a los estadios, porque sabía que «los muchachos» tendrían otra gran tarde, incluso para resaltar los triunfos del equipo llegó a parafrasear citas históricas:
—Señores y señoras, los muchachos me hacen recordar al gran Napoleón cuando dijo: Vi, vencí, y regresé. Este equipo se va para campeón no lo duden. Ojalá no se vendan los muchachos.
Tuvo razón Pablito, «los muchachos» no se vendieron, no solo arrasaron adversarios, también barrieron con las chicas que después de cada triunfo, en un cuarto de hotel, agradecían efusivamente sus goles.
Las victorias del equipo, su puesto en la tabla, los bailes a sus rivales tenían un director: La voz del viejo.
—Qué bonito, Mozart se la pasa a Beethoven... los muchachos están componiendo una sonata...
Cuando un jugador perdía un balón, o daba un mal pase...
—Señoras y señores, acaba de estropearse una melodía.
Como era de esperarse, el equipo llegó a la final. Ninguna oncena iqueña había llegado a disputarla. Por las calles se respiraba fútbol. Los diarios deportivos de circulación nacional se agotaban muy temprano. Los canillitas, aprovechando la coyuntura, solo vendían El bocón o el Líbero junto a un Correo o El popular. El partido se disputaría en Piura, lugar imparcial elegido por dirigentes del Alianza Lima y el Octavio Espinoza. Las caravanas salieron repletas con globos, carteles e ilusión. Pablito, sabiendo que el lugar no sería neutral, ya que Alianza tenía hinchada en todo el país, y como no alzaba copa alguna hacía mucho tiempo, se valdría de todo para salir campeón; con su voz tendría que dar aliento e infundir fuerza a los sacrificados hinchas que viajaban a Piura. El viejo por fin tenía regodeo de narrar una final con el equipo de sus amores. Partió el sábado. Pasó varias horas en el bus. La vista del mar lo ensimismó. Era bueno sentirse un momento desconocido, ignorado, sin que nadie le dijera que era su fiel oyente, o guardar apariencias, porque el viejo, si podía criticar y hablar de ese modo, era porque nunca asistía a bares ni prostíbulos; tampoco podían acusarlo de coimear dirigentes o autoridades. Abrió los periódicos: tres jugadores reían, disfrutando su gran momento. El viejo cerraba los diarios con una sonrisa de satisfacción porque él sabía que parte de esa algarabía le pertenecía. La gente ahora lo veía como el oráculo que predijo que ese año el equipo traía el campeonato a Ica.
Piura era una fiesta. Miles de hinchas blanquiazules y rojos paseaban con banderolas por las calles. No hubo un solo acto de violencia, pero los insultos y burlas eran incesantes. La gente de Piura se dividió en dos. Por un lado querían un campeón provinciano, y por el otro, que el Alianza dejara esa seguidilla de fracasos.
El domingo llegó. Almorzó. No pudo conseguir una cabina para transmitir el partido. Ni modo, tenía que transmitirse al pie de la pista de atletismo. Sus asistentes colocaron una mesa y el teléfono con el que su voz llegaría a miles de hogares iqueños que ese día esperaban dar la vuelta olímpica en la Plaza de Armas. Rumbo al estadio, pidió al chofer que sintonizara Radio Programas. En ese momento, el locutor había interrumpido los comentarios acerca del partido, para dar pase al corresponsal en Ica, que, con voz temblorosa, anunciaba que a la 1:20 de la tarde un sismo había sacudido Ica. Los ojos de Pablito se exaltaron. Inmediatamente bajó del taxi a buscar un teléfono. Llamó a casa; la línea bloqueada lo desesperó. Estuvo intentando comunicarse, pero no pudo. El partido estaba por comenzar. Tornó su andar hacia el estadio. La preocupación por sus familiares, su casa, la cabina de Radio El Pueblo que lo albergaba de lunes a viernes lo tenían en vilo. Al llegar al estadio, la conmoción cundía entre los iqueños. En las tribunas, los comentarios acerca del terremoto eran que cientos de cuerpos yacían sepultados por bloques de adobe. La hinchada, angustiada, interceptó al viejo para preguntarle qué sabía.
—Pablito, ¿es cierto que hay miles de muertos?
—Caramba, no les crea. Como el Alianza no campeona hace mucho han creado esa noticia. En Ica siempre hay temblores.
—Pero, Pablito, dicen que la torre del Señor de Luren se ha caído y que en Pisco la catedral se ha venido abajo y ha sepultado a mucha gente
—Les vuelvo a decir, nos están manipulando, quieren poner nerviosos a los muchachos.
—¿Estás seguro? ¿No nos preocupamos?
El viejo mintió. Ya habría tiempo de viajar y ver con sus propios ojos la destrucción. En el camarín, jugadores, comando técnico y dirigentes estaban estupefactos. El antiguo local del club se había caído. La concentración, que es tan importante antes de los partidos se rompió. Igual, tendrían que salir al césped a matar. El pitazo del árbitro llamó a los equipos al campo. Las bromas e insultos entre ambas barras se detuvieron. Al salir las dos escuadras, el mutismo se rompió y dio paso a los cánticos y loas para ambos equipos. Un sagaz dirigente limeño pidió a la terna arbitral que diera un minuto de silencio en memoria de los muertos por el terremoto. Sabía que ese sería un golpe psicológico a jugadores y barristas. La terna admitió ese pedido. Al sonar el silbato que antecedía el minuto de silencio, las tribunas se pusieron de pie; solo se quedó sentada la del Espinoza. Los hinchas, segundos después, se pusieron a llorar. Fue un golpe certero. Las matracas se quedaron sin dar vueltas. La imagen de sus familiares saliendo despavoridos por el sismo los tenía intranquilos. Nadie osaba dar un cántico. El partido comenzó. El viejo, como nunca, narró el partido...
—¡Vamos, muchachos! ¡Háganlo por Ica! ¡No nos ganan! ¡Esos gorilas no nos ganan!
El comisario del partido vino a exigirle que bajara el volumen de su voz.
—¡No me joda!
—Modere su lenguaje o tendrá que salir fuera del perímetro del campo.
—¿Qué cosa quiere usted, que me calle? ¡Eso no señor!
Ante sus negativas, el comisario ordenó que sacaran a Pablito. La gente de Ica se enardeció, los mismos jugadores del Espinoza vinieron a impedir que lo votaran de ese modo. El partido estuvo detenido por siete minutos, en los que el árbitro principal, para no caldear los ánimos, no tuvo más remedio que dejarlo transmitir a pesar de que el comisario amenazó con no validar el partido. En Ica, el sismo había derrumbado cientos de casas, los hospitales colapsados no se daban abasto para atender a cientos de heridos. Pero a pesar de ese dolor, la afición estaba atenta al resultado de su equipo. La luz eléctrica se restringió. Pero donde hubiera una radio a pilas, un auto, la gente se reunía para oír la narración de Pablito. El viejo los hacía reír, aunque las réplicas se sucedían sin cesar. El viejo conocía, por periódicos faranduleros, vidas y milagros de los aliancistas...
—La tiene Balín, patea el balón afuera, piensa que está en el burdel a donde se escapa de la concentración... ¡Oiga, señor árbitro, regrese a ese gorila a su jaula!... ¿Machito Pérez? ¿Machito? Si la mujer le pega en plena calle...
Lo miraban con odio, pero él quería desconcentrarlos, devolver el favor a su dirigente. Pero el gol aliancista vino. Balín le hizo gesto obsceno al viejo. La gente ya sabía cuando narraba en ese tono...
—Señoras y señores, un error del árbitro al no cobrar una posición adelantada clarísima ha hecho que un nefando que sabe más de salsa que de fútbol haya hecho un gol al arco... gol de Ba... lín...
La posición adelantada no existió. Pablito no podía culpar al arquero ni a nadie. Sabía que los muchachos, como nunca antes, corrían, marcaban, no daban un balón por perdido. El primer tiempo terminó. Las réplicas seguían sucediéndose. Los heridos seguían llegando a los hospitales. Decenas de muertos eran encontrados entre escombros de adobe y quincha. Ese gol era más doloroso para algunos que los muros caídos. En el intermedio, sacó otros comerciales, le decía a sus oyentes que no se preocuparan, que el equipo jugaba como nunca, que eso gol era regalo del árbitro y que en el según do tiempo la historia sería otra. Los muchachos saltaron al campo de juego convencidos de voltear el resultado. Sonó el pitazo...
—La tiene Oré, vamos, cholo, vamos. Qué bonito, uno, dos, tres, se detiene, señores, el Octavio revive. La pasa a Quintana, éste se la toca a Jiménez. Oiga, ¿qué cobra este árbitro, ah? Es a favor de nosotros. Va a mover el balón Martínez, désela a Oré, que conoces de esto pelón, regresa a la defensa; el cholo, uno, dos, hace pared con Jiménez, Jiménez, Jiménez, ¡goooooooooooooooooool! Ica, ¡gooooooooooooool! Señores, goooooooooooool, griten en Ica y en alrededores. ¡Hermoso gol, señores, hermoso como la Huacachina!
En los hospitales y calles, el grito de gol resonó mucho más. Ni el sonido de la tierra temblando hubiera hecho tanta bulla como las gargantas de los iqueños. Los que no habían llorado por el terremoto, lo hicieron. El viejo quiso meterse al campo a abrazarse con los muchachos, quería sacarle la lengua a Balín, que lo había señalado con el dedo medio. El Alianza se le vino encima al Espinoza. La defensa conformada por el pelón Martínez, el feo Aguirre, el indio Huamán, el arquero Ecos, hacían denodados esfuerzos para que el balón no inflara las redes. El viejo, para no poner nerviosa a sus oyentes, decía:
—Un claro dominio del equipo iqueño. Ya está por llegar el segundo...
Alianza Lima estuvo cerca de aumentar el escore, sino fuera por la felina reacción de Ecos, que secó el grito de gol de los grones. Así como inventó chistes, refranes, anécdotas, comerciales, ahora fantaseaba jugadas. La gente cerca de él, se sorprendía de lo que oía, porque el Espinoza en ningún momento tenía en capilla al Alianza. Pero el viejo seguía imaginando jugadas. Faltaban cinco minutos para terminar el partido. En el alargue era seguro que el Alianza metía otro gol. El equipo iqueño se había quedado sin físico. De repente...
—Ataca Alianza Lima, González lanza un centro, la aleja Tordoya, la recibe Oré, contragolpe iqueño, ¡mira a Ruiz, que se desmarca, míralo, por favor, que va solito!
Como si El cholo hubiera escuchado, alzó la mirada, vio que Ruiz corría solo por la derecha...
—¡Cholo, Cholo! Qué tal pase, qué tal pase, Dios mío, la baja Ruiz, queda solo frente al arquero, tattatatatta, saca al arquero, tatatattata, ¡gooooooooooooooooooooooooool! ¡gooooooooooooooooool!...
La transmisión se quedó en silencio. El viejo no pudo aguantar la emoción, saltó al césped a abrazarse con los jugadores, con el comando técnico, besar la hierba. El árbitro tuvo que expulsarlo. En Ica ese gol hizo abrazar a heridos y enfermeros, a taxistas, canillitas, a hermanos, vecinos. El viejo no pudo terminar su relato, los policías lo llevaron a empellones a la tribuna, los iqueños bajaron a protegerlo, comprendían que él no quiso entristecerlos, querían más que nunca esa voz con la que habían crecido, el oráculo, un hombre legendario.
César Panduro Astorga (Ica - 1980)

martes, 12 de agosto de 2014

PROFE CABEZA DE PAN



Muchos no tenían si quiera primaria completa. Otros, no sabían cómo se escribían sus nombres ni los de sus hijos. El plan era ése. Que al menos supieran escribir sus nombres, que aprendieran a firmar y que no siguieran estampando sus huellas dactilares. Ninguno de ellos había leído los partes policiales ni judiciales. Para ellos las letras eran simples marcas sobre papeles. Entre diversos programas de reinserción social para presidiarios, el de alfabetización quizá era el más ambicioso y difícil. ¿Cómo? ¿Con qué? ¿Quiénes enseñarían? ¿Funcionaría? Los presupuestos para este programa eran magros. ¿Gastar plata para a enseñarles a sumar, leer, escribir? Alguien tuvo el acierto de sugerir que se incentivara a que estudiantes de educación de las distintas universidades del Perú, hicieran sus prácticas pre-profesionales en cárceles. Todas las facultades fueron notificadas. Al leer las propuestas de prácticas, los profesores se sorprendían, luego reían maquiavélicamente, pensando en enviar a estudiantes que no eran de su agrado…
El profesor Velarde, era el más conspicuo admirador de alumnas en la facultad. Varias le habían hecho perder el seso y el poco dinero que llevaba en sus bolsillos. Ajeno a compromisos matrimoniales, él, sin que nadie se lo dijera, se consideraba el soltero más codiciado de la Universidad. Con su camisa blanca, perfumada y limpia, zapatos marrones siempre embetunados y brillosos, sombrero de mimbre y lentes que le daban aire intelectual, paseaba orondo lanzando piropos por los pasillos del local central. Querido y odiado. Nunca aburrido. Sus clases jamás daban pie al bostezo. Los estudiantes permitían que en plena clase dijera frases amorosas a la chica que por esa semana robaba su atención. Pero la notificación lo había tomado por sorpresa. ¿Enviar alumnos a cárceles para que hicieran sus prácticas? lo normal es que fueran a colegios, parándose frente a escolares, temblando al hablar, haciendo el trabajo de los profesores titulares, que se alegraban de delegarles todo: las clases, lidiar con el registro, aguantar las burlas de esos rapaces que en plena efervescencia adolescente hacían añicos sus paciencias. 
¿A quién enviar? – Se preguntaba Velarde - Pilar, no pobrecita. Carlita, menos, María, no, ella no, está cerca de caer. A Paniagua. ¡ A ese lo voy a enviar! Pero aquí en el papel piden que sean dos estudiantes. Uno irá a enseñarles a mujeres y el otro a hombres. A Huarcaya, carajo. Ya verá que no fue bueno desdeñar mi invitación a comer…
Ya no le decía por su nombre, desde que en plena clase le gritara que ella no era un bombón, ni que tampoco el cielo estaba con agujeros por donde los ángeles se caían. Nyleve, era una estudiante hermosa. Muchos en la facultad habían intentado enamorarla, pero su carácter agrio y sus ojos coléricos ahuyentaban a todos. Menos a Paniagua, que por razones extrañas nunca trató de seducirla. Velarde, al verla, se persignó, le dijo que la virgen María había vuelto a la tierra. Todos rieron, pero ella, imperturbable, le respondió que su nombre era Nyleve Huarcaya y que no creía en ninguna María porque era atea. Era la primera vez que el profesor quedaba en ridículo. Los demás, acostumbrados a celebrarle sus piropos, callaron esperando su respuesta…
-Todas las princesas, son así…
Las rogativas, súplicas, a que lo acompañara a comer hechas por Velarde fueron en vano. Terminó por rendirse. Desde entonces la inquina entre ambos era fácil de entrever. Se miraban, ella con ojeriza y él con lascivia. Que fuera a realizar sus prácticas en la cárcel, sería la mejor manera de darle una lección que a él no se le despreciaba… 
-Huarcaya y Paniagua, irán a la cárcel--- se escuchó una risa general. Luego de una pausa aclaró… irán a la cárcel a hacer sus prácticas.
Los dos se acercaron. Los ojos de ella exhalaban fuego. Furiosa, espetó:
-Usted nos ha elegido porque nos tiene bronca. Yo no quiero realizar mis prácticas ahí…
-¡Qué le pasa¡ ¡Le exijo respeto! 
-Por qué a nosotros…
Velarde, trató de apaciguar su ira, diciéndole que eran los más indicados para ir. 
-Su carácter señorita, es el indicado para esta misión.
-¿Misión? ¡Estamos acaso en guerra¡
-Bueno ya está dicho, o van o reprueban...
El profesor salió irascible, colocándose como pudo el sombrero. Paniagua trató de calmarla…
-¡eso no se queda ahí! acompáñame.
-¿Pero dónde vas a ir?
-Al decano. Qué se ha creído. Voy a contarle todo lo que hace en los salones. La inquina que me ha tomado es por no dejar enamorarme. Viejo grosero, impúdico…
-El decano ya sabe eso. Es en vano que vayas. Velarde es de su partido. 
-¡Qué cólera!...
Paniagua la invitó a comer ensalada de frutas frente a la iglesia de San Francisco. A esa hora, los cláxones, hacían más terrible su cólera. ¿Ir a una cárcel a enseñar? ¿Por su carácter? Paniagua en cambio, veía aprendizaje. Si lograba que al menos no hicieran bulla, se convencería a si mismo que podía dominar cualquier aula. Enseñarle a gente que nunca estuvo en un salón de clases era un reto. Las clases comenzaban la semana siguiente. Tenía que prepararse. Sus compañeros, decían que ya habían encontrado colegio. Las quejas eran similares…La vieja (refiriéndose a la profesora) tiene cara de maldita… el viejo, cara de mañoso…Nyleve dejó de venir esa semana. Era un claro rechazo a Velarde. Paniagua, la esperaba porque el profesor, viejo zorro, adelantándose a sus acciones, dictó las condiciones para que la nota de práctica fuera grupal. Huarcaya no apareció más. Paniagua, estaba decidido a ir sin ella. 
La corbata negra, colgaba como un río por su camisa blanca, planchadita, sin flecos ni bolsillo. Había laceado su cabello con un secador para que no se levantara esa raya que dividía en dos su cabeza. Los carros estaban prohibidos de entrar hasta la puerta del penal. Sus zapatos, lustrados afanosamente, se empolvaron en el terral que mediaba entre puerta y tranquera. Tocó la puerta de metal. Desde la torre un policía le indicó que tenía que ir hacia el lado izquierdo. Llegó, un oficial se acercó a preguntar por qué estaba ahí. Enseñó el permiso del decanato. Por más razones que argumentó para no ser despojado de sus ropas para revisar si llevaba algo no permitido, no le hicieron caso. Su camisa se llenó de arrugas, su pantalón cayó entre sus piernas, lo que si no permitió fue bajarse el calzoncillo. Refunfuñó, hasta hacerse escuchar por el jefe de zona que ordenó que lo dejaran pasar. Camino hacia el pabellón, ida la cólera por el mal momento, se imaginaba que los reclusos lo recibirían con cariño. El policía que iba a su costado, hizo hincapié de que no formara relación amical alguna, ni que transportara encargos de familiares o amigos que se apostaban afuera del penal los días de visita. Llegaron. El policía dio muchas vueltas a las llaves. Al entrar, varios reclusos estaban sin camisas. Sus tatuajes y cicatrices a cualquiera habrían asustado. Paniagua, miró el pasadizo de cemento frío, llegó al patio central. “Sus alumnos” esperaban sentados al sol, sin pizarra, ni sillas. El policía informó que no pudo conseguir pupitres para convertir al patio en un salón de clases y que tendría que acomodarse a esas condiciones. Estos imprevistos ya habían sido advertidos por él. De su portafolio, sacó algunos cartelones. Fue pegándolos uno a uno sobre las paredes. Los presos miraban su accionar como algo ajeno a ellos. Deambulaban por todo el patio. Solo nueve de los casi trescientos internos que había en ese pabellón se inscribieron. Se apuntaron no porque quisieran aprender a leer. Se anotaron por los beneficios que iban a obtener si mejoraban las estadísticas de los programas. “Sus alumnos”, no hablaban, nadie lo ayudó a pegar los papelotes. Acabó, se dio vuelta, nueve reclusos estaban sentados frente a él. Sintió miedo al ver sus caras inquisidoras, amenazadoras. Balbuceó. Titubeó. Su voz sonó temblorosa. Un negro que tenía una cicatriz que cruzaba por toda su cara le dijo:
-¡Buena cabeza de pan!
Paniagua, se llevó las manos a su cabeza tratando de acomodar sus cabellos a otro peinado. A las burlas del negro, un cholo prieto que tenía el dorso descubierto con un tajo seco sobre su piel, dijo:
- ¡No jodan al profe carajo! siga no más cabeza de pincho.
Los insultos iban y venían. Las risas socarronas atrajeron a otros reclusos. Todos se burlaban de él. Paniagua, buscó los ojos del policía, pero este, también se reía de los piropos que proferían. Pensó que iba a desmayarse por ser objeto de vituperios y sornas. Sus ilusiones, de llevarse bien con “sus alumnos” se fueron diluyendo a medida que su mutismo despertaba más burlas. Como un mecanismo de autodefensa, recordó por qué estaba ahí. Tenía una gran ventaja sobre ellos. No la de ser libre, sino la de leer. Comenzó a defenderse de los insultos, devolviéndolos. Pero no gritando, como lo hubiera hecho cualquier mortal. Ellos no sabían escribir ni mucho menos leer. Escribió un insulto que llenó todos los papelotes. Los que sabían leer, rieron sin parar. “Sus alumnos” se sintieron burlados. Era claro que de ellos, los malos, nadie se burlaba. El negro, se paró y le increpó…
- ¡oye huevón que estás escribiendo!
- ¿Qué te pasa carajo? – le respondió el policía, sacando su arma. ¡Siéntate! ¡Vienes a ponerte malcriado no! ¡Siéntate carajo!...
La situación se tornó tensa cuando la cara del profesor se puso amarrilla de miedo. El negro insistía que leyera lo escrito en los papelotes. Paniagua, se armó de valor y dijo:
-Bueno –titubeó- he escrito: ¡Hijos de puta¡
Lejos de molestarse por la injuria contra sus mamacitas que venían a visitarlos vestidas con faldas largas los sábados, haciendo largas colas, pagando coimas por venir con pasadores, correa, e incluso por ir de un pabellón a otro y cuyos nombres tatuados sobre sus hombros hacían que se acordaran siempre de ellas, “Sus alumnos” rieron sin parar. El joven que tenían delante, eran tan boquita roja como ellos. El “profesor” les había dicho o escrito hijos de puta, porque en realidad lo eran. No solo el negro, y el cholo pertenecían a la clase, estaban también el cojo, tartaco (un tartamudo), gallo hervido (debido a su profusa blancura), Lolita la grande, el gordo sin cuello, pecho de culebra (por su famélica figura) y caobita. Esa tarde, Paniagua, pidió encarecidamente que repasaran las clases y cumplieran con delinear círculos para aprender hacer la o y dibujar patitos para que formaran el dos. . Luego de que alumnos y profesor llegaran al mutuo acuerdo de no interrumpir la clase por ningún motivo, otros fueron llegando al aula. Fiel a su vocación de profesor, Paniagua, logró que el alcaide, pusiera pupitres en medio del patio. Tuvo que adecuarlos a que aprendieran como si fueran niños. Les trajo textos de coquito, compró cuadernos, lapiceros. Nadie volvió a decirle cabeza de pan, en cambio ahora “el profe” sonaba muy bien. Poco a poco fue familiarizándose con ellos. Conociendo sus problemas…
-Profe-le dijo el cojo- hace mucho que no vienen mi mujer ni mi hija. Profe a usted se le ve buena gente, quisiera que fuera buscarla y que les diga que me vengan a ver, que soy su padre profe…que por más choro que uno sea, necesita de su familia…
-Tráigame-le dijo gallo hervido- unos cigarritos pe profe. En la tiendita todo es caro, se lo agradecería mucho profe.
Paniagua, cumplió con ir en búsqueda de su mujer e hija, pero le mintió al cojo, al decirle que ellas regresaron a Piura y no le dijo que ambas se habían ido a trabajar de lolitas a una mina en Nazca. A Gallo hervido, le trajo una cajetilla, advirtiéndole que sería la primera y última en regalarle. Mentira, porque a la semana siguiente ya no solo fueron cigarros, sino galletas, revistas. Así, fue encariñándose con “sus alumnos”, quienes también le tomaban afecto. Por él, estaban aprendiendo las vocales, consonantes, las letras de sus nombres, las de sus hijos, padres. Sus logros contrastaban con sus miserias. La alegría de la clase, la ponía el tartaco. Cada vez que hacía una pregunta demoraba mucho en terminarla. Paniagua obligó a aprenderse de memoria, frases, poemas, décimas, y que las dijeran en público. El negro fue el más ducho en recitar un poema. Todo el mundo, esperó esa tarde el turno de Tartaco…
-Si, si, si, Cristo, murió, murió,
-Bota la pepa – le dijo, el cholo, mientras todos se reían--
-Si Cristo murió, en la cruz, con, con, con
-No me mientes la madre, le dijo riéndose el cholo—
-Si Cristo murió en la Cruz con tres clavos sola, sola, solamente, por qué no muere, muere
Qué pasa tartaco me estás matando—y todos volvieron a reírse, mientras tartaco hacía grandes esfuerzos por terminar la décima
-Si Cristo murió en la cruz con tres clavos solamente, por qué no muere, por qué no muere…
-¿Quién muere, Quién muere tartaco? – volvió a decir el Cholo
-Por qué no muere tu hermana que la clava tanta gente…
La risa fue general, hasta el mismo cholo, no vaciló en abrir su boca, mostrando sus dientes de platino y soltando carcajadas. Así, entre bromas, pupitres con polillas, “sus alumnos” fueron aprendiendo a escribir mamá, hijo. Paniagua, también aprendía de ellos. Veía, que ahí en medio de sus miserias pudiesen reírse de ellos mismos. Muchos le contaron el por qué estaban ahí. Pecho de culebra, le contó que: “Mi viejo era una mierda, profe. De noche, siempre venía borracho, golpeaba a mi madre y a mí. Yo me escapé profe, pa que seguir viviendo así. Yo me fui, sí me acuerdo de mi madrecita profe, no le niego, pero hace años que no sé nada de ella. Yo me he dedicado desde chiquito a estar en la calle profe. Y desde chiquito supe que nadie me iba a defender. Es la vida profe…” y así le contaban las historias de sus vidas. El negro era el más reacio a abrir su corazón. Estaba ahí, porque era malo, al menos para los que no eran como él, es decir para quienes sus padres se preocuparon por mandarlos al colegio, tener siempre caliente la cena, tener un abrazo, sueños, sí, el negro era malo para esa gente, porque les robaba, pegaba, porque odiaba todo lo que no pudo tener. Lo curioso es que ninguno de “sus alumnos” hubiese matado a alguien. Todas las semanas el avance era extraordinario. El cojo, aprendió a escribir Sebastián, Gallo hervido: Pedro; el negro: Wilfredo. De niños sus viejos le llamaban por sus nombres, pero una vez ya en la calle, adquirían sobrenombres hasta llegar al alias, pero ahora era al revés, habían empezado con un alias y luego aprendieron a escribir su nombre, que escuchaban solo cuando el Fiscal, o el Juez, dictaba sentencia. Paniagua, sabía que no iba a salvarles la vida con enseñarles a leer, que quizá muchos de ellos, al salir volverían en poco tiempo a prisión, porque no sabían hacer nada más que eso, joder, robar, asaltar, que nadie así no más se inserta, por más que en otros programas aprendieran a hacer pan, tejer bolsos, confeccionar muebles, pintar cuadros, quién les compraría, quien se atrevería a contratarlos sin temor. El curso terminó, el negro le dijo:
-profe de parte de los muchachos, y una “muchacha”- risas- le damos las gracias pe. Queremos más bien, invitarlo a celebrar navidad con nosotros profe, con nuestra gente pe…
Paniagua, volvió para las celebraciones de navidad. Llevó a Nyleve, cuya necedad había hecho que jalara prácticas. Al entrar, como ya lo conocían, evitaron revisar a su acompañante y a él, para no hacerles pasar la vergüenza de la primera vez. Al llegar al pabellón, ahí estaba el negro con su mujer, una negra que le doblaba en peso. 
-Muchachos ha venido cabeza de pan…
No tuvo más que reírse, vinieron a saludarle, como si se tratara de un ex compinche, de un miembro más de su pandilla. Llegaron Pedro, Jorge, Juan, entre otros. Esa tarde, Paniagua, regresaría ebrio a casa por la chicha de arroz fermentada que le invitaron “sus alumnos”.
                                                                                      César Panduro Astorga (Ica- 1980)

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